La selectividad ya era historia. Recuerdo que el primer día de exámenes vi a una chica desmayarse y a un mazas de gimnasio romper a llorar nada más sentarse en el pupitre. Maldita prueba. Esa sensación de estar firmando una hipoteca en cada respuesta… ¿Y si hay letra pequeña? ¿Y si me timan? ¿Y si no me llega la nota y me quedo sin cursar esa carrera en la que he depositado tantas esperanzas sin saber si estoy realmente convencido de cursarla?
Nada. Daba igual. Se había terminado el sufrimiento. Respiré hondo tras entregar el último folio e imaginé un verano largo y placentero. Allá a lo lejos, la universidad. Un poco más cerca, la verbena de San Juan y la mayoría de edad. Y entre medias, la playa, los colegas y un curro donde puse en práctica mi mejor chiste hasta la fecha.
–¿Tiene usted La Razón?
–Casi siempre, por eso le recomiendo otro periódico.
Perdí aquel cliente. Trabajaba en un quiosco.
Como decía, la selectividad ya era historia. Aquel 17 de junio de 2001 aún no se habían publicado las notas, pero mi ansiedad giraba en torno a otro tipo de resultado. Meterle mano al Zelda Majora’s Mask tampoco me aliviaba. Las praderas por las que corría Link me llevaban directamente al césped del Camp Nou. En mi locura interior llegué a imaginar a Carles Rexach tratando de descifrar cómo funcionaba un mando de la Nintendo64. Joder, le veía incapaz de todo.
Ese día el Barça se jugaba la clasificación para la Liga de Campeones. En casa, sí, pero ante el Valencia. El mejor Valencia que he visto en directo, para ser exactos. El mismo Valencia que dos semanas antes había palmado la final de la Champions por segundo año consecutivo. ¿Cómo no iba a estar nervioso? Por probabilidades, el guionista no podía ser tan cabrón como para volver a castigar al conjunto valencianista, que necesitaba el empate para sacar su billete a la máxima competición europea. Al Barça, por el contrario, sólo le valía la victoria. Justamente lo que no había logrado en 21 partidos ligueros (12 empates y 9 derrotas) de los últimos 37. ¿Quién podía garantizarme que la conseguiría en la última jornada?
Ya antes del partido, camino al estadio, mi padre me había advertido de lo difícil que sería ganar al equipo che. Yo también lo sabía. Lo sabía todo el mundo. Con Héctor Cúper al mando -ni su fama de perdedor acrecentó mi optimismo-, el Valencia era un equipo fiable, con una defensa de hierro en la que Cañizares llegaba como el portero menos goleado del campeonato. Por delante de él, Angloma-Pellegrino-Ayala-Fabio Aurelio. Un muro, con el ‘Ratón’ royendo balones aéreos y dos laterales explosivos que subían y bajaban la banda como si fueran locomotoras. ‘Que Pellegrino tenga aún a Khan en el coco‘, deseé en voz alta. ‘Que gane el mejor‘, rebatió mi padre, sin saber aún dónde tendría que recogerme tras el choque.
Al contrario que el Valencia, el Barça era un equipo inestable, sin sello, sin alma, sin entrenador, sin organización… pero con Rivaldo
Desde luego, el Barça era todo lo contrario al Valencia. Un equipo inestable, sin sello, sin alma, sin entrenador, sin organización… pero con Rivaldo. Salió con una defensa de tres (Puyol-Frank de Boer-Sergi), toda una declaración de intenciones, pero se olvidó que entre los tres palos merodeaba un portero llamado Richard Dutruel. La teoría de que a menos zagueros, más centrocampistas y, por lo tanto, mayor control del juego, no valió aquel día. Y eso que en la sala de máquinas estaba Pep Guardiola, en lo que fue su penúltimo partido como azulgrana. Al de Santpedor lo acabaría sustituyendo Emmanuel Petit en la segunda parte. Probablemente una de las despedidas menos glamurosas de la historia del fútbol.
