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La confesión de Rovirola, exjugador del Girona: “Para mí, el fútbol era dolor”

"Sabía que entraría al quirófano como futbolista y saldría como exfutbolista", dice el ex del Girona, Fuenlabrada, Albacete, Atlético Baleares y la Cultural

“Ahora ya soy un jubilado”, ríe Marc Rovirola (1992). Relata su historia sentado en el campo de fútbol de Cornellà del Terri, un pueblo de 2.000 habitantes que descansa a media hora de Girona. Desde el campo se ve la escuela, justo al lado: creció en esa manzana. “Cuando empezamos primero de primaria nos apuntamos al fútbol todos los niños de la clase. Éramos siete. David, Carles, Isma, Sergi, Àlex, Franki y yo”, prosigue. También recuerda que su primer técnico fue un tal Albert Costa, “el carnicero del pueblo”. Y que su padre entrenaba un equipo femenino en el club. “Los viernes venía aquí con él. Yo era un chaval, pero le ayudaba un poco y cuando acababa el entreno nos duchábamos e íbamos al bar Sport, aquí en el polígono, a comer un plato combinado. Yo esperaba los viernes para ir a cenar con mi padre. Siempre pedía patatas fritas, lomo con queso, huevos fritos y croquetas. Era una bomba”, dice también sonriendo.

En esos días calzaba las Total 90 rojas y grises e idolatraba a Pavel Nedved: recuerda mirar fotos suyas e imprimirlas y mirar vídeos suyos e imitarlo en el campo o en el patio. En el campo, pantalones cortos y rodillas peladas, pintadas de amarillo Betadine, y en el patio, pantalones largos con rodilleras. “Era fútbol, fútbol y fútbol”, apunta. Después de iniciar su vida futbolística en el club del pueblo, pasó al Banyoles y al Girona.

Rovirola creció con la generación de David Juncà, Pere Pons y Sebas Coris, un año más jóvenes. Juncà debutó con el primer equipo en el 2011, Pons en el 2012 y Coris en el 2013, mientras él se desvivía por el bautizo: “Sentía cierta envidia por los demás. Ahora incluso en Segunda RFEF tienes tu nombre en la camiseta, pero antes tener una camiseta era tu sueño. Y debutar ya suponía tener tres. O cuatro. Era frustrante, porque la oportunidad no llegaba nunca”. Ya casi había perdido la ilusión: en verano del 2014 había intentado dejar el club para empezar su camino en una categoría inferior.

Finalmente, la oportunidad llegó el 4 de abril del 2015, en una ajustada victoria ante el Valladolid en Montilivi con goles de Aday Benítez y Eloi Amagat (2-1): saltó al césped en el minuto 89 en sustitución de Àlex Granell y de la mano de Pablo Machín, con 22 años, seis meses y 23 días y con el dorsal ’44’: todavía guarda la camiseta enmarcada en casa.

 

“Un día no pude coger a mi hija del suelo. Me vino gateando e intenté levantarla, pero no pude. Jugar con dolores es una cosa, pero eso ya era muy heavy”

 

Con el Girona disputó seis partidos. El quinto fue contra el Lugo, ese día de “trágico final” para los de Montilivi: un gol del rival en el minuto 89 les birló el primer ascenso de su historia (2014-2015), para beneficio del Sporting de Gijón. Cuando llegó a casa se encerró en la habitación y se estiró en la cama, con los ojos cerrados, todavía húmedos. Aún vivía en casa de sus padres. “Fue un palo muy duro. Esa noche fue fatal, sin dormir. La cabeza estaba destruida”, dice. Había vivido el gol de Pablo Caballero en el verde. “Recuerdo mucho la jugada: yo tengo una marca y justo veo que Caballero rompe hacia el primer palo viniendo desde el punto de penalti. Tengo mi marca, pero veo que entra súper solo y mi acto reflejo es seguirle y pensar que si mi hombre queda solo ya vendrá otro. Intento atraparle y chocar con él, como puedo, pero el cabrón me saca dos cabezas y remata. Me sentía muy culpable viendo el vídeo. Me lo miraba y lo paraba justo en el momento y lo cortaba. Y veía que realmente estaba con mi jugador, pero me sentía culpable”, admite. Hoy le hace feliz ver al Girona en Primera División.

