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El ceño fruncido de Pep

El Barça de Josep Guardiola maravilló al mundo, pero en la idealización de su fútbol surge un dilema: ¿ganó dos Champions o perdió dos?

El ceño fruncido de Pep

“En el entrecejo de Guardiola están las respuestas a su verdadero estado de ánimo”. Me lo confesó en un encuentro informal un futbolista del primer equipo del Barcelona a los pocos meses de ponerse a sus órdenes. Hice la prueba inmediatamente. Y todavía lo sigo haciendo. Cada vez que ordena, aconseja, escucha, interpela, sufre o celebra, ya sea en el campo de entrenamiento, en una rueda de prensa o durante un partido, me fijo en su entrecejo. Cómo se contrae, cómo se arruga, cómo se dilata, se endurece o se aplana. Cómo, a veces, parece tener vida propia. Cómo sus códigos no tienen nada que ver ni con la mirada ni con el gesto ni con la palabra.

Descubrir el significado que se esconde en cada uno de esos pellizcos invisibles que modulan el rostro de Pep ya es otra historia. Y es ahí donde entra en juego la interpretación. La primera vez que vi el entrecejo de Guardiola destensarse por completo fue el 19 de diciembre de 2009. Rompió a llorar tras la final del Mundial de Clubes que el Barça acababa de ganarle a Estudiantes. Mientras se tapaba el rostro para esconder el llanto, me pareció percibir un cortocircuito inédito, una reacción inesperada que secó durante unos segundos su frenética actividad cerebral. ¿Podía Pep, en aquel preciso instante, ser tan plenamente feliz que descarrilara emocionalmente hasta sentirse vacío? ¿De ahí esas lágrimas pero también ese ceño flácido e inerte, sin estímulo? Creo que sí. Miento: quiero creer que sí. Tendría sentido. Guardiola acababa de saborear la perfección. Ningún romántico se siente cómodo con la perfección.

LA HISTORIA

Lo sabíamos cuando cada semana nos sentábamos delante del televisor y Xavi recibía de Puyol para combinar con Iniesta; este tiraba una pared con Messi y Michael le preguntaba a Carlos si él también estaba escuchando La Primavera de Vivaldi; sabíamos que para valorar aquel equipo íbamos a necesitar perspectiva. El Barça de Guardiola es uno de esos fenómenos que el mundo del fútbol nos brinda de vez en cuando. Y de vez en cuando es cada mucho tiempo. De hecho, habrá que esperar a que se produzca algo parecido para saber de cuánto tiempo se trata. Un técnico valiente pero sin experiencia; una camada de canteranos repartida por todos los puestos clave; una idea radical y desacomplejada; fichajes en el momento justo, el único futbolista al que ningún fichaje podía igualar… No hay discusión posible en que el once tipo del Barça de Guardiola estuvo plagado no solo de estrellas, también de las mejores versiones de estas, en una insultante sincronización espacio-tiempo. El más joven, preparado para ser el más descarado. El más veterano, a punto para ser el más experto. El más cerebral, listo para obedecer y regar el césped con las órdenes del entrenador. Cada puesto del campo fue ocupado por uno de los tres mejores jugadores del mundo en su posición. Da hasta apuro recordarlo.

 

Su grandeza, en cualquier caso, la encontramos en el recuerdo nítido de cómo la mayoría de sus derrotas permanecen como desgracias. La perfección no habría tenido el mismo encanto

 

Cuando Pep salió del banquillo del Santiago Bernabéu para mandar a Messi a la posición de nueve y desplazar a Eto’o a una banda, estaba modificando la historia del fútbol. Lo sabía. Él mismo lo ha reconocido. Los genios son así: no hay azar en sus descubrimientos. Por eso también era plenamente consciente de que con esa maniobra táctica y el tsunami de copas que provocaría de inmediato estaba condenando al Barça a un destino irreal, inasumible y contradictorio: el de tener que acreditar con títulos que era el mejor, pues difícilmente iba a demostrarse lo contrario dentro de un terreno de juego. Guardiola tenía una arma de destrucción masiva entre sus manos que iba a tener que encasquillarse para seguir evolucionando. Pep no quería más lágrimas. Necesitaba fruncir el ceño.

