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Un silencio atronador en Buenos Aires

Un texto de la escritora Tamara Tenenbaum (Buenos Aires, 1989) sobre porteñidad y fútbol. Una alianza indisociable, una comunión inexplicable

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Este escrito sobre Buenos Aires y el fútbol está extraído del #Panenka125, un número que publicamos sobre la capital argentina justo después de que Argentina se proclamara campeona del mundo en Catar


 

Es un poco extraño estar escribiendo sobre fútbol sin haberme autopercibido jamás futbolera, pero cuanto más lo pienso más se parece a escribir sobre la familia o sobre la religión: es más o menos irrelevante, en la Argentina, si una se autopercibe o no futbolera, si efectivamente le gusta el fútbol. Es, efectivamente, como tus padres, como la religión en la que te educaron o el barrio en el que te criaste: no se trata de que te interese, son cosas tuyas más allá de tus propias preferencias o decisiones. Pienso en la vez que estuve en una beca en Berlín, tenía que aprender alemán en un curso intensivo de un mes con otros artistas de todo el mundo, y me hice amiga de los chicos de Arabia Saudita porque necesitaban que siguiera las noticias argentinas y les contara dónde se terminaría jugando el Boca-River que finalmente se jugó en el Bernabéu; y lo hice, por supuesto, les fui transmitiendo el minuto a minuto e investigando todas las dudas que tenían, buscando en Twitter, preguntando a mis amigos. Pienso también en la última vez que estuve en España, de hecho, hace unos meses, y un día iba a parar a comer sola porque estaba harta de comer con gente y le había dicho a toda la gente que conocía que tenía algún plan con alguna otra persona, y entré a un bar y me iba a pedir una tortilla en la barra pero me di cuenta de que la televisión estaba prendida, y que estaba por empezar Alemania-Inglaterra porque se estaba disputando la Nations League, y que si iba a jugar Inglaterra pues no había otra opción que sentarse a mirar el partido y alentar al equipo contrario. Había solo una mesa que miraba a la televisión y la tenían dos chicos alemanes, que amablemente me dejaron sentarme con ellos y me ofrecieron cerveza. Partimos el pan ante ese 3-3 y me fui a casa con un saludo rápido, la sonrisa breve y sincera de los compañeros de bar. No sé por qué hice todo esto, ni lo de los árabes, ni lo de los alemanes. O sí lo sé, aunque no lo sepa explicar. Son los ocho pasos básicos del tango, palmear una chacarera o hablar de política en la mesa. Son cosas que una hace.

 

Es irrelevante, en la Argentina, si una se autopercibe o no futbolera. Es como tus padres, como la religión en la que te educaron o el barrio en el que te criaste: no se trata de que te interese, son cosas tuyas más allá de tus preferencias

 

Salí a la calle el día de los cuartos de final, salí a la calle el día de la semi, la final me agarró en un Buquebus (el barco que nos lleva a los argentinos a Uruguay: no hay nada más argentino que estar siempre yéndose a Uruguay, pensando que una debería irse a Uruguay o amenazando con irse a Uruguay, incluso en los momentos más importantes de la Argentina. El buque, de hecho, estaba repleto, ni un auto más entraba en la bodega), pero si no, también hubiera terminado en el Obelisco. Lo interesante es que no voy porque el fútbol me emocione, y eso no importa. De hecho, el fútbol no me emociona, me divierte, por eso prefiero verlo sola, si estoy con gente me desconcentro y me empiezo a aburrir. Pero eso, no voy porque el fútbol me emocione y eso no importa, porque creo que el secreto de la Argentina, pero sobre todo el secreto de Buenos Aires, es una especie de colectividad armada a partir de un consenso superpuesto. Si todos estamos en una plaza o salimos a festejar o cocinamos tortas fritas el mismo día no es porque lo hagamos por las mismas razones: la porteñidad es una forma de lo común que sigue existiendo, a diferencia de las formas de la comunidad en otras grandes ciudades, justamente porque sabe convivir con las diferencias, con los argumentos de cada uno, con los que lloran por la camiseta, los que gustan de hacer antropología de la fiesta popular, los que van porque van porque van sus amigos, los que creen que lloran la camiseta pero la lloran porque la lloran sus amigos, los que miran fútbol todos los fines de semana y los que miran fútbol cada cuatro años. Los porteños —tal vez los argentinos, pero sobre todo los porteños— confluimos en el conflicto, nos juntamos en los almuerzos familiares a odiarnos y en los cafés a hablar mal unos de otros, pero nos seguimos juntando. A veces, o casi siempre, la política parece poner eso en riesgo, justamente porque nos encanta, porque no sabemos ni queremos aprender a vivirla con la tibieza de los países serios, pero siempre aparece algo que termina acomodando las cosas, y las más de las veces es un partido.

