Hace unos meses, respondí a la enésima llamada comercial de Movistar, Orange o Vodafone preguntando qué podía hacer para que dejaran de llamar y de dinamitar siestas: cual era la fórmula más rápida. “Lo más fácil será que cojas lo que te ofrecemos”, respondió la voz, ofreciendo el camino más rápido hasta la tregua, la paz: rendirse y abrazar la solución más fácil. Algo así, aunque sin la brillantez e inocencia que esconde la respuesta del comercial, debió guiar a quien redactó la nueva guía de la consejería de Educación de la Generalitat de Catalunya que elimina la obligación de que los colegios tengan la típica pista de cemento, afirmando que son espacios que favorecen el machismo porque habitualmente e históricamente han sido y son un lugar restringido al fútbol y a los niños.
La propuesta equivale, básicamente, a poner puertas al campo, ignorando que la imaginación de los niños siempre trascenderá la estrechez de miras de los mayores: como si borrando las cuatro líneas de cal y pinchando el balón desapareciera el fútbol. Deben ser los mismos que no entienden que el fútbol va más allá del césped o la tierra por la que corra el balón. Si no hay pista, habrá fútbol igual: no habrá un partido, nacerá uno en cada esquina del patio. Si no hay porterías, habrá sudaderas o mochilas. Si no hay pelota, habrá piedras o tetrabriks. O papeles de plata doblados, cual balón. O ni eso: ¿cuántos partidos se juegan, de niños, chutando el aire y con los ojos entrecerrados? Recuerdo un día que en la plaza de mi pueblo un niño jugaba pateando el cartel de prohibido jugar a la pelota. “Si no había balón buscábamos naranjas duras. Había que buscar las más duras porque las blandas se rompían”, rememoraba Emmanuel Amunike en el #Panenka109.
Al final, bajo el discurso de la preocupación por los niños, estaría bien preguntarnos qué infancia les hemos dejado. Ayer les quitamos la plaza y mañana les quitaremos el patio, y la libertad que sentíamos corriendo tras el balón en el recreo. Al menos, hasta que cambiamos el colegio por el instituto. “Aquello era pura vida. Y fue así hasta el instituto, cuando alguno de nosotros decidió que ya éramos mayores para regresar del recreo (que ya tenía un nombre muy gráfico: descanso) sudados y felices, y que era mejor disfrazarse de tíos duros y recluirse en una esquina del patio, donde fumábamos a escondidas con gesto de vaqueros de película, y mientras tanto decíamos lo buena que estaba tal tía de nuestra clase, por dentro empezábamos a sospechar que eso de ir de adultos era una auténtica mierda”, enfatizaba Galder Reguera en Hijos del Fútbol. “El fútbol es una metáfora de la vida”, destacaba Ignacio Martínez de Pisón en el prólogo, tan maravilloso como el propio texto.
La nueva guía de la consejería de Educación de la Generalitat de Catalunya elimina la obligación de que los colegios tengan la típica pista de cemento, afirmando que son espacios que favorecen el machismo
La propuesta equivale, básicamente, a poner puertas al campo, ignorando que el fútbol es, quizás, uno de los mejores maestros de los que habitan entre las cuatro paredes del colegio. “Si la filosofía explica la vida, el deporte es como una vida en pequeño: porque están el amor y el odio, la debilidad y la fortaleza, la solidaridad y el egoísmo, la gloria y el infierno”, argumenta Orfeo Suárez en el prólogo de El deporte filosóficamente en serio, de José Luis Pérez Treviño. El problema no es el fútbol. El problema es que en lugar de aprovechar y explotar el infinito potencial del fútbol para socializar, para armonizar, para ayudar a crecer libres de prejuicios, para dinamitar barreras, solo lo utilizamos para mostrar lo peor de nosotros, nuestra peor cara: la que prefiere prohibir antes de remangarse y afrontar los problemas.
Claro que hay que repensar los patios, igual que hay que repensarlo todo, siempre, constantemente, como premisa clave e imprescindible hacia cualquier mejora. “El fútbol, con la mirada inocente del niño, mola porque une, aunque también es cierto que excluye a todos aquellos a los que no les gusta. En el patio siempre es como el tema y el elemento central, y todo lo que se escapa del fútbol no existe. Es una cosa que ayuda a la gente a integrarse a un grupo y a un lugar, pero también hay gente a la que la excluye y la aleja de la mayoría”, decían los Stay Homas en el #Panenka103, y es una idea que hay que tener en cuenta: en positivo, no en negativo. Al igual que en medio de este debate no debe cegarnos el hecho de que Alexia Putellas haya ganado el Balón de Oro: es una noticia excepcional, magnífica, imposible hace unos años, pero que Alexia Putellas haya ganado el Balón de Oro no quiere decir que ya hayamos llegado a El Dorado o a Ítaca, porque aún queda mucho camino.
Y en medio del camino, más corto que ayer, pero aún muy largo, matar al mensajero y no usar el poder del fútbol parece una estupidez, una temeridad, y más ahora, tras tantos kilómetros recorridos. Sorprende tanta miopía. Aun más, tanta ceguera. Si desterramos el balón del recreo y lo encerramos en un altillo, sin más, entonces favorecerá el machismo el baloncesto, el parchís, las canicas, las cartas. Porque lo que es machista no es el fútbol: es la sociedad, nosotros. El fútbol, al final, solo proyecta lo que somos: si no nos gusta lo que vemos podemos ir cambiando el espejo eternamente, pero nada va a cambiar.
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Fotografía de Imago.