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EURO SIN CORTE – Vol.4 – Saluda a papá

No hace falta decir de quién es el futuro, pero el presente no se puede escribir sin la aprobación de los que ya estaban antes de que el resto llegara

EURO SIN CORTE – Vol.3 – La vida puede ser maravillosa


 

Mis ídolos són Jesús, Franco y el Che Guevara. Jesús Gil y Gil.

 

Nicanor Parra falleció la madrugada del 23 de enero de 2018 en la finca familiar de La Reina, al norte de Santiago. Tenía 103 años. Durante esos últimos tiempos, pasó largas temporadas en su vieja casa de Las Cruces, donde atendía con estoicismo y algo de cansancio las visitas de decenas de admiradores que viajaban hasta allí con el único propósito de escucharle recitar un verso, de apretarle la mano, de rozar su mirada. Se acercaban toda clase de personas. Periodistas, jóvenes autores, lectores, amantes. Los había que traían una libreta para anotarlo todo. También otros con una grabadora encendida en el bolsillo. Algunos se orinaban encima. Después de todo, no iban a conocer al poeta. Entre esas paredes, por primera y última vez en la vida, iban a topar con algo mucho más grande, la Poesía. 

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Es la Eurocopa y un monstruo viene a verte. Luka Modric está en tu grupo. Eres escocés, tu equipo juega en la Championship y te han contado muchas cosas de ese hombre-pájaro que decide partidos con el bufido de un simple aleteo. Algunos dicen que es el centrocampista definitivo, que no puedes quitarle el balón, que da un pase y se hunden cinco carreras. Otros, que sus mejores tiempos ya han pasado, que cada vez es más previsible, que lo único que debes temer es su nombre. En esas que el reloj marca el 61’, cuando el balón cae a la frontal y el mito lo empalma con el exterior de su pie derecho. En el momento en el que el cuero se levanta del suelo, tú ya sabes que nunca más van a tener que contarte nada sobre ese jugador. A partir de ahora, las historias las explicarás tú, que tuviste el honor de enfrentarte al monstruo y, como no podía ser de otra forma, perdiste.

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El verano es de la gente joven pero también es de la gente mayor; de los cuadernos con sopas de letras, de ponerse polo para bajar a la playa, de bailar un pasodoble en el jardín del hotel con la orquesta de fondo. Algo similar ocurre con el fútbol por estas fechas. Foden, Doku, Gilmour, Timber o Pedri chapotean felices en la piscina, pero quien custodia el patio, el bloque de apartamentos y la urbanización entera son los de siempre. Mirad quién está sentado en las sillas del porche, la camisa desabrochada por la mitad y una sonrisa infalible. Saludad a Bonucci, saludad a Cristiano, saludad a Lewandowski, saludad a Benzema. Saludad a vuestros padres.

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Pudo volver en el instante preciso y el torneo lo agradeció. Ver jugar a Busquets sigue siendo como sentarse a comer en un buen restaurante. Lo que pides es lo que te sirven, y aunque luego la factura te dé un palo que te mande al suelo, habrá merecido la pena. España afronta la Euro con un equipo prácticamente nuevo pero rodeada por los mismos fantasmas del pasado. La falta de gol, el miedo a las maldiciones, las dudas con el seleccionador, el mediocentro de Badia. Lo de otorgarle esa condición al catalán no es porque merezca nuestro pesimismo, sino porque sus adversarios se lanzan sobre él y desaparece.

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Pasan los años, pasa la vida, y Perisic, contra el que se medirán los españoles el lunes en octavos, no desiste. Tampoco Ramsey. Tampoco Moutinho. Tampoco Müller. Tampoco Witsel. Si te toca repetido el cromo, tranquilo: puedes guardarlo para el álbum de la edición que viene. A excepción del croata, el resto ni siquiera ha cambiado de peinado. Para qué. Su fútbol se basa en la repetición. En hacer y deshacer constantemente los pasos que los han conducido a la élite. Hombres rutinarios, hombres peligrosos. Si levantas una piedra, salen medio centenar de nuevos talentos. Si levantas la Eurocopa, aparecen ellos.

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No hace falta que nos digan de quién es el futuro, pero el presente, tanto en el fútbol como ahí fuera, no se puede escribir sin la aprobación de los que ya estaban antes de que el resto llegara. Miqui Otero cuenta que la primera vez que subió al piso de Juan Marsé en la calle Bailen de Barcelona experimentó un vértigo enorme. Se sentía como Philip Roth antes de la visita al maestro Saul Bellow, “solo que sin ser Philip Roth”. Llevaba un ejemplar de Últimas tardes con Teresa en la mochila para que su ídolo se lo firmara, pero después de un rato de conversación, justo cuando se animó a sacar la novela, Marsé, poniendo el broche a una anécdota que había narrado sobre un encuentro con una lectora en un Sant Jordi, comentó: “No entiendo cómo a alguien le puede hacer tanta gracia que le firmen un libro”. Miqui, que no se esperaba esas palabras, se quedó trabado a medio camino. “Entonces, con una seriedad ministerial, lo miré fijamente y le dije: ‘Yo tampoco’. Y volví a guardar la novela en la bolsa”.

 


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Fotografía de Imago.