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Una nueva República

La selección alemana que se alzó con el título mundial en 1954 ante Hungría consiguió un hito futbolístico, pero también social: ayudó a su país a forjar su identidad

Este texto está extraído del #Panenka98, un monográfico sobre el fútbol de los 50 que sigue disponible aquí


 

Los mejores recuerdos de casi todas las potencias futbolísticas son en color. Incluso los de los ingleses. Sí, a la televisión en color aún le quedaban 12 meses para llegar cuando Inglaterra ganó el que todavía hoy es su único gran título, el Mundial de 1966. Pero cuando uno le pide a sus aficionados qué es lo que más recuerdan de aquel torneo, no dudan en aludir a un Bobby Moore vestido de rojo que sujeta una reluciente Copa Jules Rimet. Se entiende por la cantidad de fotografías en color de la época y por las imágenes del documental oficial del torneo -la célebre película Goal-, que fue el primer film del Mundial rodado en color. Así pues, es curioso que, para los alemanes, el recuerdo de su partido más importante siga siendo monocromático. Aún más extraño resulta que una selección que acumula tantos éxitos futbolísticos, que ha ganado nada menos que siete grandes campeonatos, siga definida por 90 minutos de fútbol de los que solo se conservan 15. Es cierto que se filmó el partido en su totalidad. Pero una vez se escogieron las escenas que se usarían para el documental oficial, el resto de bobinas se almacenaron, para terminar descartadas. En otras palabras: los recuerdos futbolísticos más felices y significativos de Alemania, no es que estén solo en blanco y negro, es que no queda de ellos más que un fragmento.

Hablamos, por supuesto, de la final del Mundial 54, entre lo que era entonces Alemania Occidental y Hungría. A cualquiera que no sea alemán le sorprende descubrir hasta qué punto un partido que se jugó en una época tan lejana, casi olvidada, continúa tan presente en el país. Al fin y al cabo, luego vendrían tres títulos de Copa del Mundo más, triunfos liderados por jugadores que millones de personas en todo el planeta reconocen, recuerdan y hasta admiran. La elegancia de Franz Beckenbauer en 1974, la energía de Lothar Matthäus en 1990 o la capacidad de liderazgo de Bastian Schweinsteiger en 2014… Sin embargo, a muy pocos no alemanes les suenan jugadores como Helmut Rahn o Max Morlock, nombres que conservan un halo mítico de Hamburgo a Múnich, de la zona del Ruhr a Berlín.

 

Puede que la victoria de la RFA en el Mundial 54 siga siendo inexplicable. Pero sus consecuencias fueron evidentes: el país encontró su identidad

 

¿Cómo se explica? ¿Por qué el técnico que llevó a aquel equipo hasta la victoria hace 66 años sigue siendo el entrenador más famoso de Alemania? ¿Por qué los germanos todavía consideran la narración radiofónica de la final, llena de interferencias y siseos, la cobertura más famosa de un evento deportivo? ¿Por qué el capitán de aquel equipo fue automáticamente elegido, sin discusión, para formar parte de los primeros once futbolistas que el Museo del Fútbol Alemán invistió en su Salón de la Fama, por mucho que su nombre -Fritz Walter- solo lo conocieran historiadores y verdaderos entendidos? La respuesta, como siempre, es una combinación de muchos aspectos. Empecemos por el elemento más obvio y, sin embargo, menos mencionado: el argumento de la propia historia. Pese a que ninguno de los alemanes se parecía a Tom Cruise ni a Brad Pitt, la final fue un material puramente hollywoodiense (y en 2003 acabaría convertida en una película, El Milagro de Berna, que vieron 3,7 millones de espectadores en los cines de todo el país). Un equipo alemán desconocido y sin carisma se enfrentaba al ‘Equipo de Oro’, a los ‘Magiares Mágicos’, a una Hungría que llevaba 49 partidos imbatida, desde 1950, y que en la fase de grupos ya había destrozado a Alemania Occidental por 8-3. Eran, de largo, el mejor equipo del planeta. Y en la final, a los ocho minutos, ya dominaban por 2-0.

