La historia del fútbol guarda anécdotas increíbles. Hechos que, a día de hoy, no solo serían impensables, sino que habría que ver hasta qué punto estarían permitidos por la normativa deportiva. En este relato nos remontamos al Mundial de Francia’38. Esta sería la tercera Copa del Mundo que se llevaría a cabo tras la disputada en 1930 en Uruguay y la de Italia en 1934. En un contexto sociopolítico más que enrarecido en el que la economía mundial se tambaleaba por la Gran Depresión, el Mundial no iba a ser menos y daría el pistoletazo de salida en 1938 bajo un mar de dudas, en el que se cuestionaba el favoritismo de la organización hacia las selecciones europeas.
En principio, la sede del campeonato sería compartida. En un clima prebélico por todo lo que se desarrollaría años más tarde, se alternarían estadios tanto de Europa como de América y, de esta manera, quedarían zanjadas las polémicas que hubo en los torneos anteriores. Primero en Uruguay’30, donde algunos combinados europeos se negaron a participar por no disponer de fondos suficientes para costearse el viaje transoceánico y luego, en Italia’34, donde algunas selecciones americanas tampoco participaron por boicotear el campeonato al que los europeos no quisieron acudir cuatro años antes en su continente.
Así pues, una vez más, las selecciones europeas se negaron a viajar a América para disputar el campeonato de 1938 y se decidió establecer como única sede a Francia. A consecuencia de esto, los combinados americanos más potentes se negaron a participar en esta edición de la Copa del Mundo. Es el caso de selecciones como Uruguay, Argentina, México o Estados Unidos. En cambio, Brasil y Cuba sí que aceptaron la decisión y viajaron a tierras galas para disputar el tercer Mundial de la historia.
De Brasil ya se sabe que siempre se le ha considerado como una firme candidata a ganar todo, pero realmente impactante es una de las intrahistorias que dejaría la selección de Cuba. Este combinado llegaba como uno de los rivales más asequibles en el torneo. Por historia, por tradición y por la cultura futbolística del país. Aun así, todavía no habían dicho su última palabra. En aquel tiempo, los Mundiales no desprendían el mismo fervor internacional que supone la cita mundialista a día de hoy. Ni mucho menos, aunque ya comenzaba a tomar importancia, con millones de aficionados siguiendo el espectáculo alrededor del Mundo.
En cuanto a la estructura de los enfrentamientos, también dista mucho de la que podemos encontrar a día de hoy. Con un número de selecciones muy inferior a las que ahora completan la fase final del torneo -16 frente a las 32 actuales-, no existía la fase de grupos y el campeón saldría de los cruces directos entre selecciones. Entre ellos, Cuba se enfrentaría, en octavos de final, a Rumanía. A priori, la superioridad de los centroeuropeos era abrumadora y se presuponía que barrerían a los cubanos. Pero, ya sabéis, si algo tiene de bueno este deporte es que hasta el final del encuentro no hay nada decidido y, en una Copa del Mundo, el escudo no gana partidos.
“Señores, no jugaré el partido, pero ganaremos el ‘replay’, está claro. El juego rumano no tiene secretos para nosotros. Haremos dos goles; ellos, solo uno. Adiós, caballeros”
Cuba jugó un buen partido ante Rumanía, en el que su mejor jugador fue su portero titular, Benito Carvajales. Con tan solo 25 años, el guardameta del club Juventud Asturiana de La Habana hizo del debut con su selección el partido de su vida. El resultado fue de empate a tres al final del partido, pero de no ser por las numerosas intervenciones del portero cubano, los europeos hubieran superado holgadamente la eliminatoria. Tras el partido de desempate aguardaba Suecia, combinado que pasó directamente a la ronda de cuartos de final sin saltar al campo. Su partido de octavos iba a enfrentarla contra la selección de Austria pero la Alemania Nazi ya la había anexionado y ambos combinados jugarían ese Mundial –con esvásticas en el pecho- unificados.
En el partido de desempate, Cuba venció contra todo pronóstico a Rumanía por dos goles a uno, el 9 de junio de 1938. Sin embargo, este partido no pasaría a la historia de la Copa del Mundo por el resultado, por muy sorprendente que hubiera podido parecer entonces. El portero titular de Cuba del primer partido de la eliminatoria, Benito Carvajales, recibió, días antes del partido de desempate, una oferta de una radio cubana para comentar el partido. Carvajales aceptó, dejando a su selección –ya de por sí con un número limitado de jugadores- con uno menos y pasando el testigo en la portería al que, hasta entonces, había sido su suplente: Juan Ayra. Su seleccionador, Juan Tapia, se echó las manos a la cabeza y, como cualquier aficionado al fútbol de la época, no entendió la decisión. Benito Carvajales, en cambio, parecía que sabía lo que se hacía. Días antes del partido, convocó a los medios y, en una breve comparecencia, fruto de la expectación creada en torno a su decisión, en la que no admitió preguntas, sentenció: “Señores, no jugaré el partido, pero ganaremos el ‘replay’, está claro. El juego rumano no tiene secretos para nosotros. Haremos dos goles; ellos, solo uno. Adiós, caballeros”.
Y así fue. Ante el gol inicial del combinado rumano, dos tantos casi seguidos de Socorro primero y de Tomás Fernández consiguieron la machada para la selección cubana, cumplieron los pronósticos que había augurado Carvajales y hacían ver, una vez más, que el fútbol es imprevisible. A miles de kilómetros de allí, en Cuba, euforia desmedida por haber conseguido situarse entre las ocho mejores selecciones de fútbol del mundo.
En cuartos de final, con Carvajales ya debajo de los palos –había vuelto de su corta pero intensa aventura radiofónica- todo volvió a la normalidad. Suecia, en su primer partido en el torneo, destrozó al combinado cubano con un contundente 8-0. Pero el camino ya estaba hecho. Cuba ya había degustado las mieles del éxito en su primera participación del Mundial y, sobre todo, había dejado una historia –de la mano de Benito Carvajales- que pasó a la historia underground de este deporte.