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Corebo era un panadero de Élide que, además de amasar el pan y alimentar a su gente, tenía el don de la velocidad. Sus pies descalzos eran capaces de volar sobre la arena, como un Hermes de carne y hueso. Cuando Corebo echaba a correr, no había nadie en toda la Hélade, quizá tampoco más allá, que pudiera atraparlo. Y así lo demostró en el estadio, bajo la mano invisible de los dioses, con la presencia de los antepasados, invitados al espectáculo de los vivos, y ante la mirada de los ciudadanos que se acercaban hasta el valle de Olimpia para rendir tributo a lo sagrado y olvidar lo mundano. Uno se lo imagina en los primeros Juegos de los que se tiene constancia, en el 776 a.C., miles de ojos puestos sobre él, esculpido en piel y músculo, con las medidas imposibles y equilibradas del arte antiguo. Los poetas se inspiraban en su cuerpo desnudo para cantar gestas, los escultores soñaban con adormecer el tiempo para estudiar con más lentitud cómo se mueve un hombre a tal velocidad. En la polis de Corebo, los relatos sobre su victoria se extenderán de boca en boca, con ilusión y efervescencia: será el iniciador en una saga de corredores de Élide que se coronarán de laurel en 13 olimpiadas consecutivas, en las que la carrera en el estadio, de cerca de 200 metros, es la única prueba.
Pero Corebo siempre será el primero. Como sus rivales, el resto le vamos detrás. Érase una vez un atleta llamado Neymar. Era brasileño, de São Paulo, y no necesitaba trabajar con sus manos porque le alcanzaba con sus pies. Tenía toda la gloria que un héroe puede soñar, pero perseguía lo más preciado: la admiración de sus ciudadanos. Arrogante, prometió el oro en los Juegos de 2016 d.C. Pero, cuando lo logró, en vez de reír, lloró como un niño. Entre Corebo y Neymar hay varias edades de civilización y desastre, siglos de luz y oscuridad, de progreso y crueldad. De Olimpia a Japón, hay un mundo por recorrer. Mares, bosques y desiertos. Todo lo que hicimos para ser más altos, más rápidos, más fuertes. Milenios corriendo descalzos contra nuestra propia fragilidad.
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Fotografía de Imago.