Apenas unas horas antes de que Sven Ulreich se convirtiera en el triste protagonista del partido de vuelta de las semifinales de la Champions League que el curso pasado enfrentaron al Real Madrid con el Bayern de Múnich publicamos un artículo en esta misma página web sobre el arquero alemán. Sven Ulreich: Estar ahí, se titulaba el texto, que pretendía reivindicar cómo, “sin hacer demasiado ruido, aceptando un encargo tan envenenado como el reto que tuvo que afrontar el primer grupo que actuó en The Cavern Club después de los Beatles, había aprovechado la lesión de Manuel Neuer para presentarse ante el universo futbolístico como un excelente guardameta”. Pero, aquella noche, el balón y el destino, siempre tan caprichosos e impredecibles, decidieron ensañarse con el ’26’ bávaro, con aquel hombre que había aterrizado en el Allianz Arena con un humilde “quiero estar ahí cuando me necesiten”.
Incapaz de entender cómo aquella inoportuna cesión del francés Corentin Tolisso había terminado dentro de su portería, Ulreich restó inmóvil cuando el otomano Cüneyt Çakir decretó el final de la tortura en la que se había convertido aquel encuentro. Con la mirada fija, con el alma en ruinas, abatido, hundido, sentado sobre el césped del Bernabéu, el arquero del Bayern, que, a las órdenes de Jupp Heynckes, se había erigido en uno de los mejores jugadores de la Bundesliga, escudriñaba, rastreaba, el horizonte, en un infructuoso intento de encontrar respuestas, de entender por qué el balompié había sido tan cruel con él. “Lo siento. No puedo explicarlo”, admitía tras el partido, sabedor de que aquella desgraciada acción, aquel instante eterno, aquellos milisegundos en los que todo sucedió demasiado rápido, le perseguirían siempre.
Se visten distinto. Se entrenan aparte. Las derrotas son por su culpa, aunque otros se manden mil macanas. Se equivocan y es gol. Juegan sin red de contención. Sven Ulreich (Bayern Munich) en el Bernabéu. Foto emblemática que podríamos titular “La soledad del arquero”. pic.twitter.com/GFeTa57EVV
— Diego Borinsky (@diegoborinsky) 2 de mayo de 2018
“Desde el 1 de mayo del 2018, Ulreich será siempre recordado por su tremendo error en el Bernabéu. Así es el fútbol”, escribía un lector. Así es el fútbol, también, para un Lorius Karius que, el 26 de mayo, siguió los pasos de su compatriota al saborear la parte más amarga de este deporte, tan bello e inhumano a la vez. Dos errores flagrantes condenaron al ex del Liverpool, que se despidió del Estadio Olímpico de Kiev inmerso en un vacío, en una tristeza, insondable, agarrando con fuerza la medalla mientras buceaba por el fango de sus pensamientos. “No he podido dormir hasta ahora. Las escenas se siguen repitiendo en mi cabeza. Una y otra vez. Se que lo arruiné todo. Me gustaría volver atrás en el tiempo, pero no es posible. Gracias por todo. Volveremos más fuertes”, escribió Karius un día después de aquella final. El Liverpool ha vuelto, sí. Pero Karius juega ahora en el Besiktas, desahuciado en un fútbol turco que nada tiene de infierno en comparación con lo que ha tenido que sufrir, que vivir, el arquero alemán.
No seré yo quien ejerza de abogado o defensor de tipos que cobran millones de euros por hacer el trabajo con el que casi todos soñábamos cuando éramos críos, de hombres que jamás leerán estas líneas porque, como nos sucedería a nosotros si estuviéramos en su situación, están demasiado ocupados disfrutando de la vida que entre todos les hemos regalado sin tocar el suelo. Pero uno, cansado de la visceralidad, de la dictadura del morbo, que impera en estos grises tiempos, a veces piensa que estaría bien recordar que detrás de todo, que detrás de los Sven Ulreich, los Loris Karius, los André Gomes o los Seydou Doumbia, se esconde siempre una persona; que estaría bien preguntarnos si el que estamos dando a los más pequeños es el mejor de los ejemplos. Claro que todo es un circo, que los futbolistas no son víctimas de nada, que es de vergüenza ajena leer a Gareth Bale lamentar que los jugadores de élite son como robots; pero, si nos detenemos un momento a pensar, resulta difícil comprender qué tiene de especial recopilar las pifias clamorosas de Karius para consumirlas cual carroñeros de fracasos personales. Son guapos, ricos y buenos jugadores; así que nos parece que, con lo que ganan, bien pueden soportar que nos riamos de ellos cuando no les van bien las cosas. Incluso nos gusta, porque las desgracias les convierten en humanos. Que sí, que quizás utilizarlos como una herramienta para canalizar nuestras frustraciones del día a día es el precio que tienen que pagar por haberlos convertido en semidioses. “La exigencia que nos falta en el día a día, en nuestras miserias, en nuestros trabajos, en nuestros estudios, incluso en nuestras delegaciones electorales, la gastamos en los demás, sobre todo con la simpleza de la pelota. Porque lo ajeno es gratis y lo propio cuesta. Quemamos todo, somos unos pirómanos, y el fútbol es parte del todo”, escribía Enrique Ballester hace un tiempo, señalando que ponemos en el presente ajeno una exigencia que se evapora súbitamente al entrar a valorar el propio. Ni siquiera sé cual es la conclusión de este artículo. Les pido disculpas si han llegado hasta aquí esperándola. Solo es que me acordé de Sven Ulreich y Loris Karius, y pensé en que, desde la lejanía, me gustaría que sean felices; que continúen estando ahí, disfrutando del balompié.