Es uno de esos cumpleaños que se acaban haciendo bola. El restaurante es ideal para que las fotos queden impecables en redes sociales. Los decorados están bien cuidados, la comida te la presentan c0n suma delicadeza para no alterar la belleza que desprende el plato y los camareros observan satisfechos los rostros abrumados ante tal destreza. Pero el sabor va por otro lado. Mediocre y aceitoso, el manjar no lo pone fácil para ser digerido. Así que no hay más remedio que salir a tomar un poco el aire mientras en cocina siguen haciendo arte con los postres.
El restaurante, situado frente a un polideportivo, tiene vistas a la piscina municipal, al gimnasio y a la pista de fútbol sala. Una maravilla poética en la que mientras unos se hartan a calorías, los otros se empecinan en quemarlas de la forma que sea. Pero reflexionar a las tres y media del medio día no deja de ser una ardua tarea. Así que, con la sobrina emitiendo leves sollozos a causa del cansancio llega la hora del breve paseo en busca de su sueño. Y, sin embargo, la monótona calma de un sábado tarde se ve injustamente alterada por los berridos que provienen de la plaza previa al pabellón deportivo.
El balón corre endiablado a ras de suelo. Cambia de dueña cada dos por tres. “¡Que no caiga, que no caiga!”, se aventura a gritar una de estas. Y el esférico evita el suelo. Los controles no siempre son buenos y en ocasiones el balón amenaza con hacer volar los cristales por las estrellas cuando este impacta en los ventanales del polideportivo. Y se vienen las risas. Y se viene el jolgorio. Pero el juego se convierte en efímero, como todo lo que pasa por las manos, o en este caso los pies, de la preadolescencia. “Hacemos un rondo”. Y empieza la discusión sobre quién va al medio.
Por ley, e incluso no sería descartable añadirlo a documentos oficiales, le toca pringar a la última persona que ha hecho acto de presencia. En su caso, la última chiquilla en acabar de comer. Resignada, ocupa el eje. Y de nuevo el balón empieza a rodar. Y, a medida que fracasa en el intento de hacerse con el esférico, el jolgorio aumenta en su entorno a la par que la frustración en su ser. La roba. El balonazo de euforia también retumba en el cristal del pabellón y comienzan a recibir las primeras miradas de desaprobación.
En cada pase que dan, cada risa que desprenden y cada pulla que se pegan, el fútbol femenino se hace más fuerte. Y aunque el juego se detenga, son imparables
Ni siquiera parece importarles que un sinfín de adultos cruce su espacio para alcanzar el gimnasio. Están completamente aisladas entre tanta gente. Les da lo mismo la cantidad de espontáneos que invadan su terreno de juego. Para ellas son transparentes. Aunque quizás es una de estas intromisiones la que permite que la nueva inquilina del centro del juego robe el esférico. Preludio inevitable de una nueva discusión. Soberbio e irreverente toque que encuentra la sotana. Pero esta, a pesar de cruzar entre las piernas, toca en el tobillo de la defensora.
“¡Caño, vida!”, alientan las compañeras, conscientes de que ese comodín también les favorece. “Y una mierda. Que la he tocado. Si la toco no vale”, replica la afectada. “¡Pero que ha sido caño, Sara!”, vuelven a defender las compañeras. “¡Pero que si la toco no es caño!”, la otra. “¡Pero que no te ralles, caño siempre es vida!”. Y la discusión se zanja con Sara mostrando su cara más larga y el balón volviendo a correr.
No habrán sido más de 30 segundos de discusión y argumentos entre el valor que tiene un caño y como de bello y limpio debe ser este. Quizás, una discusión demasiado larga para el poco tiempo que le lleva a la afectada recuperar el balón de nuevo. Y el juego sigue. Y las rotaciones se suceden. Es, sencillamente, reconfortante. La estampa lo es. Dos de las chicas lucen una camiseta del Barça. Ni siquiera llevan nombre ni número, pues imagino que debe ser demasiado caro estampar la serigrafía. Otra viste con la ropa del equipo del pueblo. Y todas ellas controlan a la perfección esa esfera mágica con la que todos soñamos de pequeños.
Pero en aquellos momentos, cuando mi edad no superaba la decena, las chicas eran las malas. Las que no sabían jugar. Las que por decreto se quedaban fuera de las pistas o los espacios en los que corría el balón. Y, sin embargo y a diferencia del ventanal que protege la pista de fútbol sala, el estereotipo y las barreras se van rompiendo a medida que ellas discuten sobre si la del centro ha tocado o no el balón. En cada pase que dan, cada risa que desprenden y cada pulla que se pegan, el fútbol femenino se hace más fuerte. Y aunque el juego se detenga, son imparables.
Una de las intromisiones en ese rondo es la de Juan Ramon, mi padrastro. Mientras, la sobrina sigue quejumbrosa en mis brazos. “Bueno. Hay que ver que ahora las niñas también juegan al fútbol”, comenta él, para quien esta situación es incluso más sorprendente. “Que hay que entrar ya, dice tu madre, que ya van a traer los postres”. Así que no queda más remedio que coger el camino de vuelta al restaurante, interrumpir momentáneamente el juego y empezar de nuevo el ritual del postureo, por lo mucho que se han currado los postres en cocina. Entrego a la sobrina a su madre, que parece tener más mano e instinto para calmarla. Sin embargo, en lo que llegan los postres una reflexión corre por mi cabeza: da igual si el balón ha tocado o no en el tobillo de la chica. De toda la vida, el caño es vida.
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Fotografía de Getty Images.