PAN, CAPOTAZOS Y PELOTONES
Desde que el poeta romano Juvenal la pusiera de moda, la expresión latina panem et circenses se ha ido adaptando a los nuevos tiempos. En 1793 apareció retocada en un panfleto clandestino, refiriéndose al espectáculo de masas por antonomasia en España: «Haya pan y haya toros, más que no haya otra cosa. Gobierno ilustrado: pan y toros pide el pueblo». El texto anónimo, de título muy largo, terminó conociéndose entre el pueblo llano como Pan y toros, y tan popular se volvió la expresión, que el compositor Francisco Asenjo Barbieri, en 1864, la utilizó como título para una de sus famosas zarzuelas. Sin embargo, no sería su última modificación. A raíz del desembarco del foot-ball, cambió el alimento espiritual del pueblo y hubo que adaptarla a los tiempos modernos.
En 1895, en el artículo titulado El espíritu castellano, Miguel de Unamuno afirmaba: «¡Pan y toros, y mañana será otro día!»; pero, nada más poner un pie en el siglo XX, rectificó: «No hay mucha diferencia entre esta divisa y esta otra: ¡Pan y pelotón!». Desde entonces, fútbol y toros recelaron el uno del otro, enzarzados en una lucha por convertirse en el espectáculo más popular del país. Las faenas de Belmonte y los capotazos de Joselito se comparaban con los plongeons de Ricardo Zamora y los goals que agujereaban las redes de Alcántara. Sudor y césped. Sangre y arena. Camisetas listadas. Trajes de luces. Cinco partidos semanales competían por la audiencia contra centenares de corridas. Cientos de plazas de toros contra decenas de stadiums. Arrancaba un polémico debate que se prolongaría durante décadas.
Con la fuerte irrupción del fútbol, comenzó a cuestionarse la naturaleza deportiva de los toros. Muchos periódicos, como el Heraldo deportivo, pidieron que se terminase con ellos
Novelas como Sangre y arena, de Blasco Ibáñez, o El torero Caracho, de Gómez de la Serna, defendían la fiesta con vehemencia. Las figuras del toreo fascinaron a los poetas del 27. Muchos escribieron sobre la trágica muerte de Joselito, como Gerardo Diego. Lo había visto torear en 1911, siendo niño, y lo siguió hasta el día de su muerte: «Un lienzo vuelto, una última voz —¡toro!—, / Un golpe esquivo, un golpe seco, un grito, /Y un arroyo de sangre». García Lorca le dedicó otra elegía a Ignacio Sánchez Mejías, cuñado de Joselito que mató a Bailaor, pero que falleció corneado por Granaíno. La fiesta también atrajo plumas de novelistas extranjeros, como la de Henry de Montherlant, que incluso se atrevió con un becerro en Burgos: «Muy valiente estuvo un aficionado de París, el señor Montherlant, que después de haber dado buenos pases de muleta, colocó una estocada excelente».
Con la fuerte irrupción del fútbol, comenzó a cuestionarse la naturaleza deportiva de los toros. Muchos periódicos, como el Heraldo deportivo, pidieron que se terminase con ellos: «Acaso el día en que los circos taurinos de toda España pasaran a ser estadios de deportes atléticos, fuera el primer día de la regeneración auténtica de nuestro pueblo». En 1924, como reflejó Unamuno en La Nación, con su artículo ¡Pasto y deportes!, la balanza comenzaba a decantarse: «¿Matará esto a aquello? Cerca de cuarenta mil personas presenciaron la otra tarde el partido de football en el Stadium madrileño. Nunca fueron tantas a las plazas de toros». También Ortega y Gasset, amante confeso de la fiesta, veía que los tacos y el pelotón tenían más tirada que el capote y la espada: «Como todas las artes llega, indefectiblemente, al estilismo […] que preludia la sequedad y la muerte».
Otros intelectuales, en cambio, no veían la necesidad de decantarse por un solo espectáculo. Dámaso Alonso practicó el fútbol en la infancia y fue seguidor del Real Madrid, además de admirador del toreo. Gerardo Diego le cantó al balón y a los astados. Miguel Hernández, a los miuras y al portero. José María del Cossío, Presidente del Racing entre 1932-36, escribió Los Toros, enciclopedia tan valorada por la crítica especializada que se conocía como “el Cossío”. Y afirmó: «Me gusta el fútbol y me gustan los toros. Hay espíritus superiores que creen que la gente es tonta porque le gustan estos espectáculos de multitudes. Están equivocados». Opinión compartida por el propio Sánchez Mejías, que además de torero fue Presidente del Betis entre mayo del 28 y septiembre del 29. En su breve mandato, el club se alzó, por primera vez, con la Copa de Andalucía. Aunque fue nombrado Presidente de Honor, la cornada de Granaíno, desgraciadamente, no le permitió ver a su equipo coronarse campeón de Liga en 1935.
El arte del chut y del plongeon, para ellos, tenía la misma valía que el recorte del banderillero o el lanzamiento de la montera. En esta polémica social, el poeta Luis de Tapia echó un capote de versos para quitarle hierro al asunto, con su poema Toros y fútbol: «En esto no vierto lloros/ que esto es claro como el sol./ Si Juan torea, ¡a los toros!/ si no torea, ¡al fútbol!»
