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Pedro Galván, la leyenda argentina del fútbol israelí


El máximo artillero extranjero de la historia del fútbol de Israel es, también, el asistidor de Messi en su primer gol con la selección argentina. Tras siete años en la Liga Ha’ Al, Galván se dio el lujo de ganar la última Copa de Israel, aunque le tocó verla sentada en el banquillo. Esta es la historia de un chico que pintaba para crack en Europa y terminó consagrándose en el equipo del pueblo en Tel Aviv.


29 de junio de 2004. Es una tarde lluviosa y hostil en Buenos Aires. 200 personas, casi todos familiares y amigos de los jugadores, se protegen como pueden del vendaval que azota las gradas del estadio Diego Armando Maradona de Argentinos Juniors. Van 81 minutos y 17 segundos de un amistoso entre las sub-20 de Argentina y Paraguay, organizado por la AFA por una sola razón: el debut de Lionel Messi con el Seleccionado albiceleste para sellar su “ciudadanía futbolística” argentina y cerrarle las puertas a la selección de España.

El resultado parcial es seis a cero a favor de Argentina y ahora Joaquín Pedro Galván -un talentoso mediapunta de Gimnasia y Esgrima de La Plata- le mete un pase milimétrico al chiquito del Barcelona, que después de apilar a dos defensas y el arquero convierte su primer gol con la camiseta de su país.

Messi celebra sin euforia, sonríe y camina al encuentro con sus compañeros, mientras el relator de TyC Sports define la jugada como “la maniobra que esperábamos”; de Leo, el niño tímido e imparable, ya se escuchaba hablar hace rato. Galván, un par de años mayor, le choca los cinco y le acaricia la cabeza, sin imaginar la pequeña magnitud de su asistencia: acaba de darle el primer pase de gol al máximo goleador de la historia del seleccionado argentino.

Sus vidas se tocan solamente por un segundo. Después se saludan en los vestuarios, se desean suerte, pero no volverán a verse más. Uno prueba suerte en un par de equipos sin brillo y encuentra su lugar en el mundo en Israel, donde terminará siendo una leyenda; el otro, el famoso sin fronteras, recorre el camino conocido: hace goles de todos colores para consagrarse en el Barcelona, se cansa de ganar balones de oro, va y viene en su sufrido matrimonio con la selección argentina.

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Todo empieza en el verano de 2008. Galván, otrora gran promesa de la cantera platense, no había terminado de explotar en Gimnasia, y después de un pasaje fugaz por Olmedo de Riobamba (Ecuador) y San Martín de San Juan (Argentina), un representante le acerca la posibilidad de irse a jugar a Medio Oriente. Al principio, en los primeros partidos, los ruidosos hinchas del popular Maccabi Bnei Yehuda se reían del “gordito” que entraba un rato y no daba pie con bola. Le auguraban una carrera breve y deslucida: un extranjero más que pasaría sin pena ni gloria por un club acostumbrado a los aportes pasajeros de jugadores sin pedigrí. Pero un sábado la embocó. Y al siguiente metió una asistencia, y la embocó dos veces. Al partido siguiente ya saltó entre los titulares, y volvió a inflar la red. El rellenito Pedro Galván empezó a hacer goles y no paró más. En sus siete temporadas en la Liga Ha’Al (seis con Bnei Yehuda, una con Maccabi Petah Tikva) se anotó 123 dianas- el 95% de ellas en un cuadro que no se caracteriza precisamente por el jogo bonito– para convertirse en uno de los máximos ídolos de la historia naranja. 123 goles y cientos, miles de pases exquisitos: en realidad, coinciden los hinchas, siempre se dedicó más a darlos que a hacerlos.