LA DERROTA

El 28 de abril de 2010 José Mourinho se cobró la venganza de todos los tiempos. Él, que había estado a un PowerPoint de ocupar el puesto de Pep, que había aceptado a Eto’o como parte de un trueque in extremis con Ibrahimovic, que había osado llamar cuentista a Leo y que, por alguna extraña razón, venía de ganar por dos goles de diferencia por primera vez en el torneo, le susurró a Guardiola en la vuelta de las semifinales de la Champions que a Madrid se iban él y su gang; que sus jugadores estaban preparados para rodar 1917 del tirón. Que el Camp Nou no le intimidaba.

La trinchera funcionó, incluso cuando perdió por expulsión a Motta. El Barça chutó 20 veces y marcó un gol; le faltó otro. El Inter realizó 649 pases menos que su rival y plantó una línea de seis defensas con Eto’o doblando al lateral, en un mensaje inequívoco de que Mou no solo entregaba las armas, el balón y la cartera; exponiendo a un jugador que se había reivindicado con Pep, también reducía su importancia. Si a Guardiola lo seguían por una idea, a él lo seguían porque era José Mourinho. Ibrahimovic, por cierto, nunca entendió esa idea.

La de los aspersores, calificada por el técnico portugués como “la derrota más bella de mi vida”, fue la primera noche negra del Barça de Guardiola, que se quedó a las puertas de acudir al Santiago Bernabéu para tratar de revalidar el título ante el Bayern de Louis van Gaal. “En el fútbol, quien gana tiene la razón”, diría el de Santpedor después del choque. Una frase tan aséptica como inquietante fue la sonrisa con la que la adornó; nada que ver con el entrecejo, que ya estaba redactando la arenga que iba a proclamar con motivo de la celebración de la segunda liga, pocas semanas después, delante de los jugadores y del Camp Nou: “Os debemos una, y estos no fallan”.

 


Este texto está extraído del #Panenka96, nuestro especial sobre la Derrota, un número que puedes conseguir aquí


 

Herido en su orgullo, el vestuario azulgrana se activó nada más escuchar esas palabras. La derrota ante el Inter, todavía fresca, dejaba de ser un accidente para convertirse en un mal necesario. Por eso cuando Diego Milito, en una actuación portentosa, desplumó al Bayern en la final y premió la propuesta ultraconservadora del Inter, otro argentino ya maquinaba lo que ocurriría un año después en ese mismo escenario. Y por eso cuando Florentino Pérez contrató al técnico portugués para intervenir de oficio el relato azulgrana, algunos capitanes culés, incluido el que estuvo a punto de placar a Mou durante su incendiario festejo, prometieron devolvérsela a las primeras de cambio, es decir en el primer Clásico de la temporada. Ya no era una cuestión de ganar o perder. Era mucho más importante que eso. Estaba en juego la memoria, que solo entiende de emociones. Para algunos futbolistas de aquel Barcelona, la Champions de 2009 no podía valer igual que la de 2010, no a los ojos del aficionado neutral. El Inter tenía todo el derecho del mundo a eliminarles, pero no de esa manera. Las derrotas del Barça de Pep no dolían en su seno por la derrota en sí; dolían por una cuestión moral: si el ‘cómo’ más brillante podía ser insuficiente ante un vulgar ‘qué’, ¿de qué forma iban a poder seguir proclamándose los mejores? Pero lo eran.

