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La vida sin Puerta

Antonio Puerta falleció el 28 de agosto de 2007. "Los que nos dieron tardes de gloria y días de felicidad nunca mueren", escribió Enric Bañeres

Sucedió en el año 2007. El Nuevo Colombino y la Nueva Condomina aún eran estadios de Primera División, y sabiendo lo que ha pasado después en Huelva y en Murcia hay pocas cosas que te puedan hacer sentir más viejo, más lejos de tu infancia si eres de los que nacieron en los 90. Quizás solo una: pensar que el fútbol se veía en abierto por LaSexta. En el Real Zaragoza jugaba Matuzalem. Pascal Cygan vivía en Villarreal. Y, en el Valencia, Sunny Sunday, cómo no sonreír al leer su nombre, fue titular en la primera jornada. La liga arrancó el último fin de semana de agosto, en esa estepa árida y vacía que se extiende entre las vacaciones y la vida. Supongo que debimos verla entera, aunque no recordemos el doblete de Ariel Ibagaza al Levante en el Ono Estadi, el 0-1 del Valladolid de Ludovic Butelle, García Calvo o Vívar Dorado en el Estadi Olímpic Lluís Companys o el gol del pequeño Albert Crusat en la portería de Riazor de Dudu Aouate. Nada, de ese fin de semana solo queda una imagen indeleble: el paso descompasado de Antonio Puerta, tambaleante.

Andrés Montes relataba la escena: con la voz nublada e incómoda por no poder gritar que la vida podía ser maravillosa, desnudo de gracia por la crudeza de las imágenes. YouTube sigue avisando de que el vídeo de su desplome es potencialmente ofensivo o bien no adecuado: para verlo, te hace pulsar en Lo entiendo y quiero continuar. Poco entendíamos esos días. Pasamos el fin de semana en vilo. Hasta que llegó la noticia de su muerte, un triste 28 de agosto al mediodía. Días después salvé una página del Mundo Deportivo de la basura y la guardé en una vieja caja reciclada: antaño hogar de una camisa Oscar Style de mi padre y todavía hoy casa de pósters, fotos y textos. “Es curiosa la vida. Cuando eres niño el tiempo no acaba de pasar, y luego sin darte cuenta tienes 50 años y de la infancia lo único que te queda cabe en una cajita”, dice Maurice Bénichou en Amélie.

El texto, según se lee en boli de tinta azul, es del 30 de agosto y lleva la firma de Enric Bañeres. “Cuando Bill Shankly, el legendario manager del Liverpool, dijo que ‘el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es mucho más que eso’, estaba describiendo que esa comunidad de millones que conformamos los aficionados al fútbol puede sentirse conmovida y solidaria cuando la fatalidad golpea a alguno de sus miembros. El extécnico de los ‘Reds‘, como los futbolistas y entrenadores que nos dieron tardes de gloria y días de felicidad, nunca mueren, sino que permanecen vivos en la memoria de los aficionados. Siempre seguirán vivos en nuestra memoria”, escribió Bañeres.

 

Pasamos el fin de semana en vilo. Hasta que llegó la noticia de su muerte, un triste 28 de agosto al mediodía. Días después salvé una página del Mundo Deportivo de la basura y la guardé en una vieja caja reciclada

 

Y seguía: “Antonio Puerta ha entrado también en la inmortalidad. Estamos conmocionados por la forma cómo abandonaba el Sánchez Pizjuán, con paso inseguro, mirada perdida, preguntándose sin duda qué le estaba pasando y por qué a él. Pero de inmediato vemos que la imagen que se traza de Antonio Puerta, el recuerdo más evocado por quienes glosan su figura, es la del atleta elegante, con estampa de poeta andaluz, asombroso parecido a Gustavo Adolfo Bécquer, jugador de una finura que era un lujo para el paladar de los aficionados. Eso es lo imperecedero, lo que siempre nos va a quedar de Antonio Puerta junto a su gol ante el Schalke que cambió la historia del Sevilla porque le metió en su primera final de la Copa de la UEFA y le dio la tarjeta de embarque para la élite. Hoy se le recuerda por lo brutal de su muerte, porque salió del campo cómo lo habría descrito Federico García Lorca: Antoñito, con un rajón de muerte atravesándole el corazón. Pero por su propio pie, con su zurda de diamantes pisando por última vez el Sánchez Pizjuán, el teatro de sus sueños”.

Quizás hubo obituarios más bellos, más emotivos, pero para los niños de los 90 la información acababa en la última página del periódico que leyera tu abuelo. O en la primera, si ya te había inculcado la manía de leerlo al revés para no acabar pasando siempre del polideportivo. Con Internet, habríamos encadenado días y días intentando imitar la volea de Puerta contra el Schalke. O no. Pocos días después, el Sevilla fue obligado a jugar la Supercopa de Europa con el Milan y nos enfadamos con la UEFA como nos enfadamos cuando hay un atentando en África o un corrupto en Antequera. Grabé la final en una cinta de VHS que sobrevive en un armario, con un papel atado con una goma elástica marrón.

Si ahora, a nosotros, los futbolistas nos parecen diferentes, extraterrestres, inmortales, qué nos debían parecer entonces: a las puertas de la adolescencia, cuando la muerte aún se nos presenta como un elemento tan ajeno, tan extraño. Recuerdo que de niño, no sé si mis padres o mis abuelos, me repetían que no me tirara tanta sal al pan con tomate, que toda la sal que comiera de pequeño no la podría comer de mayor. Encogía los hombros y repetía que me daba igual, que iba a tirarme toda la sal que quisiera y que no me importaba lo que me pudiera pasar de mayor porque quedaba muy lejos. Después vas aprendiendo. Ahora le hecho tres pizcas de sal, no cinco. Y mi pareja siempre me dice que a la pasta le falta sal. Es lo del poeta Jaime Gil de Biedma, supongo, que lamentaba que no volvería a ser joven y que decía que uno empieza a comprender que la vida va en serio más tarde.

 


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Fotografía de Getty Images.