Hay una dimensión desconocida que se ubica entre las dos porterías de un campo de fútbol y que es gris como una moneda de cinco pesetas. Es un espacio borroso, desplegado a la altura del círculo central, en el que los futbolistas de ataque entran con americana y salen en calzoncillos. Así, flas, sin ver venir el saqueo. Lo difícil es ser advertido o no resultar herido en un lugar en el que los méritos se empequeñecen y los alardes técnicos son cortados de un hachazo.
Hay que tenerlos muy cuadrados para sobrevivir todo el tiempo en este ángulo muerto de la pizarra, a la espalda del espectáculo. Pero a Mathieu Flamini no le basta con eso, sino que además ha arrastrado un sofá hasta el lugar, del que solo se levanta para resolver recados urgentes como taponar un contragolpe o asearle el camino a sus compañeros de la medular. No es fácil ser Flamini, como tampoco lo era ser Gattuso, o Makelele. No es fácil para nadie, excepto para ellos mismos. Acostumbrados a la sombra que produce el elogio al prójimo, estos pivotes de perfil bajo se han labrado una carrera que no entiende de reconocimientos ni de fan groups, y en la que es indispensable confundirse por el césped con gabardina de detective y llegar al vestuario con las manos más sucias que las de un hortelano.
Cuando estaba en San Siro, mientras barría hojas secas en un cementerio de antiguas vedettes, conoció a un tipo: Pasquale Granata. Resultó ser un economista con tanta percha como sensibilidad por el medioambiente. A Flamini, millonario peculiar, también le conmovían ese tipo de asuntos
Aunque, en lo que concierne a estos días, el francés se ha despojado de su capa invisible de un plumazo. Flamini acaba de dar a conocer GF Biochemicals, el nombre de una empresa que fundó hace varios años y que según algunos medios de comunicación “está a punto de revolucionar el mundo energético”. Cuando estaba en San Siro, mientras barría hojas secas en un cementerio de antiguas vedettes, conoció a un tipo: Pasquale Granata. Resultó ser un economista con tanta percha como sensibilidad por el medioambiente. A Flamini, millonario peculiar, también le conmovían ese tipo de asuntos, así que ambos entablaron una gran amistad. Y de ahí surgió la idea de hacer algo juntos.
El proyecto empezó a encaramarse cuando la pareja de colegas descubrió, como quien encuentra por causalidad una falta ortográfica en la portada del periódico, la existencia del ácido levulínico, una molécula poco estudiada pero que presentaba todas las condiciones para sustituir combustibles fósiles como el petróleo. Flamini decidió entonces gastarse un dineral para financiar una investigación al respecto, abrir una fábrica en Italia y desarrollar una serie de experimentos costosos que se prolongarían durante algunas temporadas. Hasta que su comunidad de científicos pudo patentar una manera barata y rendidle de generar el ácido con ayuda de la tecnología.
Hoy, semanas después de ser presentada, la compañía de Flaimini se estima que tiene un valor de 21 mil millones de libras, asegura un puesto físico de trabajo a 80 personas y permite que otras 400 también se ganen la vida con el negocio. La empresa da cobijo a químicos e investigadores de todo tipo de procedencias, y pronto quiere abrir una planta de laboratorios en los Estados Unidos. Por no hablar de las expectativas de futuro que la rodean: según varios expertos en economía, este descubrimiento energético podría abrir un nuevo espacio de mercado cuya tasación supera los 20 billones de libras.
El actual centrocampista del Arsenal, fiel a su condición de artesano que pule sus labores con la radio puesta en la trastienda, no le había contado a nadie sus propósitos menos futboleros. No se lo había dicho ni a sus padres, que del susto casi le desheredan. Mantuvo el secreto durante siete años. Siete largos y lóbregos años. Pero este noviembre, entre flashes y aplausos, y acompañado por su socio, Granata, Flamini resolvió dar un pequeño brinco en su vida: pasar de ser un tipo discreto al mecenas del invento del siglo. Como si nada.
“¿Puede Mathieu Flamini salvar el planeta?”, se preguntan en The Guardian con una pizca de sorna. Está por ver. Mejor pidámonos otra ronda y sigamos observando atentamente a cómo avanzan los acontecimientos en el currículo de este escudero que a la par que le marca el tobillo a la estrella rival se inquieta por la ecología, el calentamiento global y el cambio climático.