Lo maravilloso del asunto es que nunca nadie sabrá del todo por qué después pasó lo que pasó. El portero húngaro, Gyula Grosics, siempre se refirió al clásico ‘síndrome del favorito’, al exceso de confianza de su equipo, que veía el partido como un simple trámite. Existen también teorías de la conspiración: muchos húngaros están convencidos de que los jugadores alemanes iban dopados. Está, por otro lado, esa idea ligada al clásico lema teutón de Vorsprunt durch Technik (‘a la vanguardia de la técnica’), según la cual muchos alemanes consideran que las botas Adidas con tacos de quita y pon marcaron la diferencia a medida que la lluvia constante embarraba más y más el campo. Finalmente, un viejo factor: la simple y llana mala suerte; no son pocos los que creen que el gol anulado a Ferenc Puskás en los compases finales era legal, aunque no exista material gráfico en condiciones para probarlo. En todo caso, el partido sin duda merece el apelativo de ‘milagro’, puesto que lo único que tenemos por seguro es que fue una remontada increíble con un resultado alucinante: 3-2 para los alemanes.

Otra razón por la que el partido sigue siendo inmortal es el legado que ha dejado en términos puramente futbolísticos. Antes del campeonato, el seleccionador Sepp Herberger estaba cuestionado por sus convocatorias. Se decía que favorecía a jugadores del Kaiserslautern sin una razón objetiva. Pero después del sensacional triunfo en Suiza, pasó a ser el gurú balompédico del país: copiaron sus métodos y enseñanzas, y su influencia duraría años. Fue el mentor de Hennes Weisweiler, ideólogo del gran Mönchengladbach, mientras que su asistente, Helmut Schön, dirigió a la selección germana campeona de la Eurocopa 72 y del Mundial 74. En muchos sentidos, lo ocurrido en 1954 sentó las bases de lo que estaba por venir, y trazó la línea que prosigue hasta los días de Joachim Löw: el mejor equipo se impone a los mejores jugadores; el espíritu colectivo es más importante que la estrategia; un gran gestor de grupo es mejor entrenador que un genio de la táctica. Y, por supuesto: prohibido rendirse. Si el combinado de 1954 pudo levantar dos goles ante un conjunto superior, todo es posible.

 

Los que lo vivieron sabían que era más que un partido. Aquello significó, para muchos, el fin de la guerra

 

Pero si la final de Berna se mantiene en el imaginario alemán, es también porque se ve como el momento fundacional, no solo de un deporte, sino de todo un país. Democrática e hija de la posguerra, Alemania Occidental se conocía como la República de Bonn, referencia cercana a esa República de Weimar que había precedido a los años del nazismo. Sin embargo, algunos historiadores creen que más bien debería llamarse la República de Berna, apuntando a la final mundialista como el verdadero final de la guerra y el comienzo de la nueva Alemania. Es cierto que otros estudiosos opinan que se ha exagerado el peso de aquel triunfo. Pero es innegable que si los jugadores que batieron a Hungría se conocen como los ‘Héroes de Berna’, no es solo por haber ganado un partido de fútbol.

La película de 2003 antes mencionada se centra en un niño y su padre, que acaba de ser liberado de un campo de prisioneros de guerra en la Unión Soviética, una relación que sirve como metáfora de una nación traumatizada que quiere forjar una nueva identidad y encontrar su lugar en el mundo. Que un partido de fútbol en la ciudad suiza de Berna pudiera ayudar a crear dicha identidad y a señalarle su lugar no es una interpretación surgida generaciones después. Los contemporáneos de aquel hecho lo sintieron mientras sucedía. El periodista berlinés Joachim Fest tenía 27 años en 1954. Mientras escuchaba el famoso relato radiofónico del encuentro junto a otros hombres mayores que él, les pidió que no se volvieran locos, que solo era un partido de fútbol. Uno de esos hombres le contestó enérgicamente: “¡No, esta vez no! Esta vez es mucho más que eso”. Fest nunca lo olvidaría, y años más tarde inmortalizó una frase que refleja esa idea: “El fundador espiritual de la República Federal de Alemania se llama Fritz Walter”.

Ilustración de Max-o-matic.