Hay futbolistas únicos a los que el peso de la estadística los baja al barro. Los allana, los humaniza, los deja a merced del viento, sin el amparo del análisis subjetivo. El carisma, la belleza o el pundonor, valores difícilmente cuantificables, se pasean por el alambre en un deporte en el que los aplausos se jerarquizan por puntos y en el que el disgusto no es absoluto mientras no sea matemáticamente insalvable. Hay otro tipo de futbolistas, sin embargo, que no les tienen tanto pánico a las cifras. Viven de ellas, de hecho. Y ya se han asegurado por méritos propios que serán recordados tanto en el corazón de la gente como en las cuadrículas del Excel. En ese segundo pelotón quema rueda Raúl Tamudo, esa insignia del fútbol español de las últimas décadas que ahora dice adiós tras 23 temporadas de espléndida carrera.
Números en mano, Tamudo se ha asegurado un hueco entre los ilustres. Y más que eso en el RCD Espanyol, donde no hay ‘perico’ que corte el vuelo ruborizado si escucha decir eso de que es el mejor jugador de su historia. En los 567 partidos oficiales que se le adjudican, contando todos sus periplos, firmó 193 tantos. Abonado a los tres dígitos, el noi de Santa Coloma de Gramenet recoge hoy los bártulos presumiendo de ser el máximo goleador blanquiazul de todos los tiempos (129 dianas) y el máximo goleador catalán de la historia de la Liga (146). Distinciones soberanas.
“Cuando le veías haciendo una de esas carreras hasta el banderín de córner, él solo, en zona de nadie, pensabas: ‘joder, ¿pero éste dónde va ahora?’. Y no sabías ni cómo, pero se las apañaba y siempre acababa generando peligro”
Imposible no recurrir al gol para justificar su corona. A la facilidad que tuvo Tamudo por ver puerta se le buscaron demasiadas explicaciones, desde el principio. Se comenzó hablando de pillería, puesto que al chaval poco le importaba la diferencia de edad cuando se trataba de robarles el almuerzo a los centrales rivales que le sacaban tres palmos (dio la victoria en su debut con el primer equipo del Espanyol ante el Hércules, con la permanencia en juego). Con los años, y al ver que su estela se confirmaba, alguien reivindicó su inteligencia sobre el césped. Nada de malabarismos, nada de adornos: astucia pura en los últimos metros. Esa era la clave. Su secreto. Pero el fenómeno se prolongó de tal manera que al final cualquier tesis se quedaba corta y hubo que empezar a hablar de un don. Iván De la Peña, uno de los mejores socios que tuvo jamás sobre un terreno de juego, lo cartografió con atino en solo seis palabras (“de media ocasión te saca un gol”). Así era el ‘23’, un misionero de balones perdidos, capaz de encontrar petróleo en los peores solares. Perseguía cualquier envío, incluso los más deslucidos, y por convicción les sacaba brillo. “Cuando le veías haciendo una de esas carreras hasta el banderín de córner, él solo, en zona de nadie, pensabas: ‘joder, ¿pero éste dónde va ahora?’. Y no sabías ni cómo, pero se las apañaba y siempre acababa generando peligro”, explica Daniel Solsona, otro mito del Espanyol, futbolista retirado desde hace años y ahora comentarista deportivo por amor al arte.
El caso es que si hablamos de la virtud que tenía el delantero para oler los goles debemos hacerlo también de la capacidad que mostraba por marcarlos en fechas señaladas. “Siempre es difícil buscar el mejor en un club como el Espanyol, que ha tenido a grandes futbolistas (Zamora, N’Kono, Lauridsen, Marañón, Lardín o el propio Solsona, por citar algunos). Pero él fue el más decisivo, eso seguro”, opina Moisés Hurtado, que compartió vestuario con Tamudo en algunas de las campañas más excitantes que ha vivido la entidad. Para la memoria queda la jugarreta que le hizo a Toni, portero del Atlético, y que sirvió para encarrilar la primera final de Copa del nuevo siglo. O el cabezazo con el que abrió el marcador contra el Zaragoza el día que los blanquiazules levantarían su cuarta y hasta la fecha última Copa del Rey. O los dos tamudazos con los que silenció el Camp Nou en el curso 06/07, y que tan celebrados fueron en La Cibeles. O las muchas veces que sus remates certeros fueron el preludio de la permanencia en Montjuïc.
VIVIR SIN EL ’23’
El “hombre sin cuello” (así desveló el defensa francés José Cobos que le llamaban en sus inicios por su apariencia canija y encogida) caló hondo en el club que lo desvirgó en el profesionalismo. Tanto, que aguantó 18 campañas en primera fila, muchas de ellas con el brazalete de capitán ceñido en el brazo. Se convirtió en un icono del ‘espanyolismo’. En la bandera de la hinchada. Hasta que llegó el final de su etapa. Lo que sigue ya es sabido. En este país nos cuesta despedirnos como Dios manda de las viejas glorias. Quizás sea que nos duele asumir que el tiempo pasa, que nos estamos quedando calvos y que ni siquiera el fútbol, nuestro fútbol, puede yacer eternamente en punto muerto. Con Tamudo tampoco hubo excepción. Polémica, confrontación, pocas verdades, acuerdo a regañadientes y ese regusto amargo que se te queda pegado en la campanilla cuando ves al ídolo subirse al coche y abandonar las instalaciones por última vez.
En este país nos cuesta despedirnos como Dios manda de las viejas glorias. Quizás sea que nos duele asumir que el tiempo pasa, que nos estamos quedando calvos y que ni siquiera el fútbol, nuestro fútbol, puede yacer eternamente en punto muerto
“Tenía unas características muy marcadas y además contaba con el plus de haber salido de la casa. Todo eso me lleva a pensar que tendrán que pasar muchos años para que en el Espanyol vuelva a surgir una figura similar a la suya”, reflexiona Solsona. Su ausencia dejó un enorme hueco de herencia, y aunque algunos como Osvaldo o Sergio García maquillaron el panorama con sutileza, la sensación es que el fantasma del ‘23’ sigue planeando sobre la cabeza de muchos ‘pericos’. Hurtado, sin embargo, pide otro enfoque para la situación: “En el aspecto simbólico sí que quizás el club se ha quedado un poco ávido de referentes” -más teniendo en cuenta que también hubo que digerir la traumática marcha de Dani Jarque– “pero no por eso hay que quemar a los nuevos delanteros que llegan. Cada uno tiene su personalidad”.
A todo esto, Tamudo también tuvo que aprender a sobrevivir lejos de su hábitat natural. Ya lo había intentado siendo un adolescente, cuando antes de explotar jugó como cedido en el Alavés o en el Lleida. A punto estuvo de hacerlo también en el Glasgow Rangers, aunque aquello acabó siendo uno de los fichajes frustrados más festejados que se recuerdan. Mucho tiempo después, el ‘23’ sí que tuvo que hacer las maletas y siguió buscando fortuna debajo de las piedras en destinos como la Real Sociedad, el Rayo Vallecano (donde selló la enésima permanencia) o el Pachuca mexicano. Su último aterrizaje fue en Sabadell.
Nunca poseyó la cualidad que sí tienen otras leyendas, capaces de alargar su letargo reubicándose en el campo en posiciones de bajo consumo, donde se les exigen menos chispazos y menos sudores. Su carta de prestaciones siempre empezó y acabó en un disparo. Así que llegado a cierta edad, Tamudo sacó el revólver, escudriñó el cañón, comprobó que la pólvora se había secado del todo y resolvió que ‘su’ Western debía bajar el telón.