Dani Olmo entró en los cuartos de la Eurocopa en el 8’ y de improvisto, que es como cuando los cabrones de tus amigos te querían liar para salir de fiesta y te venían a picar directamente a casa, a lo que tú solo podías responder poniéndote unos tejanos encima del pijama y rezando un padrenuestro en el espejo del ascensor. Solían ser las mejores noches. También acabó siendo un rato inolvidable para él: la única forma de encontrar la felicidad es no buscarla demasiado. Olmo juega al fútbol como si en cualquier momento tuviera que extinguirse: a toda hostia, el coche descapotado y la música a tope. Exprime el momento como si fuera una naranja. Por eso el partido, cuando pasa por él, acelera y cambia al carril izquierdo, y los aficionados tenemos que entornar los ojos para no perdernos los detalles. No tiene cara de macarra, todo lo contrario. Si te dijeran que de pequeño salió en Los Chicos del Coro, lo buscarías en Google, por si acaso. La mala leche la guarda en los pies, que cortan como cuchillos. Para robar un balón, para devolver una pared, para dibujar un recorte, para tirar a marcar. No pone el intermitente al desmarcarse, con lo que no le ve venir ni Dios, y tiene más llegada que el aeropuerto de Barcelona, a todas horas y desde todas partes. Lamine la soltó y él, que un segundo antes no existía para los defensas alemanes, la mandó a dormir. Más tarde vino el centro, un relámpago que Mikel Merino convirtió en trueno. España está en semifinales. La España de Morata, de Rodri, de Nico Williams. La España, casi nunca, de Dani Olmo, el mediapunta con cara de buen chico que va tan rápido que no reconocen ni los suyos, y que tiene prisa para todo menos para ser el primero en meterse en la cama. Aunque él nunca pensara en desmadrarse ese viernes.
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Fotografía de Getty Images.