Buenos Aires

Supongo que el fútbol es un idioma que hablo aunque crea que no lo hablo, como esos ritmos que una cree que no sabe bailar hasta que te los ponen fuera de contexto y resulta que sí sabés, sabés dónde se golpea, dónde se rebota, no podrías mostrarlo ni sacarle mucho brillo pero lo sabés; lo pensé cuando vi el gol de Julián Álvarez contra Croacia. Quizás es un idioma universal, quizás cualquiera se empieza a reír cuando ve el desparpajo con el que ese chico toma la extrañísima decisión de cruzar la cancha entera sin pasársela a nadie incluso cuando parecía que la perdía, esas decisiones que solo se toman con la certeza del deseo. Puede ser que sea un idioma universal, pero en realidad creo que es el idioma de la memoria. Tengo muchísimos recuerdos asociados al fútbol, y es por algo que poca gente sabe: el fútbol es una de las pocas cosas que me han acompañado durante mi vida, en todos los cruces, porque la comunidad judía ortodoxa porteña, que abandoné al entrar a la adolescencia, es profundamente futbolera. La cancha de Boca tiene un puesto de comida kosher. Mis amigos de la infancia no sabían quién era Claudia Schiffer, pero todos sabían quién era Enzo Francescoli. Las únicas veces que vi a esos chicos sin remera era cuando se sacaban sus camisetas de River o de Boca para revolearlas en el medio de un partido de fútbol. Hay una imagen que recuerdo sobre todo, más que ninguna otra, la cuento siempre porque dice todo sobre mi ciudad y mi vida y mi gente: cuando yo era chica, en la explosión de consumo de los años 90, la ciudad estaba llena de locales de Garbarino, una cadena de electrodomésticos. Empezaban a ponerse de moda las televisiones gigantes como símbolo de estatus para la clase media, y los escaparates de Garbarino estaban llenos de televisores que transmitían 24/7. Cuando un partido importante se jugaba un sábado, a horas de shabat -tiempo en el cual los judíos ortodoxos no pueden utilizar electricidad- mis amigos y sus padres se congregaban a ver los partidos delante de esos locales. En algún momento la costumbre empezó a tener mala fama y la gente empezó a disimular más, después dejaron de pasar los partidos y dejaron de tener los televisores, después cerró Garbarino, pero hubo un momento mágico en que todo eso confluyó y allí teníamos, la picardía porteña y la astucia judía unidas en un solo corazón.

 

En casi ningún lugar de Buenos Aires se escuchan las campanas de las iglesias; en todas sus esquinas, en cambio, se escucha el silencio atronador que precede a un partido de la selección

 

Como todos los porteños, he cambiado de barrio, de horizonte y de tripulación, de vida y de piel infinitas veces: el porteño se mueve, permanece porque cambia, se sostiene porque se desplaza. Y a través de todo eso el fútbol es prácticamente lo único que persiste, es lo que cada cuatro años me marca un recuerdo que me hace preguntarme dónde estaba y con quién y me recuerda de quién estaba enamorada y de quién no y cuánto ganaba y qué me dolía, el único reloj que sigue dando las horas. En casi ningún lugar de Buenos Aires se escuchan las campanas de las iglesias; en todas sus esquinas, en cambio, se escucha el silencio atronador que precede a un partido de la selección. Llevo en mis oídos, como diría el general, ese segundo de tensión que viene después de los himnos y antes del primer toque, la más maravillosa música.

 


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Fotografía de Getty Images e ilustración de Max-o-matic.