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Hay que darse una vuelta por el barrio Ha Tikva para conocer un poco más el Israel auténtico, o mejor dicho tradicional, que un poco se escapa de las calles coloridas, cosmopolitas y llenas de novedades que suelen ver los turistas en Tel Aviv. De un lado de la avenida Jabotinsky, hacia el Mediterráneo, vive la Tel Aviv moderna. Hipster y bohemia, sucia pero vanguardista. Los bulevares coquetos, las chicas bonitas en monopatín, los bares y cafés gay friendly, los restaurantes veganos y de cocina asiática a precios que escandalizan. Más allá de Jabotinsky aparece el país que no es tan diferente al de los primeros años del Estado. Ha Tikva es un barrio en todo el sentido de la palabra, en el que inmigrantes de Yemen e Irak siguen jugando al backgammon y tomando café negro ad infinitum, inmunes al ajetreo de su famoso mercado. Con las manos sucias, llenas de nicotina, los hinchas de Bnei Yehuda manosean las verduras que, más tarde, se servirán de todas las maneras imaginables en los híper cotizados platos del otro lado de la avenida. Ha Tikva transpira y produce. Tel Aviv toma sol y disfruta.

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El estadio en el que Bnei Yehuda ahora oficia de local, el de Natanya (tradicionalmente juega en el estadio público Bloomfield, ahora en obras), no es el que más lo identifica. Su verdadero feudo es el Estadio Ha Tikva, donde fue local hasta la temporada 2004/05 y en el que hasta el día de hoy entrena. En el corazón del barrio, pegado al centro comunitario, está el humilde complejo deportivo en el que Bnei Yehuda aceita los mecanismos para, entre otras cosas, poder defenderse ante un grande durante 90 minutos y ganarle una final de Copa. Para llegar al estadio hay que andar atento, porque aparece de repente, entre callejuelas irrelevantes y sin superar la altura de un segundo piso.

 

Las vidas de Messi y Galván se tocan solamente por un segundo. Después se saludan en los vestuarios, se desean suerte, pero no volverán a verse más

 

La señal más grande de que ahí están entrenando los jugadores del Bnei Yehuda es esa montonera de autos lujosos que se hacinan al final de la calle David Tidhar. Alrededor, casas y apartamentos de diseños aburridos, paredes rugosas y todo color crema. El tedio somnoliento de un mediodía de martes se nota en la cara del hombre que atiende el quiosco frente al portón del estadio. El barrio extraña a su equipo. Al calor de su viejo campo de tablones: “antes, cuando jugábamos en el barrio, el nuestro era un campo complicado… En los callejones de alrededor del estadio no se metía cualquiera. No lastimábamos a nadie, pero los hinchas y jugadores visitantes sabían que venir acá no era cómodo… Te diría que el clima era muy parecido al de las canchas en Sudamérica”, confiesa Yorev, un histórico de la barra.

Como Aucas en Quito, Cerro en Montevideo o Chacarita en Buenos Aires, Bnei Yehuda es el equipo popular y no demasiado exitoso al que, sin embargo, nadie quiere enfrentar. “Los jugadores, en una época, jugaban como los hinchas… Y eso no se veía hace rato, pero apareció en la final contra Maccabi”. Apenas pasaron algunos días desde la final de la Copa de Israel y Yorev relata con los ojos vidriosos la noche inolvidable del sábado. “No te puedo explicar. En la tribuna, en medio del festejo, miré a mí alrededor y me di cuenta de que estábamos todos llorando. ¡Todos! Nunca había visto algo así”. Y no era para menos. La gesta fue inolvidable.

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Pedro Galván intenta caminar como uno más en los bulliciosos pasillos del famoso shuk, el picante mercado que los viernes al mediodía saluda la llegada del fin de semana; en Israel, las semanas laborales son de domingo a jueves, debido al Shabat, y por eso a partir de las 11 aparece la música en los bares, los chupitos de Arak (el tradicional anís local), la cerveza y los gritos multiplicados de feriantes que quieren liquidar la mercadería. Pedro Galván intenta ser uno más, pero no: aunque en Israel gran parte de los futboleros están más interesados por las ligas extranjeras, acá, en el barrio, el drom americai (sudamericano en hebreo) de los ciento veintitrés goles no pasa desapercibido. Ídolo máximo del club, Galván representa también una figura importante del fútbol local: “yo nunca me imaginé venir a Israel, y por todo lo que se habla de este país, cuando llegó la oferta lo dudé un poco. Pero me servía en el aspecto económico y pensé en hacerlo por un año. Aunque después seguí, y seguí…. Y seguí”, explica. Al mes y medio de haber llegado pudo traer a Pame, su compañera de vida. En el primer parate volvió a Argentina, se casó y volvió con sus dos hijas. Y armó su vida en el destino más impensado.

