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Etrusco, el único rey de los juguetes

Y allí estabas otra vez con el de siempre, aquel Etrusco tan picado de gravilla que apenas se leía la palabra que llevaba tatuada entre las cabezas de león

Un niño que juega es un niño que aprende y jugando aprendí que si le quitabas el peluquín a un Playmobil, veías dentro de su cabeza.

La última vez que jugué con ellos, en la tele echaban el Mundial de EEUU y todos andábamos contagiados de las fiebres veraniegas de fútbol. Tenía doce años y aquel fue el primer Mundial que me tragué entero, y el último para los Playmobil. Los separé por colores para convertirlos en futbolistas. A los amarillos, los convocó Parreira con Brasil. Los blancos, a falta de Inglaterra, jugaron para la Alemania de Vogts. Los rojos con la España de Clemente, y los azules con la azzurra de Sacchi. Con un rotulador negro les estampé los números en la espalda. A los españoles, los tuneé con perillas y barbas para darles más realismo. Utilicé una canica de pez como Questra, y un puñado de pinzas para levantar un majestuoso estadio. Terminado el Mundial, los enterré para siempre en la caja de Ariel que mi madre apañó como cofre de mis tesoros.

El blanco inmaculado de la infancia, tras el codazo de Tassoti, se tiñó de rojo y de hijos de puta. Suerte que ya teníamos el vicio para olvidar la maldición de cuartos. Fuimos de las primeras generaciones que pudo jugar al fútbol a todas horas: a la luz del sol, o de una triste farola, mientras nos llagábamos las rodillas en la calle, y las tardes de castigo, bastaba con encender la consola para seguir soñando que pasábamos cuartos.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que no existían los futbolistas de consola. Lo más parecido eran los vuelos de Oliver Atom con el balón perfectamente controlado, para regatear las hordas de defensas que le entraban con los tacos por delante. ¿Y el avance imparable de Mark Lenders a codazos contra todos los rivales que se cruzaban en su camino, rollo Atila rey de los Hunos? O las increíbles palomitas de Benji Price, capaz de atajar disparos tan potentes que ahuevaban el balón, con la mítica gorra roja del W. Genzo en la visera. También de consola eran los rocambolescos saltos, de palo a palo, de Ed Warner. ¿Para qué tirarte directamente a por la bola si puedes recorrerte toda la portería en un vuelo?

 

¿Qué hubiera sido de ti sin él? ¿Recuerdas qué sentías cuando se colgaba? ¿Y cuándo aquel paquete al que nunca debiste dejar jugar lo lanzó a la carretera? Decenas de balones se dejaron la vida en el barrio

 

Aquellos fueron nuestros primeros efectos especiales: chilenas a cinco metros del suelo, voleas imposibles, palomitas increíbles. El Tiro Combinado lo intentaste infinidad de veces con tus colegas. La que más decentemente salió, casi reventáis el cristal del bar del barrio. El temido Tiro del Águila, en tus roñosas playeras, se convertía en un gorrión que, en vez de surcar el cielo y caer de repente sobre la portería, aleteaba asustado para terminar mansamente en las manos del portero. El del Tigre, cuando imitabas la incomodísima postura de Lenders para el chute, apenas maullaba tras salir de tu puntera. Y, por supuesto, la Catapulta Infernal de los gemelos Derrick. Imitaste a Jason y James hasta que la sangre de las rodillas te manchó la goma de los calcetines, pero aquello era harina de otro costal: para tratar de defenderla, Ted Carter y Paul Diamond se vieron obligados a encaramarse al larguero de su portería.

Todavía entrabas en la sala de juegos como si cometieras pecado mortal. Allí se fumaba, se obligaba a los perdedores a pasar por debajo del futbolín y algunas parejas mataban las tardes cambiando babas y caricias en los bancos del fondo. Eras demasiado bajito para agarrar los mandos de la máquina y viciarte en condiciones al Kick Off. Y demasiado pequeño para que tus padres te asignaran una paga tan suculenta que diese para la dosis de golosinas y de vicio. Nada de eso impedía que, las tardes sin balón, te pegases al cristal de la máquina y metieses codo para que nadie te quitase el sitio en tu palco virtual.

Aquellos futbolistas, vistos desde el aire, apenas esbozaban el cuerpo por debajo de la cabeza. Asomaban las piernas para patear el balón, que ya no rodaba cosido a la bota. Las jugadas se trenzaban aporreando con saña los botones, verde-verde-rojo, y estrangulando el mando, arriba-abajo-adelante-atrás. El juego era rudimentario, pero el verde radioactivo que fosforecía al otro lado del cristal te hipnotizaba como solo lo hacía el blanco inmaculado de unas bragas, y por supuesto, del cuero impoluto de un balón a estrenar.

