PUBLICIDAD

FC Darna: Una casa con las puertas abiertas

Conocemos desde dentro al equipo de fútbol de Barcelona en el que la pelota es el camino para la integración de jóvenes migrantes desde 2019

Los jugadores del FC Darna
Los jugadores del FC Darna después de ganar un partido

Era un día raro en Barcelona. Había nevado. Algo poco habitual, y más a finales de febrero. Cuando parecía que el frío ya había abandonado la ciudad condal, una brisa gélida del Atlántico peinó la península para dejar una capa de oro blanco en las montañas de Collserola. Era lunes y muchos jugadores de fútbol tenían el día libre, pero no en el Darna, donde el hecho de no tener campo les obliga a quedarse con los horarios y los días que nadie quiere. A las 19 h recibí un WhatsApp:

-¡Buenas! No hay entrenamiento, lo hemos suspendido por falta de gente.
-Vale, con este tiempo… ¡Nos vemos el miércoles! -le contesté.

El frío había podido con los jugadores. El horario intempestivo, sobre todo en invierno, tampoco ayudaba. Tendría que esperar un par de días para conocer al equipo. Era Sergi Llamas quien me había escrito. Licenciado en Periodismo, bibliotecario de la Universitat Autònoma de Barcelona y entrenador de un equipo de Cuarta Catalana. El FC Darna -‘nuestra casa’, en árabe- es un club distinto al resto.

“Inicialmente éramos una asociación, ahora somos un club”, explica Ángela Pérez-Chuecos, la alma mater del proyecto. El Darna fue fundado por personas originarias de Marruecos con la voluntad de trabajar para la acogida, la integración y la inclusión. Todo surgió en una conversación informal. Cuando Ángela le preguntó a esos chicos si les gustaría practicar algún deporte, la respuesta no fue nada sorprendente: “Fútbol, fútbol, fútbol. Es de las pocas palabras que saben pronunciar cuando llegan aquí”, explica la capitana de este proyecto. Primero se iniciaron en las ligas del Consell Escolar, pues era diciembre de 2017 y las competiciones federadas ya habían comenzado. Al año siguiente se unieron al Can Clota-La Plana-Can Cervera FC, un club modesto de Esplugues de Llobregat, en la periferia barcelonesa, que formó un equipo amateur para que el Darna jugara a fútbol-11. “Estuvo muy bien, porque aprendimos, pero había inconvenientes: estaba muy lejos y las dinámicas de funcionamiento de un club a veces no te permiten trabajar en una vertiente más social, que era lo que buscábamos”, aclara Ángela.

Al año siguiente buscaron nueva sede, pero, aunque había entidades que aceptaban el proyecto, fue imposible debido a la falta de disponibilidad de sus instalaciones, que solo se quedan vacías por la noche. En junio de 2019 se vieron en la tesitura de tener la plantilla hecha pero no saber dónde iban a disputar los partidos. En agosto saltaron al vacío. Fundaron un nuevo club. Tras mucha insistencia, charlas y una presión digna del Liverpool de Klopp, consiguieron un hueco en el campo de La Barceloneta. De ahí hasta la actualidad, ha sido su casa. O como ellos dirían, su Darna.

Habían pasado dos días desde que nevó. El frío se mantenía. Abrí el WhatsApp. Misma hora y mismo modus operandi que el lunes. Pasaban ocho minutos de la hora de quedada cuando apareció un Golf gris ceniza. Paró, puso los intermitentes y me subí sin pensarlo. Me recibió con su típico “buenas” con un tono alegre. Sería un saludo adecuado para dos personas que se acaban de conocer, no para dos amigos que compartieron vestuario durante cinco o seis temporadas en el club del barrio. Yo me extendí un poco más:

-¡Qué pasa, tío! ¿Cómo estás? -le dije, mientras apartaba dos botellas de plástico vacías que había sobre las alfombrillas sucias del coche.

