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Querido aficionado irlandés

Unos tipos que viajan por miles, dejan el móvil en el sofá, y se uniforman con unos mismos colores, son las estrellas de esta Euro. Porque celebran pacífica y alegremente el trofeo más obvio que ofrece el fútbol: estar juntos en algo por el mero hecho de compartirlo.

A falta de una figura dominadora sobre el terreno de juego, la mayor sensación que nos deja la primera fase de esta Eurocopa ampliada -y sin embargo, igualada- proviene de las gradas. La incontenible alegría de las hinchadas debutantes ha constituido la noticia más agradable del torneo. Pero por encima de galeses o islandeses, eufóricos por catar las gradas de una Euro por primera vez, han destacado los irlandeses: los del norte y los del sur, separados por la política y en cambio unidos por una visión festiva y desacomplejada del fútbol.

Durante el siglo XX, la música, el paisaje y sobre todo la emigración fueron generando una simpatía generalizada en todo el planeta hacia lo irlandés. Tan fuerte es esa corriente que los propios irlandeses se ríen de aquellos que pretenden serlo sin orígenes que lo justifiquen: son los plastic paddies, o irlandeses de plástico. Paddy es la versión coloquial de Patrick, o Pádraic, un nombre tan habitual que se ha convertido en un estereotipo para referirse a los habitantes de la isla.

Antes, un aficionado de un determinado equipo no podía ser más que aficionado de ese equipo, así ganara siete ligas seguidas o no sacase el cuello de Tercera División. Porque el hincha no escogía a su equipo de forma consciente; era el equipo el que le elegía a él

Por qué negarlo: la abominable mística del conflicto originado tras la división de la isla en un estado soberano (la República de Irlanda) y un territorio dependiente del Reino Unido (Irlanda del Norte), mantuvo presente la realidad irlandesa en los medios de todo el planeta. Las pelis de temática irish, desde la bucólica El hombre tranquilo hasta la legendaria En el nombre del padre, acabaron de confeccionar una idea bella aunque sufrida de la vida en la isla esmeralda.

Una de esas cintas ya abordó en los años 90 la peculiar relación entre el irlandés promedio y su selección: en la cachonda The van -dirigida curiosamente por un inglés, Stephen Frears- dos dublineses en paro compraban una destartalada furgoneta equipada para la venta ambulante de fish and chips. El inesperado éxito de Irlanda en el Mundial de Italia obraría el milagro económico pero pondría en riesgo la amistad de los dos protagonistas. Uno de ellos estaba interpretado, cómo no, por Colm Meaney, probablemente el actor que más veces ha hecho de irlandés en la historia del cine.

Un cuarto de siglo después, los hinchas del trébol vuelven a celebrar su identidad por los estadios de Europa. Quizá no sea casual que una isla de clubes semiamateurs -alejados por tanto del fútbol negocio que ha colonizado otros territorios- haya conservado tan bien la esencia del viejo aficionado. Irlanda se ha convertido en un arca de Noé en el que pervive una manera de entender la militancia futbolística hoy amenazada por la mercantilización del deporte: al supeditar el disfrute al marcador, la experiencia del hincha acaba generando frustración en una ansiosa e inacabable necesidad de éxito.

En otros países, esa dependencia del triunfo empieza a mostrar su cara más enfermiza: aficionados que reprochan los títulos no ganados en lugar de celebrar los conseguidos; que consideran los galardones individuales como nuevos trofeos colectivos; que valoran el talento o la valentía solo si la estadística avala su eficiencia; que siempre encuentran una excusa para no ir al estadio; que durante los partidos se preocupan más de las redes sociales que de las de las porterías. Una manera de animar fría y analítica, que nace de las hojas de cálculo y no de las tripas, se está imponiendo.

En ello la globalización también tiene que algo que decir: en los 80 lo normal era que un niño de Burgos, Gelsenkirchen o Donetsk fuera del Burgos, el Schalke o el Shakhtar. Hoy la tecnología y la sobre-exposición al fútbol facilitan el acceso a cualquier equipo. ¿Por qué simpatizar, entonces, con un equipo que pierde? En una era de sentimientos e identidades cada vez más cambiantes, ¿porque no mutar también nuestras filias futbolísticas en función del campeón de turno?

Claro, la meritocracia está muy bien para determinar un ascenso en la oficina. Incluso dicen que en algunas democracias muy avanzadas -y lejanas- sirve para orientar el voto en las elecciones. Sin embargo, difícilmente tendría lugar en la forma más tradicional de la pasión futbolera: un aficionado de un determinado equipo no puede ser más que aficionado de ese determinado equipo, así gane siete ligas seguidas o no saque el cuello de Tercera División. Porque el hincha, al menos en su especie preponderante en los 80 y ahora amenazada, no escogía a su equipo de forma consciente; era el equipo el que le elegía a uno.

Por eso, cuando vemos a unos tipos que viajan por miles, dejan el móvil en el sofá, y se uniforman con unos mismos colores, nos llama tanto la atención. Porque celebran pacífica y alegremente el trofeo más obvio que ofrece el fútbol, y que sin embargo parece invisible para muchos: la felicidad de estar juntos, de compartir una cierta identidad colectiva. Ya sea por sus guasonas borracheras con caretas de caballo, por sus versiones de electropop noventero o por los emotivos guiños entre hinchas de uno y otro lado de la frontera, los aficionados irlandeses constituyen las grandes estrellas de esta Euro.

Y si hoy los plastic paddies futboleros somos legión en todo el mundo no se debe a que las dos Irlandas se hayan colado en octavos de final de la Eurocopa. Es porque nos gustaría vivir el fútbol sin la asfixia del resultado. Incluso en caso de victoria.