Un partido así hay que verlo en un bar. Alcohol y emociones se mezclan, donde se pasa de la risa al llanto en segundos. Por eso es tan divertido. Bueno, sobre todo si acudes como aficionado neutral.
Me costó elegir un lugar idóneo por las calles de Barcelona, hasta que vi un bar mexicano con una pantalla gigante y otras tantas televisiones. No sé si ese sitio era el ideal, pero bueno, tenían cerveza y fútbol. Ya está, no hay más que hablar. Llegué sobre las 20:20 y no había demasiado ambiente, pero poco a poco comenzaron a llegar los portugueses. Aquel bar mexicano parecía el Algarve un día de agosto cualquiera. Banderas al cuello, banderas pintadas en la piel y cánticos galaicoportugueses. Apareció también un pequeño grupo de franceses, sin parafernalia pero con ganas de dar guerra. Eran clara minoría, pero se sentían poderosos. Se sentaron cerca de un grupo de portuguesas e intentaron ligar con ellas. De hecho, desde mi distancia, se les veía desplegar un juego bastante ofensivo. Salieron con un 3-4-3, potenciando las bandas y buscando la contra. Pero cuando comenzó el encuentro todas esas palabras bonitas y afecto quedaron para el olvido.
Llegaron los himnos. El grupo de lusos se levantó mano al pecho y comenzaron a cantar. Habían venido a invadir México, a dejarnos a todos sin cerveza y a ganar su primera Eurocopa. El grupo de franceses se vino también arriba. Gritaron su himno como si no hubiera mañana, como si Napoleón estuviera al fondo de la sala orgulloso de esos seis chavales. Tras el pitido inicial todo el hermanamiento se fue a la basura. Mientras los galos le cantaban a Paul Pogba, el escuadrón luso celebraba dos pases seguidos de su selección. Quizá no tenían grandes expectativas, pero era un público que se conformaba con el mínimo ápice de esfuerzo. Gente muy agradecida. Uno de los camareros iba con Portugal. De vez en cuando susurraba en las esquinas algo, vete a saber si estaba invocando a Quetzalcóatl antes de servir mis nachos.
Con la lesión de Cristiano la noche llegó a un momento mágico. Mientras los franceses reían aliviados, emergió la figura de un personaje. En la primera fila había un portugués que hasta entonces no se había alterado. Llevaba un peinado propio del ‘Palito’ Pereira. Cuando el capitán decidió no continuar, se levantó y tiró un vaso al suelo. Nadie le dijo nada, hasta el camarero que invocaba espíritus sintió lástima por él. Se sintió solo, como si en esa parte de México no hubiera nadie quien le consolara. Conforme pasaban los minutos la cerveza fue su mejor aliada. El partido fue avanzando y pese a la lesión de su referente, los portugueses se lo creían poco a poco. Sissoko esa noche se convirtió en futbolista de culto. No paraba de correr. El grupo de franceses repetían su nombre una y otra vez, sentían que ahí estaba Charles de Gaulle unificando Europa. El del Newcastle lo mismo corría como si no hubiera mañana, y le ayudaba a una anciana a cruzar la acera con sus bolsas de la compra.
En la primera fila había un portugués que hasta entonces no se había alterado. Llevaba un peinado propio del ‘Palito’ Pereira. Cuando Ronaldo decidió no continuar, se levantó y tiró un vaso al suelo. El camarero sintió lástima por él
El partido no ofrecía grandes emociones. Lo más destacado era ver como una joven portuguesa, bandera al cuello, insultaba a los franceses que tenía a un metro. Ellos pretendían ligar con ella, pero nada, ni con un fado. Con la prórroga ya encima, llegó el fallo de Gignac. No sé si el jugador de Tigres pretende conocer a los amigos del bar, pero he de decirle que no sería bien recibido. Ya fue increpado cuando entró al césped, pero todavía más al enviar ese balón a la madera. En ese instante álgido creí capaz al portugués del vaso de repetir su acto, incluso de lanzar otro objeto contra la televisión. Pero nada, él se mostró contemplativo. Durante la prórroga fue muy criticada la salida de Renato Sanches, pero sobre todo viendo que Éder se disponía a sustituirle. Yo sonreí, no os puedo engañar, pero creí capaz a ese futbolista arrítmico de dar el mayor éxito a su país. Éder me lanzó una mirada cariñosa, una mirada que decía “voy a meter gol y te vas a tragar tus palabras, cabrón”. Acepté el reto.
Y llegó el gol de Éder. Ese momento en el que los astros se alinean, Eusebio resurge en el cuerpo de Éder y lanza un latigazo imposible para Lloris. El futbolista arrítmico, el que parecía tener una pierna de escayola, había conseguido lo que las leyendas del fútbol portugués no. Era eterno. De hecho, tiene mi permiso para llevarse la Torre Eiffel al jardín de su casa. El bar se volvió loco. Despertaron Quetzalcóatl, Huitzilopochtli e incluso Gerardo Torrado. Gritos y euforia portuguesa en ese pequeño pedazo de México, los franceses, abatidos, y yo, presenciando ese momento dadaísta. Era una obra de Marcel Duchamp. Ese urinario haciendo de fuente. Ese Éder haciendo de futbolista. Ganó Portugal, me fui a casa y mi novia me preguntó quién era ese tal Éder. Éder es eterno, medio dios mexicano y medio jugador de fútbol.