LA VICTORIA

Dicen las malas lenguas que a Sir Alex Ferguson se le pasaron las ganas de entrenar después de la final de Wembley. Estiró su brillante carrera un par de años más, pero convencido de que ningún libreto habría podido neutralizar la exhibición ocurrida el 28 de mayo de 2011. La tercera de Pep volvió a ser una temporada histórica, con un balance de dos títulos, Liga y Champions, y una final de Copa perdida a manos del Real Madrid que la proximidad con otros dos enfrentamientos con el eterno rival resueltos a su favor redujo a anécdota. Si con el 5-0 liguero el Barça saldó la deuda del estilo y se alivió ante la fanfarronería de Mourinho; con el 0-2 de la ida de las semifinales de la Liga de Campeones, se cobró la de la dialéctica, con un Guardiola centrifugando su ceño el día anterior en una de las ruedas de prensa más impactantes de siempre. En el terreno de juego, el puto amo fue Messi, emulando ante todo el mundo a Romário y a Maradona, un homenaje por cada gol. ¿Habría el Barça regresado a una final europea de no haber perdido un año antes contra el Inter? ¿Habría encontrado la misma motivación de haber iniciado el trayecto sin heridas? Preguntas que no hacen justicia a un equipo que pocas veces se dejó ir y que por lo tanto siempre mantuvo un altísimo nivel competitivo, pero que suenan tramposas cuando no se menciona la posibilidad de que si al bueno de Iniesta no se le hubiera metido el demonio en el pie derecho en Stamford Bridge estos dos escenarios podrían no haberse producido. Es curioso cómo el cerebro refuerza la idea de que, once años después de aquel Barça-Inter, de aquel dedo de Mou apuntando al cielo de Barcelona, aquel equipo de ensueño hizo méritos para encadenar tres Ligas de Campeones. Y cómo obvia que fue precisamente la espectacularidad del batacazo -y la sensación de injusticia a la que se agarraron los protagonistas, con Xavi al frente- la que ayudó a progresar un año después hasta Wembley. Pero entonces, ¿cómo se explica lo de 2012?

 

Herido en su orgullo, el vestuario azulgrana se activó nada más escuchar esas palabras. La derrota ante el Inter, todavía fresca, dejaba de ser un accidente para convertirse en un mal necesario

 

EL RECUERDO

La última eliminatoria del Barça de Guardiola en Europa fue una semifinal en la que registró 46 disparos por cuatro del rival. No ganó ninguno de los dos encuentros. Aunque el contexto del cuarto curso de Pep ya advirtió un desgaste en Liga -el Real Madrid firmó un año estratosférico-, en la Champions el conjunto azulgrana se comportó como el vigente campeón que era, puede que a un nivel similar al que registró en 2010 antes de toparse con el Inter.

En esta ocasión fue el Chelsea el que hizo saltar por los aires la condición de favorito de Leo y compañía. Una eliminación con muchas similitudes a la vivida dos años antes. Posesión por las nubes, una falta de efectividad alarmante, Messi enjaulado y desafortunado, vuelta en casa y superioridad numérica. En el tiempo que duró la carrera en solitario de Fernando Torres hasta alcanzar a Víctor Valdés, la arruga de Pep volvió a destensarse. Esta vez no iba a ser capaz de sacar fuerzas para intentarlo de nuevo. Necesitaba resetearse.

No pudieron ser más majestuosas -ni trágicas, ni bellas- las dos caídas del Barça de Guardiola en Europa, a juego con un entrenador cuya obsesión siempre fue que el mensaje futbolístico trascendiera al resultado. Por eso aquellas debacles también forman parte de uno de los mejores equipos de la historia, y se sitúan a la altura de las dos semifinales que sí tuvieron premio, como la del ‘Iniestazo’ y la del Clásico. En los cuatro años que duró el Barça de Guardiola, en el cuatrienio de fútbol total, exhibiciones, elogios y premios que acumuló ese conjunto, se ganaron las mismas Ligas de Campeones que se perdieron. Cuestión de expectativa, pero tal vez mereció las cuatro y sin embargo necesitó sangrar en una para salvar la mitad del botín. Su grandeza, en cualquier caso, la encontramos en el recuerdo nítido de cómo la mayoría de sus derrotas permanecen como desgracias. La perfección no habría tenido el mismo encanto.

 


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Fotografía de Imago.