Hay una frase que sólo el tiempo, como se ha demostrado, ha podido restar vigencia hasta dejarla únicamente como recuerdo de una época. La pronunció uno de los entrenadores del legendario pivot Wilt Chamberlain, pero fue él quien la popularizó: “Nobody loves a Goliath”. Utilizando la parábola en la que el heroico David podía con el gigante, la sentencia aludía al lugar que ocupaba un físico prominente en la dinámica del juego y en el imaginario del aficionado. A pesar de resultar necesarios y determinantes, los grandes pivots del baloncesto quedaban limitados por su movilidad, aparcados en una parcela muy reducida y condenados a ejecutar unas pocas acciones técnicas no demasiado arrebatadoras.
Un gigante no podía ser artista; con él no comenzaban ni se creaban las cosas más estimulantes del juego del baloncesto, sólo se terminaban, como finalizadores de la jugada. Entonces, tuvo que llegar otro pivot legendario, Shaquille O’Neal, para revertir, 30 años después, esa batalla que los grandes y pesados físicos estaban perdiendo aparentemente de forma irremediable. Desde la aparición de esa anomalía llamada Shaq, que tiraba por la borda aquella teoría -el volumen y el peso no son compatibles con la movilidad-, el baloncesto explotó. Dejó de tener límites y barreras técnicas relacionadas con el físico. El gigante comenzó a ser rápido, ágil e incluso artista, como ya había demostrado, por ejemplo, Hakeem Olajuwon.
En el caso del fútbol viene pasando algo parecido. Mientras progresa la táctica, cambian las reglas del juego, se modifican los formatos de competición y mejoran los avances médicos, el físico y su evolución están teniendo una trascendencia fundamental; una revolución silenciosa no tan tenida en cuenta pero que explica muchas posibilidades presentes y futuras. Un punto importante del diagrama que nos ayudaría a entenderlo sucede en 2011, cuando el Chelsea, agotándose poco a poco su particular y dominante Goliat, Didier Drogba, firma a un armario belga llamado Romelu Lukaku, un futbolista que no parecía del todo preparado para lo que ya era una realidad en el fútbol del máximo nivel: la importancia del delantero centro en la relación con el balón y en la formación de las jugadas que demandaban los mejores equipos del mundo.
Lukaku, un ser imprevisto para quien pensó en la presión como una gran oportunidad, es un verdadero agujero en el plan, un atajo en plena ascensión
Así, Romelu siguió su propio camino y se hizo un sensacional especialista en el juego directo, totalmente condicionante en el sistema del Everton de Roberto Martínez o Ronald Koeman, entre otros. Poco a poco, el belga de origen congolés fue progresando: comenzó a caer a banda, a ponerse de cara y a hacer daño al espacio. Goleando en la Premier, llegó la Euro 2016, titular en la Bélgica de Marc Wilmots, donde se le vio completamente superado por un contexto de ataque posicional convertido en embudo, exponiendo sus principales carencias. A pesar de ello, visto con la ventaja que nos da el tiempo, en Lukaku se intuía que si se daba con la tecla, podía ser muchísimo más útil.
A favor de Lukaku, la velocidad en el fútbol es fugaz, así que no sólo pasó unos años más tarde a ser mucho más útil, sino a convertirse en justo lo que se convirtió Shaq: un agujero del juego. Para ello, como legado ya atribuido, Antonio Conte lo tuvo clarísimo. En agosto de 2019, no hace ni año y medio, el apasionado y visceral técnico de Lecce descolgó el teléfono y convenció a sus jefes para que pagaran 65 millones por un jugador que parecía encorsetado en forma y nivel tras su paso por el Manchester United. Pasado ese tiempo hasta hoy, lo que ha conseguido Lukaku con Conte, y a su vez Lukaku a favor de la evolución del físico, es que, jugando lejos de la portería, su contribución condicione todos los planteamientos del rival. En ese sentido, si Didier Drogba era conectado por Petr Cech combinando un sistema ofensivo válido en los días grandes, el belga es ahora un sistema en sí mismo cuando todos sus compañeros, a diferencia del portero checo, son atosigados y perseguidos por el oponente. En la era de las presiones adelantadas como apertura de la partida sobre el tablero, Lukaku se levanta como un prototipo y paradigma que devuelve a los ‘9’ la importancia del juego de espaldas, esta vez a 45 metros del cancerbero rival, y a su vez derriba la frase de Wilt Chamberlain cuando, poniéndose de cara, mueve sus 93 kilos de peso con una zancada portentosa y velocísima. No hay límite ni condena física, coincidiendo con un momento donde el fútbol pide auxilio al jugador más alejado del inicio del juego. A esto se le llama ventaja sin peajes. Si te puede la rabia y la impotencia, llámalo una suerte de injusticia.
En nuestros días, ascender sobre el campo, ir de una portería a otra, es caminar por un sendero lleno de adversidades; al paso salen multitud de rivales a impedirlo, a robar cerca de la meta. Y Lukaku, un ser imprevisto para quien pensó en la presión como una gran oportunidad, es un verdadero agujero en el plan, un atajo en plena ascensión. “La dificultad de los ochomiles depende siempre del estilo en el que se intenten”, contaba el gran Iñaki Ochoa de Olza, alpinista e himalayista. “Y en el tema del oxígeno, yo soy muy radical. Nosotros buscamos saber si nuestros pulmones están a la altura de estas grandes montañas. Reducir la altura de estos picos mediante algo que es precisamente lo contrario a lo que estamos buscando, la falta de oxígeno, es como correr el Tour de Francia en una motocicleta: no se le ocurriría a nadie”. A eso se asemeja Lukaku en el fútbol de hoy, un jugador que suena a trampa dentro de la ley, un final alternativo de su propia parábola: Goliat está ganando en esta era.
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Fotografía de Getty Images.