A medida que pasan los años, uno se va dando cuenta que la historia de su vida, como la de cualquiera, gira sobre dos tramas cíclicas e irrompibles: darle disgustos a tu madre y resolver tu Cuenta Pendiente. La primera es más o menos manejable, siempre y cuando estés dispuesto a encamisarte cada vez que haya comida familiar en casa y seas capaz de responder a todo con un “últimamente estudiando mucho, pero no me quejo”. Da igual que tu pecho ya se haya poblado de arbustos y que haga una eternidad que no pises un aula. Los estudios, incluso cuando no existen, constituyen un escudo bello y legítimo bajo el que cobijar tus desgracias, para que no cojan frío. La segunda, en cambio, es más difícil de combatir. Imposible, siendo precisos. Tiene que ver con esa energía abstracta que nos empuja a abandonar el mundo por el mismo agujero a través del cual empezamos a conocerlo. Hay algo que actúa en la sombra para que los finales conecten con los principios, como si todo periplo vital mereciera una moraleja, por muy absurda que esta fuera. Algo que dicta que los círculos deben cerrarse, sin más, y que nada de lo que tú puedas hacer podrá modificar el desenlace. Eugene O’Neill, poseedor de varios Premios Pullitzer, de un Nobel de literatura y, ante todo, de un pesimismo extraordinario, se acabó rindiendo a esa evidencia cuando, entre balbuceos y escalofríos, levantó la cabeza de la almohada y pronunció su última frase: “¡Lo sabía, lo sabía! Nacido en una habitación de hotel y muerto en una habitación de hotel”.
Tal vez por eso no debería extrañarnos que uno de los últimos encargos que aceptó Ryszard Kapuściński, poco antes de fallecer, fuera el de trasladarse a Alemania para cubrir la Copa del Mundo de 2006. El célebre reportero y escritor polaco, cuya salud por aquel entonces ya temblaba como la cuerda de un tendedero en una borrascosa noche de invierno, recurrió al fútbol para planear una de sus aventuras postreras. Y ese gesto, a priori anecdótico o simplemente marcado por el calendario, encerraba en el fondo un regreso a la casilla de salida. Porque el balón, mucho antes que los bloques de notas, los viajes, los paisajes devastados o los personajes malditos, fue lo primero que atrapó la mirada de ese observador revoltoso e incansable que fue Kapuściński. La pena es que la selección de Polonia no cosechó ni un solo triunfo en aquel torneo de hace diez veranos.
Porque el balón, mucho antes que los bloques de notas, los viajes, los paisajes devastados o los personajes malditos, fue lo primero que atrapó la mirada de ese observador revoltoso e incansable que fue Kapúscinski
En el inicio de su vida, el fútbol lo era todo para Kapuściński, aunque luego, a medida que se fueron apagando y encendiendo los días, ese vínculo fue mutando lentamente hasta devenir para el autor en una especie de herramienta de trabajo, una forma alternativa de asomarse a los mapas y captar su rugosidad. Esa nueva pose que adquirió el deporte ante los ojos del reportero, sin embargo, no fue un concepto de ligera digestión. Con las experiencias que iba acumulando en distintas coordenadas del planeta, Kapuściński fue constatando esa inquietante realidad que ya se le había empezado a insinuar en la Varsovia de la posguerra en la que ensayó sus primeros adjetivos: pocas cosas habían más importantes (y peligrosas) que el fútbol en sociedades donde el clima político y social era angustioso y abrasador por norma general. De la misma manera que no podía ser casual que en Brasil se elevara a la condición de rey a un tipo con botas y pantalón corto, tampoco podía serlo que en Ecuador se aprovechase el transcurso de un partido del conjunto nacional contra Colombia para dar un golpe de Estado. De hecho, el escritor es el gran responsable de que el conflicto armado que estalló en 1969 entre El Salvador y Honduras se haya acomodado en nuestra memoria bajo el nombre de ‘La guerra del fútbol’, puesto que así decidió bautizar el libro en el que relató la crudeza y las barbaridades que se sucedieron durante el enfrentamiento. El título fue elegido porque las hostilidades arrancaron tras una eliminatoria de clasificación para el Mundial de 1970 en la que se enfrentaron ambas naciones, y que fue usada como instrumento político por parte de la élites gobernantes y de la prensa para provocar las segregaciones de inmigrantes salvadoreños en Honduras, generando a la postre un choque militar que se cobró la vida de muchos civiles inocentes.