 

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25 de Mayo de 2017. Veintisiete mil personas llenan las gradas del estadio Teddy de Jerusalén para presenciar la final de la Copa de Israel. De un lado Maccabi Tel Aviv, el equipo más poderoso y ganador de Israel, buscando el (imprescindible) premio consuelo tras quedar segundo en la liga y ser eliminado en la primera ronda de la Europa League, fracaso que apuró la salida del entrenador Shota Arveladze. Del otro lado Bnei Yehuda, el equipo que solamente ganó una liga (89-90) y dos copas, la última en 1981.

 

Los flashes están con su llanto desconsolado cuando levanta la ansiada Copa. Sus compañeros se acercan a abrazarlo. Es su premio

 

El favorito, claramente, es Tel Aviv, que desde el vamos arremete con la audacia de quien sólo se permite ser ganador. Con más corazón que fútbol, resistiendo con dos líneas de 4 sustentadas en el trabajo del portero internacional lituano Emilius Zubas, el central serbio Marko Jovanovic y el incansable volante central gambiano Tijan Jaiteh, Bnei Yehuda se las arregla para pasar los 90’ con el arco en cero, aferrarse a lo que le queda de piernas en el alargue y lograr la hazaña de llegar a los penales.

En el medio, el director de cámaras se distrae bastante con Barak Abramov, un joven empresario israelí decidido a catapultarse a la fama desde la dramática expresión del fútbol; aun en Israel, donde se escuchan más conversaciones sobre el Barça y el Madrid que sobre los equipos locales, los dueños de los clubes son fotografiados en eventos de famosos y salen con frecuencia en la televisión. La historia conocida: el fútbol como vitrina. Y como elemento de poder. El dueño de la cadena de locales de sushi Japanika y reciente propietario de Bnei Yehuda (acusado de paracaidista, por su nula vinculación previa con el fútbol) no tiene empacho en bajar a la cancha antes de la serie de los penales y revisar la lista de pateadores del entrenador interino Kfir Edri. La imagen es elocuente: mientras los jugadores estiran y se arengan, el entrenador se acerca a la línea de cal para enseñarle y explicarle la lista a su patrón, que no parece demasiado convencido pero acepta. Esta escena, imposible de imaginar en España o ligas de primer nivel europeo, no sorprende a nadie: en Israel, se sabe, el que manda es siempre el dueño, salvo en los tres o cuatro equipos que suelen trabajar en serio.

Zubas (sobrio, seguro) ataja dos penales, y las estrellas de Maccabi Tel Aviv hacen el resto (el ex Chelsea Tal Ben Haim tira su penal afuera, y el ex Liverpool Yossi Benayoun la estrella en el palo). El penal de Yonatan Coen desata la locura de Abramov, y todo Bnei Yehuda. Las cámaras reparten su atención entre el mandamás y su séquito y Pedro Galván, el Messi del barrio Ha Tikva. Hoy no jugó, y estuvo casi toda la temporada en el banquillo: es vox populi que el Presidente no lo quiere, y ningún entrenador se va a animar a alinear a un futbolista que no le contesta los mensajes al dueño. Aun así, todos los flashes están con Pedro Galván y su llanto desconsolado cuando levanta la ansiada Copa. Sus compañeros se acercan a abrazarlo. Es su premio. Y lo hacen volar, como si, acaso, fuera posible llegar más arriba. La tribuna se desmorona en aplausos cuando se acerca a saludar a sus devotos.

Algunas semanas después Pedro terminará de irse: firmará con Hapoel Tel Aviv, uno de los grandes de Israel que acaba de perder la categoría. Pero qué importa: Pedro Joaquín Galván, sus 123 goles y los cientos y miles de asistencias, quedarán para siempre en la retina de los hinchas del equipo del pueblo.