El Barça engañó a su parroquia desde la hiperactividad. Con Simao y Overmars incrustados en la banda y corriendo como si les fuera la vida -al menos ellos sí lo entendieron-, el cuadro local se adelantó en el marcador muy pronto, con un impecable lanzamiento de falta de Rivaldo. Lejos de venirse abajo, el Valencia impuso su jerarquía, tocando en corto, al primer toque y con criterio, de Baraja a Albelda y de Albelda a Aimar. El ‘Payaso’ campaba a sus anchas, abriendo el campo a especialistas como Angulo y el ‘Kily’ González. Permutas en los laterales, mucha personalidad en todas las líneas y Carew controlando de espaldas y arrastrando a medio equipo culé. Sabían lo que hacían. Y eso que no jugaba su capitán, Mendieta.
Los socios que se reunieron en el Camp Nou para invocar el milagro nunca las tuvieron todas consigo. Y Baraja, con un soberbio cabezazo a la salida de un córner, igualó el marcador antes de la media hora de juego. Tuvo que volver a ser Rivaldo, al filo del descanso, el encargado de poner a los locales en ventaja. Esta vez fue un tiro lejano en el que Cañizares pudo hacer algo más. El ’10’ azulgrana amagó con su tobillo de goma y conectó un zurdazo raso cargado de fe. Un gol a lo Éder, para que nos entendamos.
Todos los miedos y complejos se condensaron en la segunda parte. El Barça, incapaz de controlar el choque, vio como Baraja volvía a marcar de cabeza ante una defensa desconcentrada. Para menor prestigio de Dutruel, el ‘Pipo’ conectó el testarazo lanzándose en plancha… ¡desde la frontal del área! No habían pasado ni tres minutos desde la reanudación.
El 2-2 favorecía a los visitantes pero Cúper, esta vez, aparcó su versión conservadora. Su primer cambio no alteró la dinámica de los che. Al contrario: Vicente por el ‘Kily’ y a por la victoria. Rexach fue incapaz de interpretar el signo del partido. Xavi sustituyó a Simao y Petit despidió a Guardiola. Dos futbolistas que, en lugar de iluminar el centro del campo, acabaron reduciéndolo a un saco de piernas agarrotadas. Kluivert fue un náufrago; Cocu solo perseguía rivales y Zenden irrumpió como la última bala en la recámara, cuando el Valencia ya había sacado a Djukic para cerrar filas. Susto o muerte. Los valencianistas pudieron sentenciar en más de una ocasión.
Pero, de repente, ocurrió el milagro. Un milagro patrocinado nuevamente por Rivaldo, que en el minuto 89, y después de acomodar en su pecho un balón manso y tierno de Frank de Boer, dibujó la ‘chilena’ de todos los tiempos. Un disparo de escuadra y cartabón, milimétrico, imparable y espectacular, casi perfecto de no haber sido porque el delirio que provocó en Joan Gaspart no fue lo suficiente intenso como para que cayera palco abajo. Lo reconozco: nunca vi al Camp Nou tan fuera de sí. 90.000 tíos celebrando la clasificación para jugar la Liga de Campeones. Creo que no hay mejor resumen de lo que fueron aquellos seis años sin títulos (1999-2005) de los azulgrana. Un segundo de gloria entre tanta mediocridad.
Con el pitido final, y asombrado por la belleza de la gesta -puede que el de Rivaldo sea el ‘hat-trick’ más ‘loco’ vivido nunca en el Camp Nou-, cabalgué por encima de asientos hasta llegar a la primera fila. De repente, mi rostro lleno de granos conectó con la mirada de un miembro de seguridad. Era o él o yo, así me lo hizo saber con un gesto inequívoco. Entonces giré el cuello un par de veces para comprobar que no era el único loco que estaba a punto de hacerlo. Me convencí por imitación y salté al terreno de juego, burlando todo tipo de petos con patas. Llegué hasta el círculo central e hice un par de volteretas. Luego arranqué de cuajo un trozo de hierba y lo guardé en el bolsillo del pantalón.
Al llegar a casa, puse el pasto en un recipiente y rotulé: ‘17-06-2001: San Rivaldo‘. Sigo conservando el bote, con sus hierbajos podridos que me recuerdan el día en el que el peor Barça aprobó la selectividad por los pelos.