Sin darme cuenta, estaba pisando lo que eran las cantimploras para beber agua de los jugadores. Lo entendí cuando eché la vista hacia los asientos traseros. El coche actúa como almacén del club. Petos grises y naranjas, conos de múltiples tonalidades, ropa de todo tipo, espinilleras, mini vallas  fosforescentes, botellas de plástico… La oscuridad y el caos no me dejaban distinguir nada más.

Al bajar del coche, la brisa marina me invadió. El olor a mar se mezclaba con el graznido de las gaviotas que revoloteaban por el cielo en una noche tranquila. Entramos al recinto y mi primera parada fue el baño. Uno de esos pequeños, donde la estrechez te obliga a entrar de frente y salir de espaldas si no quieres tocar las paredes húmedas al darte la vuelta. Del suelo y la taza del váter, inexistente, mejor no decir nada.

Llegué al vestuario acompañado de Sergi, al que el tiempo parecía no haber cambiado. Polar azul turquesa, vaqueros anchos y zapatillas azul marino lisas con los cordones sin atar. Es su toque característico. Como la ceja de Ancelotti.  

El entreno comenzó a las 21:30 h en un pequeño rincón de las instalaciones. El lugar tenía forma de rectángulo (aunque no era simétrico, una parte era más estrecha que la otra). Había césped, una portería sin red de fútbol sala y muros de ladrillos en un lateral y en el fondo. El otro lateral lo limitaba el hormigón pintado de blanco y rojo que sostenía las gradas. Y la entrada era una puerta metálica con barrotes que recordaba al patio de una cárcel o a un campo en una favela brasileña. Había poca luz, y era un lugar idóneo para echar un partido típico de parque. Por eso había un candado en la puerta.

Antes de comenzar con el entrenamiento físico, cada uno de los chavales cogió una pelota y comenzó a hacer toques. Uno de ellos, mientras yo intentaba entablar conversación, me dijo: “Toma”, seguido de un gesto de pase con el interior de su pie derecho que luego rectificó con el exterior. Esa fue su forma de darme la bienvenida. El balón se le escapó y la broma no le salió bien. Le dije que le faltaba práctica mientras me reía. Entonces vi que se dirigió a una de las esquinas, se agachó y pausó el vídeo que grababa con el móvil. Estaba haciendo un Tik Tok con su colega y me habían utilizado de anzuelo. Yo era el niño que intenta cogerle un helado al tendero turco.

El reloj marcaba las 22 h. El terreno de juego ya estaba libre, pero tendríamos que compartirlo con otro grupo que alquilaba la mitad del campo para jugar a fútbol-7. El césped, nuevo, exquisito. El agua de la fuente, asquerosa, sabe a cal. Las líneas blancas del fútbol-11 se mezclaban con las amarillas del 7, y además se sumaban otras azules que no seguían los cánones habituales. Mi gran afición a la NFL me hizo reparar en que eran líneas de fútbol americano. Las palmeras que rodeaban el campo le daban un aire tropical.

Cuando ya llevábamos unos minutos entrenando, se me acercó Sergi para preguntarme cómo veía al equipo. Me contó que su mejor jugador se había marchado el año pasado. Pero no se había ido, lo echaron. La federación lo sancionó con dos partidos después de llamar “hijo de puta” a un colegiado y el club le impuso un partido más. Él amenazó con que, si eso sucedía, no le volverían a ver. Y así fue. El Darna es un club con valores donde no prima lo deportivo. “Ver cómo dejan de vivir a las afueras para mudarse a Barcelona es lo bonito, cómo evolucionan en su día a día…”, dice orgulloso, mientras observa cómo el ejercicio no se ejecutaba bien. De repente, dejándome con la palabra en la boca, se va directo a echarles bronca a los jugadores.

Durante el entreno, Sergi me iba contando cosas sobre el equipo y el futuro. En sus inicios eran once jugadores justos; ahora, en los veranos llegan a tener hasta 40 pruebas. Es por ello que uno de los objetivos de Ángela a largo plazo es crear un filial del Darna. ¡Qué bien suena esa palabra! Antes eran ellos el segundo o incluso el tercer equipo. “La opción de expandirnos al resto de España no la contemplamos mucho, pero lo que sí nos gustaría es tener los medios económicos para crear un segundo equipo. A mí se me rompe el corazón cuando le digo a una persona que no puede”, reconoce Ángela con tristeza.