Pero, como ya veníamos apuntando, el contacto de Kapuściński con el cuero parte de un escenario anterior a todos esos pensamientos y textos reveladores. Viene incluso de antes que el autor descubriera su pulsión literaria, a la que luego se arrojaría como quien se tira de cabeza en alta mar y luego, mientras mueve los pies para mantenerse en la superficie, deja que el bote se aleje. El juego se coló en los planes del polaco a edad muy temprana, cuando este no tenía ni cuatro años. En su pequeña ciudad natal, Pinsk, había un equipo de fútbol que representaba el orgullo de todos sus vecinos, y aquel muchacho, como muchos de su misma edad, fue remolcado por los parientes para presenciar en vivo la mayoría de sus enfrentamientos. De aquella época, aun así, no recuerda ningún partido en concreto. Su memoria prefirió soltarlos a todos, como si intuyese que debía ir haciendo hueco para el número incontable de recuerdos que con las décadas se acabarían apiñando entre sus paredes. Aunque su disco duro sí se dio el gusto de registrar algunas imágenes difusas, como los movimientos atolondrados que trazaba la pelota sobre el campo o, sobre todo, la rodilla ensangrentada de un jugador que se volvía a poner en pie después de recibir una entrada. Esos retazos visuales, migajas de una infancia que con el tiempo terminaría por difuminarse, atraparían al periodista en una especie de red sentimental de la que ya no conseguiría despojarse nunca. “Veo fútbol desde hace sesenta años, cuando y donde puedo, y a decir verdad, solo gracias a él hay un televisor en casa”, dejó escrito el propio Kapúscinski en El mundo de hoy, su penúltimo libro publicado.
A la mierda los artículos, los adverbios y la madre que parió a las frases de más de dos segundos en polaco. Asfalto, bermudas y pelota. Todo lo demás a la hoguera. “Aquello era un arrebato, un delirio, mi vocación más apasionada”, admitió. Jugaba de portero
En esa misma obra, el autor profundiza sobre su ensimismamiento deportivo. Según sus palabras, en el colegio no había cosa que le fascinara más que el fútbol. La hora del patio era ese rato en el que estaba terminalmente prohibido complicar la sintaxis de las oraciones. ¡Encima! ¡A muerte! ¡Que no chute! A la mierda los artículos, los adverbios y la madre que parió a las frases de más de dos segundos en polaco. Asfalto, bermudas y pelota. Todo lo demás a la hoguera. “Aquello era un arrebato, un delirio, mi vocación más apasionada”, admite. Jugaba de portero.
Ser potero no es ser futbolista, ni atleta profesional. Puede que ni siquiera humano. Ser portero es diferente. Tiene que serlo. Apoyados en un palo, asustando el peligro con la simple estrategia de pensar en otra cosa, Nabokov o Juan Pablo II empezaron a moldear sus legados universales. También Kapuściński, al que le dio por estirar tanto su deseo de infancia que acabó jugando algunos años en el juvenil del Legia de Varsovia. Pasaba jornadas enteras entrenando. Vislumbrando, quizás, un futuro reluciente sobre los terrenos de juego. Hasta que una tarde tropezó con algo que lo apartaría para siempre del césped, como quien se enciende el primer cigarrillo al salir de un entreno y deja que el humo, dulce y respingón, frustre para siempre su sueño de debutar ante miles de espectadores.
“Ahora ya no me acuerdo por qué, pero un día escribí un poema y lo envié a un periódico, y este lo publicó. La decisión de aquel equipo de redacción selló mi destino. Empecé a escribir poesías de manera espontánea, sin albergar expectativa alguna ni sueños de grandeza. Únicamente me limitaba a escribir, pero todas mis poesías eran malas. Muy malas”. Sí, malísimas. Tan malas que aquí un servidor prendería fuego a todas sus camisas por tener enmarcado alguno de esos versos en la pared del dormitorio.