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Las estrellas son mudas

Con dos golazos del Piojo y uno de Mendieta, el Valencia consiguió su sexta Copa del Rey. Levante, Barça, Real Madrid y Atlético se quedaron atrás en el camino 'che'

Hacía mucho tiempo que las estrellas que habitan en el cielo de la noche de la ciudad no relucían ni veían cómo los seguidores del Valencia se cogían una cogorza de padre y muy señor mío a raíz del fervor por conseguir un título. Casi veinte años sin tocar metal es una travesía demasiada dura, sin un mísero momento en el que sentir calor ni alegría y no perpetrando ninguna muesca más encima del cabecero.

El conjunto ‘che’ llegaba a la final surfeando una gran ola de autoestima, confianza y haciendo el pino sobre la tabla. Los discípulos de Ranieri habían echado del camino hacia lo alto de la colina al Levante, el rival de dos calles más para allá y de la misma urbe, al Barcelona, que recibió aquel golazo de volea por toda la escuadra de Mendieta tras un saque de esquina lanzado por Adrian Ilie, y al Real Madrid después de una de las idas en semifinales más bochornosas que se le recuerdan al equipo capitalino. El Valencia le endosó media docena en Mestalla. Los visitantes tuvieron que aguantar la sorna y el cachondeo generalizado de la afición blanquinegra congregada en el templo de la avenida de Suecia. La humillación no se quedó en el marcador. “Sois San Marino, vosotros sois San Marino”, aullaban los valencianistas a los blancos. De nada sirvió que los madridistas ganasen en el Bernabéu por 2 a 1.

 

“Hay que tener en cuenta que el Valencia eliminó al Barcelona y al Real Madrid de forma consecutiva y les marcó 14 goles, siete a cada uno”

 

“Es el camino más intenso de cuantos han llevado a una Copa en la historia del Valencia. Hay que tener en cuenta que eliminó al Barcelona y al Real Madrid de forma consecutiva y les marcó 14 goles, siete a cada uno”, rememora el periodista valencianista Paco Gisbert, que acudió a Sevilla con la Peña Gol Gran para hacer un reportaje que se publicó en El País y vivió el partido en la grada de animación. “La verdad es que fue una experiencia muy divertida. Tanto que luego repetí en las dos finales de Champions de los años siguientes. Una experiencia única”.

El Valencia y el Atlético de Madrid quedaron para disputarse la final de la Copa del Rey de la temporada 98/99 el 26 de junio del último año del milenio en el estadio sevillano de La Cartuja, que albergó el primero de los dos colofones del torneo del K.O. que se han llevado a cabo en sus entrañas, con el asturiano Díaz Vega a los mandos de que el reglamento se cumpliese. El campo, plagado de aficionados de ambos equipos en uno de los partidos que los profesionales denominan como uno de los más bonitos de jugar. Los seguidores blanquinegros y rojiblancos ya estaban con la pasión y la vehemencia bien agarrada como estrías en sus pieles. Solo faltarían los jugadores y ya estaría.

El ‘Padrino’ Ranieri tenía las cosas claras en el Valencia. En la portería, Cañizares. Angloma, Roche, Djukic y Carboni (Juanfran) en la defensa. En el medio, Mendieta, Milla y Farinós. Vlaovic (Miguel Ángel Angulo), Ilie y Claudio López (Joachim Björklund) fueron los tres atacantes de este once. Entretanto, el serbio Radomir Antić iba con lo suyo y con lo que mejor creía que tenía en un equipo que quedó decimotercero en aquella campaña en la competición domestica: Molina; Geli (Roberto), Santi, Chamot, Serena, Aguilera; Bejbl (Mena), Valerón, Lardín (Solari), Juninho; y José Mari.    

Se vio algo que no se suele ver en el fútbol moderno: los conjuntos cambiaron de lado de la cancha respecto al que iban a iniciar el enfrentamiento, quedando, inicialmente, en contra posición a las respectivas hinchadas. Después de que las primeras tretas surgieran efecto o eso se pensase, comenzó a rodar el cuero en la pequeña isla de La Cartuja.

Avisaba el Valencia, que no quería que le volviese a suceder como en la famosa final de la lluvia, de su intención de contragolpear a una velocidad feroz. Diversas jugadas que acabaron fuera o en las manos de Molina lo atestiguan. En una de esas, en una de esas acciones rápidas, Angloma, que era dueño de su banda y se la recorría a su antojo, centró pasado, Vlaović no alcanzaba a darle con la testa y el balón lo recogía Mendieta, que con un toque sutil se la ponía a la zurda indomable de Claudio López. El argentino la ajustaba y pillaba a contrapié al arquero colchonero que tan solo podía mirar cómo entraba la pelota en su portería. Unos arcos que parecían que en cualquier momento se podían caer al no estar bien sujetas.

El de Río Tercero sacaba toda su rabia y tensión en una celebración que enloquecía a los valencianistas que estaban allí con senyeras a los hombros o con el escudo pintado en el rostro, a los que estaban en el cap i casal y a los jóvenes imberbes que habían adelantado el sofá del comedor para ver por la televisión como su equipo su podía ganar el primer título en sus cortas vidas, aunque sus madres les avisaran por enésima vez que se echaran para atrás. Y con un par de ataques sucesivos, los rojiblancos intentaban reponerse del mazazo que es recibir primero en una final e incordiar la férrea defensa ‘che’, donde se notaba la veteranía de sus jugadores.  

