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Uno de los nuestros

Por más que chocar con él sea irse contra la columna del parking, en algún instante, por algún motivo, Borja Iglesias volverá a sonreír, y tú recordarás a lo tuyos

Borja Iglesias es un misterio. Encaja como un guante en todas las definiciones del delantero temible. La astucia en el desmarque. La potencia en la zancada. La rudeza en el salto. El odio a las florituras. El instinto cortante. El golpeo sordo. La obsesión por el gol. Sin embargo, cuando se ríe, que no es raro que lo haga, el personaje da un vuelco inesperado, y a ti, que todavía pueden conquistarte con la ingravidez de una sonrisa sincera, impecable, te entran unas ganas escandalosas de abrazarlo.

Borja Iglesias es un misterio. Un atacante de los de antes. Todo energía y corazón. Cuando asalta los últimos metros, con sus 187 centímetros de cuerpo, produce el pavor de los edificios que se derrumban. Tiene la espalda enorme y recta, de haberse dejado la percha puesta. Las patas largas. Los codos salidos. Si galopa, pidiendo un balón al espacio, o incorporándose para cazar un centro, el suelo empieza a temblar. Los porteros lo notan, y miran al tipo como los turistas que se asoman a la barandilla del barco para fotografiar a las ballenas, con una mezcla de desafío y horror. Pero basta que te dé una tarascada sin querer, o que llegue tarde a la pelota, para que te pida disculpas con una palmada cariñosa y el miedo se esfume de tu cuerpo. A la buena gente se la reconoce rápido y se le perdona todo. Por más que luego pueda joderte la noche con un cabezazo en el segundo palo.

Borja Iglesias es un misterio. Tiene la piel tostada y la barba oscura, como los habitantes de Dune. No se descarta que también proceda de la garganta del desierto. Como la mayoría de los arietes, está acostumbrado a la escasez. A sobrevivir con poco. En su campo de visión, durante muchos minutos, el balón no es más que una cometa lejana dibujando espirales en el aire. Cuando se acerca, se pone la máscara del villano y lo persigue con rabia. El área no es un país seguro. Si alguna ley rige ahí dentro, esa es la de la mala leche. Ya en la celebración, si ha habido suerte y el cuero ha acabado dentro, vuelve la fiera mansa a la que todo el mundo desea achuchar. Uno querría jugar en el equipo de Borja Iglesias solo para poder celebrar los goles con Borja Iglesias.

 

Borja Iglesias es un misterio. Un atacante de los de antes. Todo energía y corazón. Cuando asalta los últimos metros, con sus 187 centímetros de cuerpo, produce el pavor de los edificios que se derrumban

 

Borja Iglesias es un misterio. En su manual del gol apenas hay un par de frases anotadas. Lo hace simple y feroz. Como decía Iñaki Uriarte, aunque refiriéndose a los escritores, “el estilo directo, claro, llano, tiene su riesgo. Es como llevar poca ropa. Hay que estar muy bueno o muy buena para decidirse a usarlo en público”. Pero a Borja le sienta de maravilla, tanto dentro del campo como fuera de él, donde parece un tipo cercano y natural. Se presta a la broma, atiende a los fans, concede entrevistas, reescribe en su Instagram una barra de Kase.O. Te recita entero el Borracho de la arbolada en un video de su club, devolviéndote de una patada al jardín abandonado de tu adolescencia.

Borja Iglesias es un misterio. Como John Self, el protagonista de Dinero, la novela de Martin Amis, del que el narrador te explica que, a menos que te indique específicamente lo contrario, “siempre está fumando”. En su caso, si nadie lo desmiente, hay que imaginarlo todo el rato de buen rollo. Como uno de los tuyos. El típico colega, héroe y leyenda, que no pierde el humor ni estando de resaca. Porque por más que los centrales lo teman, por más que chocar con él sobre el césped sea irse contra la columna del parking, en algún instante, por algún motivo, Borja Iglesias volverá a sonreír, y entonces tú recordarás a tus amigos, esas borracheras tontas, esas risas salvadoras, esa alegría ciega, y lo mucho que quieres a la gente que necesitas cerca.

 


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Fotografía de Imago.