SPORTWOMEN, JAZZ Y STADIUMS
Por el módico precio de treinta céntimos, los lectores que acudían al quiosco, a principios de los 20, podían hacerse con su ejemplar de La Novela de Hoy. Esta colección, integrada por novelitas de pocas páginas y algunas ilustraciones, nació destinada para entretener a sus consumidores sin exigirles una lectura profunda. En 1924, muchos lectores se fueron del quiosco con Fútbol… Jazz band, de Rafael López de Haro, bajo el brazo.
“Sigue in crecendo la afición por el balompié, a despecho de ciertas plumas taurófilas que observan con desasosiego cómo aumenta la sombra”
Dejando de lado la calidad literaria, esta novelita reflejó el vivo debate entre pelotón y toros que vivía España. Rafael López de Haro, defensor de la fiesta, aprovechó la faena para clavarle unos banderillazos a la figura de la sportwoman y meterle una estocada al jazz, dos símbolos importados de Europa que, junto al football, traían aires de modernidad. Vertebró el argumento en la disputa entre Guillermo, un as del balón, y Suárez, ganadero amante de la fiesta, por conseguir el amor de Alicia Franklin, joven burguesa «diestra en todos los deportes». Como acostumbraban las mujeres de la aristocracia, Alicia monta a caballo y juega al tennis, además de acudir a tertulias de café, elegante y maquillada, donde gusta encenderse un pitillo mientras la melodía del jazz flota en el humo.
De padre inglés y madre andaluza, por su amor se enfrentan las dos Españas: la moderna del football contra la antigua de los toros. Su padre, aunque inglés, es acérrimo enemigo del balompié y piensa que, «si en España se insiste en jugar al fútbol solamente, al cabo de pocas generaciones, serán los niños zanquilargos, estrechos de hombros, cortos de brazos e imbéciles por la desproporcionada osificación de la bóveda craneana». Mira con recelo los zapatos de Guillermo, un número más grandes para cuidar sus pies. Tiene un partido muy importante: la semifinal contra un club de la capital. Guillermo, como explica el narrador, espera el decisivo match «con el ánimo con que antaño venían del Norte a la meseta los caballeros reconquistadores». Y añade: «Actualmente no hay reino moro de Toledo o Granada, no hay justas en que romper lanzas, pero hay stadiumsde fútbol».
En Madrid, coinciden los tres personajes. Alicia convence a Suárez para que la acompañe a ver el match, y Suárez, a su vez, para que la joven asista con él a una corrida de toros. Guillermo, por su parte, rechaza la invitación, y sentencia: «El fútbol les quita a las plazas de toros su clientela y acabará con ellas muy en breve». Suárez no lo cree, al igual que tampoco aprecia esos nuevos ritmos del jazz que tantas pasiones levantan entre los jóvenes: «Existe una relación notoria entre el fútbol y estos bailes de ahora», dice. «La importancia y el mérito reside, no más, en las extremidades inferiores —en lo que más se parece el hombre a los irracionales». El ganadero, como Juan de Mairena, detesta el concepto moderno del sport; él caza, monta a caballo, maneja la garrocha y las armas, pero nada de gimnasia: «Cuando los leones y los tigres practiquen gimnasia científica, esa de los saltitos y las dobleces, me convenceré de su eficacia».
Tampoco se siente cómodo entre la multitud que abarrota el stadium. El público, al contrario que en la plaza, no viste con elegancia. Ni tan siquiera los jugadores: «Esa suerte de camisetas listadas son detestables», le comenta a Alicia. «Nada digamos de los calzones, ni del mal gusto de enseñar los garrotes». Ni punto de comparación con el imponente porte del torero enfundado en un deslumbrante traje de luces. «Imagínese usted a un futbolista, de grandes zancarrones y pies formidables, vestido así». Por supuesto, Suárez nunca se mezclaría con aquel amasijo de hombres que corren exaltados detrás de un pelotón: «A mí me hace un señor la zancadilla y le estoy dando bofetadas hasta las doce de la noche». Él pertenece a otra «raza, la de los que no nos resignamos a la zancadilla; la de los aficionados a los toros».
Los toreros, para él, no corretean como niños para marcar unos goals, sino que ponen en liza su propia vida sobre la arena, como hombres. Capotazo a capotazo, Suárez va aturdiendo a Alicia con el esplendor de la tauromaquia. En lo que dura una faena, consigue hacerla cambiar de parecer, hasta el punto de que termina reconociendo la supremacía del torero frente al resto de hombres. Páginas más tarde, la joven cae rendida en sus brazos, y lo que es peor, abandona todos los símbolos de modernidad que la definían al principio del relato.
Sin embargo, la disputa entre toros y fútbol no terminó al cerrar la novelita de Rafael López de Haro. Ni mucho menos. Las mujeres, lentamente, conquistaron más deportes, al tiempo que el fútbol ganaba más espectadores a la que, hasta entonces, había sido la fiesta española por antonomasia. Como relataban en Gran Vida, ese año de 1924: «Sigue in crecendo la afición por el balompié, a despecho de ciertas plumas taurófilas que observan con desasosiego cómo aumenta la sombra que a la otra afición hacen los deportes en general, y entre todos, ocupando primerísimo lugar, el fútbol».