A falta de diez minutos para el descanso, Milla se la pasó a Farinós con el pecho en el centro del campo, poniéndosela de cara al canterano de la terreta, que lanzó una contra letal y con celeridad. El objetivo era que le llegase a Ilie. Como si se tratase de Indiana Jones haciendo virguerías para escapar de la bola gigante de piedra, Mendieta hizo brujería para controlar con el pecho el centro del rumano, acomodársela con el muslo, lanzar un sombrero a dos defensores y golpearla con la izquierda antes de que el balón tocase el césped. De este modo, el vasco enterró bajo dos metros del suelo las esperanzas del Atlético de llevarse el trofeo. Algo que si hiciera un tipo de barrio entraría en un manicomio con un papel sellado donde pusiese ‘loco’. Puso la contienda cuesta abajo para el Valencia y cuesta arriba para el Atlético. “El gol de Mendieta fue una obra de arte que culminaba una campaña extraordinaria de Gaizka”, explica Nacho Cotino, periodista que cubrió la final en la cadena COPE y valencianista de corazón.

 

“El gol de Mendieta fue una obra de arte”

 

Se llegó al tiempo de asueto con dos arriba para la entidad nacida a orillas del mar Mediterráneo. Antić sabía que si quería que el escenario cambiase tenía que hacer modificaciones. Ya estaba perdiendo y no iba a ir a peor. Por eso, hizo que entrase Solari al campo por Lardín. El asunto continuó igual, no se movió ni un ápice y con la sensación de que en cualquier contra el Valencia podía dar la estocada definitiva.

Sin grandes emociones ni sobresaltos, trascurrieron los minutos de la segunda parte hasta que una falta lateral botada por el canario Valerón llegaba mansamente a las manos de Cañizares, que tan solo salía un poco de su portería para hacerse con el balón. Tras hacerse con él, el portero valencianista lo catapultaba hacia el arco rival en lo que se asemejaba a una misión suicida. Sin embargo, alguien pasaba por allí. El Piojo, que fue el máximo goleador de aquella Copa del Rey, incansable, recogió el envío, pasó zumbando por al lado de Molina, que había salido a la desesperada y nada podía hacer yendo detrás del delantero, y marcó a puerta vacía. Energía liberada la que mostraba el argentino celebrando aquel tanto. Mientras corría por la pista de atletismo de La Cartuja se le dilucidaba en la cara la emoción, el sacrificio y todo lo que se alojaba en su sien.

 

“Todo el mundo habla del gol de Mendieta, pero yo me quedaría con el tercer gol, con el Piojo corriendo como un poseso hacia la portería y medio Atleti persiguiéndolo”

 

Afirmando que “aquella final fue mágica” y que “es muy difícil quedarse con algo, porque el Valencia pasó por encima del Atlético”, Gisbert comenta: “Todo el mundo habla del gol de Mendieta, que fue excepcional, pero yo me quedaría con el tercer gol, con el Piojo corriendo como un poseso hacia la portería y medio Atleti persiguiéndolo. Particularmente Molina. Parecían Correcaminos y el Coyote. Aquel gol además sirvió para confirmar el triunfo”.

Y mientras tanto, Cotino tiene sus propias reminiscencias sobre el choque: “Lo recuerdo con un cariño especial porque aquella final era el mejor premio a un equipo que venía trabajando muy bien desde la llegada de Claudio Ranieri y un premio extraordinario para una afición que llevaba demasiados años sin ver un título”.

Los últimos diez minutos fueron una algarabía donde solo se escuchaban canticos de la muchedumbre blanquinegra. Sonó el pitido final y acaeció lo propio en estas ocasiones: éxtasis, emoción, electricidad, felicidad, éxito, efervescencia, abrazos y júbilo por parte del Valencia, que volvía a ganar el título copero después de que lo consiguiese dos décadas atrás. Y berreos con la canción El Probe Miguel, que, de tanto sonar, se convirtió en un himno para el valencianismo de aquella generación.

“Una sensación de alivio. Yo había estado 20 años antes en el Calderón, con la Copa que ganó Kempes, y recordaba lo difícil que era ganar un título y cómo el Valencia siempre se quedaba a las puertas de él”, recuerda Gisbert, que añade: “Para mí no tuvo el significado, por ejemplo, que tuvieron la Liga del 71, la Copa del 79 o la Recopa del 80, pero para muchos de mis amigos, que pertenecen a la generación que creció con el descenso a segunda y los años oscuros del Valencia, aquella copa significó mucho. No solo por el triunfo, sino por cómo la ganamos. El Valencia, en aquel final de temporada, era un equipo invencible”.

 

“Se me quedó grabado el momento en el que Ranieri se fue a buscar al Piojo López, se abrazaron, lloraron y el entrenador no paraba de gritarle: ‘Te lo dije, Claudio, te lo dije…'”

 

“Hay muchos momentos inolvidables pero, personalmente, se me quedó grabado el momento en el que Ranieri se fue a buscar al Piojo López, se abrazaron, lloraron y el entrenador no paraba de gritarle: ‘Te lo dije, Claudio, te lo dije…’. Yo tuve el privilegio de estar junto a ellos en ese instante y recogerlo con el micrófono de la COPE, narra Cotino, que cuenta que una vez acabó la retransmisión de lo que acontecía sobre el terreno de juego se refugió en un pasillo que conducía a los vestuarios y lloró de felicidad.

Asimismo, martirio, decepción, penas, cambio en el itinerario al no ganar, almas rotas en la afición rojiblanca. La suerte no les lamió el corazón a los colchoneros esa noche. De casi nada les valía el consuelo de estar clasificados para la UEFA del siguiente curso, debido a que los ‘Che’ habían quedado cuartos en la Liga y disputarían la Champions League.

Ranieri se marchó del Valencia, dejando un gran equipo tallado y que posteriormente viviría sus mejores años. Y se fue, precisamente, al Atlético de Madrid. Para todo el valencianismo, esa noche fue muy larga. La llevaban esperando demasiado tiempo. Las estrellas lo vieron todo y, aunque no digan palabras, les tiembla la garganta.