“A nosotros nos daban dos duros y ahora los chicos del filial deben vivir de esto, supongo. Siento como una envidia sana, porque en nuestros años casi era ir a regatear 50 euros para la gasolina. No podías catalogarlo como sueldos porque quizá eran 300 euros. Y como era con contrato te llegaban 200. Era una inversión, pagar para jugar al fútbol casi. Ahora es una suerte tener esta estructura. Me alegro mucho”, argumenta Rovirola. Después de jugar en el Girona, disputó 135 partidos en Segunda B y diez más en Primera RFEF entre el Fuenlabrada, el Albacete, el Atlético Baleares y la Cultural Leonesa. Consiguió un ascenso a Segunda con el Albacete (2017) y ganó dos ligas en Segunda B con el Atlético Baleares (2019 y 2020), pero ya no logró volver a jugar en la categoría de plata. “Esta es la espina que tengo: no haber podido hacer un año con continuidad en Segunda, con nombre y dorsal. Siempre he estado ahí, a un pasito. Pero por contra, tengo la suerte de haber vivido mil momentos. He tenido mucha suerte”, asegura.

Devolviendo los ojos al presente, dice que ha sido “duro” escribir hoy dejo de ser jugador de fútbol, aunque ya lo tenía aceptado. “En febrero me pusieron una prótesis total de cadera y ya me dijeron que era totalmente incompatible con jugar. Me tuve que mentalizar para la operación. Pero por preparado que estés y por asumido que lo tengas, no es fácil. Tenía ganas de entrar al quirófano, pero era heavy porque sabía que entraría en esa habitación como futbolista y que saldría de ella como exfutbolista”, añade. Durante meses saltó de un especialista a otro, pasando por Barcelona, Madrid, Santander y Valladolid. Buscaba un médico que le diera una pizca de esperanza. Pero no lo encontró. “Me decían que no entendían como yo podía jugar con la cadera así. Cuando me abrieron me dijeron que tenía una cadera de una persona de 55 o 60 años”, explica.

 

“Me decían que no entendían cómo podía jugar con la cadera así. Cuando me abrieron me dijeron que tenía una cadera de una persona de 55 o 60 años”

 

Antes ya lo había pasado mal: “Siempre he arrastrado problemas físicos. Siempre ha sido un lastre. Para mí, el fútbol era dolor. Eran muchas infiltraciones, medicamentos y sufrimiento. Estar pendiente de si mañana me despierto mejor o de no olvidarme la pastilla de la mañana para no tener dolor en el entreno, ni el relajarte muscular por las noches. Todo lo que te metes en el cuerpo, infiltraciones y demás, quizás a la larga te pasa factura, porque al final es como un parche y tú eres un objeto, pero yo ponía por delante de todo esto mi felicidad, que era jugar al fútbol”. “No era consciente de ello, porque ya lo había interiorizado, pero para mí el fútbol era dolor”, admite.

Se engañaba para no asumir la realidad: algunas mañanas, para poder entrenar, se había encerrado de escondidas en una cuarto de la ciudad deportiva con un fisio de confianza para que le calzara y le atara las botas, porque él no podía. “Un día no pude coger a mi hija del suelo. Me vino gateando e intenté levantarla, pero no pude. Ella no tenía ni un año. Yo tenía 29 recién hechos. Me pasó más de un día, en casa y en el parque. No me podía atar los zapatos ni podía subir al coche. Jugar con dolores es una cosa, pero eso ya era muy heavy”, asegura el ya exfutbolista. Y reconoce que conoce bien las cinco etapas del duelo: la negación, la ira, la negociación, la depresión y, finalmente, la aceptación.

Echa de menos el fútbol, pero habla feliz, como liberado. “Ahora casi puedo hacer la voltereta y atarme los zapatos”, ríe.


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Fotografías de Arnau Segura.