Creciste mientras se apagaba el tintineo metálico de los futbolines. El fútbol virtual te permitía jugar solo, y ya intuías que de eso trataría la vida en el nuevo siglo. Nunca olvidarías cómo sonaron los primeros cinco duros en el estómago de la máquina. Ni cómo te bombeaba la patata cuando empezaste a jugar tu primer partido virtual. En realidad, te jugabas más que cinco duros: aquella moneda plateada, con el jamón en una cara y el careto del Rey en la otra, tenía un valor incalculable y solo te dabas cuenta tras la odiosa cuenta atrás que precedía al ineludible Game Over.

 

El Etrusco se retiró de la batalla con todos los honores. Aguantó golpes contra la pared. Mordiscos de gravilla. Pisotones. Manotazos, codazos, rodillazos y todas las jodidas palabras que acababan en azo

 

Rey único

Los juegos de fútbol crecían y se multiplicaban mucho más rápido que los cuatro pelillos bajo tus enclenques patillas. Si hubieras hecho caso a tu madre, metiendo en una cartilla lo que echabas en la máquina, te hubieras ahorrado muchos problemas. Pero tú no habías nacido hormiga. Fan de la cigarra, veías con cuánto entusiasmo celebraban los goles los futbolistas virtuales del Super Side Kicks, y de pie ante aquellos gráficos increíbles, los cinco duros te quemaban en el bolsillo.

Suerte que algunos colegas tenían ordenador y te dejaban echar un vicio al PC Fútbol. Otros se hicieron con la Super Nintendo, y jugaste por primera vez con cámara frontal al Super Soccer. Para la Mega Drive llegó el FIFA con aquella estrella que brillaba a los pies del jugador que conducía la bola, y la vista isométrica que lo cambió todo. Poco después haría lo propio el International Superstar Soccer Deluxe, semilla del Pro, con una jugabilidad nunca antes vista. Por el barrio, pululaban la Game Boy y la Game Gear y en aquellas maquinitas jugamos nuestras primeras finales. En lo que duraba la partida, rematabas como Zamorano con un toquecito al botón. La caña de Raúl siempre estaba preparada en la marejadilla del área pequeña: apretabas el botón, y gol. Centrabas al área con la precisión de Julen Guerrero, sin sudar la camiseta. Laudrup y Guardiola hacían pases medidos, fáciles de dibujar con los botones. Hasta podías pasar de cuartos con España.

Pero la ilusión que creaba el juego se fundía a la misma velocidad que las pilas. Se gastaba como el dinero y nunca volvía. Y allí estabas otra vez en el barrio, con el de siempre, aquel Etrusco tan picado de gravilla que apenas se leía la palabra que llevaba tatuada entre las cabezas de león: Único. Para qué más: si es precisa, una sola palabra puede contener toda una biografía. Nunca te había pedido dinero ni que le cambiases las pilas, y allí seguía, fiel como los buenos colegas. ¿Qué hubiera sido de ti sin él? ¿Recuerdas qué sentías cuando se colgaba? ¿Y cuándo aquel paquete al que nunca debiste dejar jugar lo lanzó a la carretera?

 

Te vio caer y levantarte. Te enseñó a regatear los problemas. Siempre volvió de aquella pared perfecta con el bordillo. Ningún otro balón, nunca, volvería a llenar el hueco que dejó entre tus playeras

 

Decenas de balones se dejaron la vida en el barrio. Un Adidas Inter murió de inanición, colgado en un polvoriento balcón deshabitado. Un Tango pasó a mejor vida perdido entre espesos matorrales de ortigas. Por mucho que lo buscaste, volviste a casa con las manos vacías y las espinillas salpicadas de ronchones. Un Mery Sport falleció atropellado aunque, en realidad, te alegraste: aquel horrible balón parecía zurcido con cuero sobrante. El Mikasa, en cambio, sobrevivió a más de uno porque los chinos habían creado un balón indestructible. Os había hecho hombres a ti y tus colegas, y podría hacer lo mismo con vuestros hijos. El Adidas Azteca se esfumó bajo un coche aparcado. Cuando te tumbaste para sacarlo, había desaparecido por arte de magia, quién sabe si la misma con la que Maradona había marcado el gol del siglo. El dueño del bar secuestró un Questra para que no le espantásemos la clientela. Y el Olympia lo confiscó el vecino que limpiaba los balonazos de la fachada sin saber que borraba los capítulos más apasionantes de la historia del barrio.

El Etrusco se retiró de la batalla con todos los honores. Aguantó golpes contra la pared. Mordiscos de gravilla. Pisotones. Manotazos, codazos, rodillazos y todas las jodidas palabras que acababan en azo. Solo dejó de prestar servicio tras entregar el último suspiro de su maltrecha cámara. Había gozado de una vida larga y plena y, despellejado, llegó a viejo. Te vio caer y levantarte. Te enseñó a regatear los problemas. Siempre volvió de aquella pared perfecta con el bordillo. Ningún otro balón, nunca, volvería a llenar el hueco que dejó entre tus playeras. Rey Único entre los balones, el único rey de los juguetes.