El entreno continuaba y Sergi seguía con sus explicaciones. Pasó de contarme la historia de un joven que no había podido venir a entrenar porque vive en el Montseny y, si ningún tutor le lleva en coche a la estación de tren, no puede presentarse, a chillar a grito pelado para que los chicos dejasen de dar toques entre ejercicio y ejercicio. Y es que yo tenía una cosa clara: como se me escapase el balón, no iba a volver a tenerlo. Se iba a quedar enganchado a las botas de cualquiera. 

Llegamos al final del entreno con el partido. Imprescindible. El mejor momento para ellos. De vuelta al vestuario reparé en algunas de sus costumbres. Se duchaban con la ropa interior, escuchando música árabe desde el móvil, que apoyaban en la sucia pila del baño. Les pregunté por ello y me miraron asombrados, como diciendo: ‘¿Y por qué no lo íbamos a hacer?’. Un simple hábito. Igual que el de no usar chanclas, algo poco recomendable en suelos de este tipo. En la esquina, apartada, mojada y pisoteada, una colilla de algún rebelde que veía conveniente fumar mientras se aseaba.

Sergi también reclama más atención. Siente que están solos en cuanto a lo mediático y que a pesar de que cuando cuenta el proyecto, a todo el mundo le parece fenomenal, pero no pasa de ahí. Una simple opinión. “Lo que no puede ser es que vayas a Madrid, te reciba la Secretaría de Estado para el Deporte y te digan que es un proyectazo, pero luego no hagan nada” , concluye, antes de dejarme de vuelta en la estación de bus donde me recogió. Le di las gracias y le dije que intentaría pasarme el domingo por su partido, a ver si les traía suerte. No la necesitaron. 1-2 y el árbitro decidió anular un gol por una falta inexistente al portero en el último minuto. Bueno, portero, por decir algo, porque el Darna se presentó con once futbolistas y sin su meta titular, Manel Llamas. ¿Les suena el apellido? Correcto, es el hermano pequeño de Sergi.

Me bajé del coche, una bofetada de aire helado me devolvió a la realidad, y Sergi, con la educación que le caracteriza, se despidió con un “gracias por venir”. Como si el favor se lo estuviese haciendo yo a él.

Era domingo, hacía una semana y media que había entrenado con el FC Darna. Abrí la web de la federación para ver cuál era el partido que iba a ver. Era la rutina de siempre. No había nada interesante cerca. Ni Tercera División, ni División de Honor, Nacional o Preferente Juvenil. Tocaba bajar al barro y comencé a buscar desde Segunda Catalana hacia abajo. Cuando ya lo daba todo por perdido, en el grupo 16 de Cuarta Catalana, vi que quedaba un encuentro por jugarse: FC Darna-Guineueta ‘C’. Cogí la cámara, las llaves de la moto, el casco y me acerqué. El frío hacía ya unos días que se había ido, y parecía que estuviésemos a finales de mayo. No había quien lo entendiera. Aparqué en la puerta y me encontré con Salim:

-Al final has venido, eh -me saludó, regalándome una sonrisa de bienvenida.

En el vestuario estaban casi todos. Abel, una de las voces de Sergi en el campo, estaba colocando las fichas. Pero el entrenador no estaba. Había pinchado una rueda del coche. A nadie le importó. Cada uno seguía a lo suyo. Quedaba menos de una hora y no llegaba.

El equipo ya estaba al completo, el último en llegar había sido Zakaria, que dio la mano a todos sus compañeros menos a Hamza. Tienen un saludo especial. Es el gesto habitual de darse dos besos pero chocando la sien derecha con la izquierda y luego a la inversa. Hamza se llevó las manos a esa zona del cráneo y le miró con cara de que se había pasado de efusividad.

