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Jesse Owens descansa en uno de los apartamentos de la Villa Olímpica de Berlín. Los Juegos de 1936 ya se han inaugurado, y el norteamericano, que comparte estancia con otro atleta, encoge las piernas para acomodarse como puede en una cama demasiado pequeña. Cuando salga ahí fuera, a ese imponente estadio olímpico que de lejos evoca clasicismo pero que en sus surcos tiene la expresión del horror, ganará el oro en 100 y 200 metros, en los relevos de 100 y en longitud. El relato es bien sabido: vencerá en las narices de un Hitler humillado y escondido ante la evidencia de que no había tal cosa como la superioridad aria.
Pero en aquella realidad envenenada, ya no contaban las victorias morales. Owens ganó porque era mejor. Así de simple y claro en un mundo que ya era complejo y turbio. Y mientras subía al podio con una corona de laurel, la máquina del terror se expandía imparable, como un virus, como un ejército invasor. Hitler no perderá del todo hasta nueve años después, cuando, de nuevo escondido y humillado, ya no salga de su agujero. Nueve años más. No hay infiernos cortos.
Todas las grandes ciudades tienen una historia. Berlín, en cambio, ha sido la Historia
Todas las grandes ciudades tienen una historia. Berlín, en cambio, ha sido la Historia. Aquella Olimpiada fue un capítulo mucho menor comparado con lo que ya estaban viendo y lo que verían los ojos berlineses. La capital utilizada, martirizada, partida y renacida. Berlín son las ruinas de esa Villa Olímpica en la que reposaba Owens, hoy abandonada y tétrica. Berlín somos los que la visitamos sin pisarla, porque es parte de nuestra educación y memoria.
Pero Berlín son los berlineses; su presente y su futuro son suyos. De los que han hecho de ella una urbe hoy viva y multicultural. La misma ciudad que durante décadas vivió de símbolos, que los regó y sobre ellos floreció. La ciudad que bebió de detalles como una vieja prueba de atletismo. Como el amor de una familia separada. Como la pasión por un club de fútbol. Porque 40 km de muro evitaron abrazos, pero no que se oyera alto y claro cuando, al otro lado, alguien gritaba gol.
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