Ya en el calentamiento, junto a mí había un joven marroquí que también estaba siguiendo los ejercicios. Llevaba muletas y una escayola en el pie. Le pregunté para cuánto tenía, y su respuesta me llamó la atención. “27 días de baja”, me contestó, mientras cogía un mechero del suelo que no funcionaba e intentaba repararlo sacando la piedra y metiéndola del revés. Quizás fuera porque necesitaba volver al trabajo cuanto antes. Es árbitro de vóley. No tenía ni idea de las normas de ese deporte cuando llegó a España, pero era de las únicas opciones que le quedaban.

Instantes antes de comenzar, pasaron revisión. Un rival se paró a hablar con dos jugadores del Darna, que, aunque no lo conocían, sonrieron mientras comentaban algo en un idioma imposible de entender para mí. Uno era Tomoya Maeno, la batuta del equipo en el centro del campo. Pequeño pero contundente, y muy técnico. Algo similar a Gavi pero con el pelo liso, más largo y sin la lengua abultando la mejilla.

Comenzó el partido y, en el minuto 34, ya ganaban por 2-0. Dos goles de falta. El primero, una cantada del portero; el segundo, un golazo de Hatim desde la frontal. Al descanso, Sergi mandó a calentar a Ata y me quedé con él para ayudarle. Ata tiene una de esas historias que impactan. Vivía en Girona, pero la falta de salidas laborales le hizo bajar hasta Barcelona. Dormía en un coche que le dejaba un amigo. Con suerte, algunas noches tenía casa, pero eran días contados. Luego, durante la jornada, daba vueltas por la ciudad. “Era muy impactante, porque yo le llevaba de vuelta y lo dejaba en el coche”, me había contado el míster unos días atrás en el entreno. Pero para él tampoco era tan diferente. “Al final, por eso somos hombres, hemos dejado el país por algo”, comenta orgulloso. Ahora todo ha cambiado. Ya tiene vivienda, trabaja de lampista y también es árbitro de vóley desde hace cuatro años. Vive en el Raval, uno de los barrios con más problemáticas de Barcelona: “Si vas a la tuya, nadie te dice nada. Aunque a veces te salpica algo”. Segundo dan de taekwondo, le sobra para defenderse, aunque rehuye la pelea. Pero si le tocas los cojones le encuentras, expone. Salían ya los jugadores y le dije que corriera un poco, porque el calentamiento se lo había pasado dando toques.

Comenzó la segunda parte y los chicos metieron dos más: 4-0. El choque estaba sentenciado. Pero los últimos minutos de pájara hicieron que encajaran un gol de penalti, cometido por el portero, que minutos antes se estaba quejando de que el equipo no bajaba a defender. 4-1, tres puntos y segunda victoria consecutiva, pero no veía alegría en sus rostros. Llegué al vestuario y la bronca del entrenador fue monumental por esos últimos diez minutos. Uno le rechistó diciendo que iban 4-0 y que si hubiesen ido ganando de uno no hubiese sucedido lo mismo. Al final, la manera de reconciliarse fue la foto de equipo que daba fe de la victoria. Yo me despedí, aunque no de manera definitiva. Algo me decía que iba a volver a verlos. Me había hecho un poco del Darna.

Así es este equipo, tan diferente al resto, que funciona con subvenciones del Gobierno catalán y de entidades como La Caixa; donde un coche es el almacén, las cuotas no existen y debes lavarte tu propia ropa; donde el fútbol es secundario y los valores son lo primordial. Un club que, si tiene que echar al mejor de la plantilla por mal comportamiento, lo hace. Donde se comparten hasta las medias porque a veces no hay las suficientes. Donde los jugadores forman parte de la junta directiva porque no existen distinciones. Un sitio en el que la integración es el motor. En el que tiene el mismo peso el técnico, la fundadora, los que han estado desde los inicios o alguien como Tomoya, que vino por primera vez a España para jugar el MIC y se ha quedado porque quiere ser entrenador. Salí satisfecho del campo, pero todavía me esperaba una última sorpresa:

-¡Joder! ¡Las putas palomas se han vuelto a cagar encima de mi moto! -grité, mirando arriba, viendo cómo se regodeaban entre ellas.

 

 


SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA


Fotografías de Rubén Torres.