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Quien ama no olvida

Nápoles vive anclada en el amanecer de la década de los 90; en el día en el que Diego Armando Maradona dejó atrás San Paolo tras ganarse su amor eterno

Chi ama non dimentica.

En las calles de Nápoles.

 

Recuerdo que un día, hará, quizás, algo más de cinco años, mientras poníamos la música a una de las rúas del Carnaval de mi pueblo, en la provincia de Barcelona, nos dimos cuenta de que, tal como nos había pasado con No hay tregua, casi ya nadie parecía conocer la maravillosa La Mano de Dios, de Rodrigo; así que dejamos de ponerla, rindiéndonos, cediendo, ante el imparable, inalterable, paso de un tiempo que nunca, jamás, se detiene. Volví a pensar en ello este pasado fin de semana; al constatar que los más jóvenes ya ni siquiera parecen conocer Let me out, de Dover, o Walking on Sunshine, de Katrina & The Waves.

Pero el Maradó, Maradó, así como el Sembró alegría en el pueblo, regó de gloria este suelo, de La mano de Dios continúa retumbando con fuerza en las calles de la Argentina y de la que, tal como uno descubre al pisarla por primera vez, es poco menos que su embajada en Italia; una Nápoles, quizás más argentina que italiana, que vive anclada en el pasado. En un pasado esplendoroso. Glorioso. Brillante. Lustroso. Feliz. Plenamente feliz. Tan feliz como se puede ver al Diego en aquel calentamiento en el que, bajo las notas de la preciosa Live is Life, con las botas desatadas, con unos pantalones que nos devuelven a otros tiempos, a la infancia, quizás, con una melena desenfadada, anárquica, rebelde, tanto como su cadera, tanto como él, tanto como la propia Nápoles, desafía la gravedad, y, a la vez, el concepto de arte; flirteando, coqueteando, con la pelota con exquisiteces de otro planeta mientras el Olímpico de Múnich en pleno le observa; hipnotizado, hechizado, ojiplático, boquiabierto, rendido a su magia.

 

Uno de los instantes más ilustrativos de aquel calentamiento, en el que el niño de Villa Florito, quizás sin quererlo, gritó al mundo, desde el silencio, que el fútbol, como la vida, no es más que un juego, sucede, precisamente, en el único momento en el que el ’10’ no tiene el balón en su poder. Rápidamente lo pide, lo reclama. Lo coge. Se hace con él.

Fue eso, precisamente, lo que hizo Maradona en Nápoles; desde que el 5 de julio de 1984, tras aterrizar en la capital de la Campania procedente de Barcelona, convertido en el, por aquel momento, fichaje más caro de la historia del fútbol, fue presentado ante un siempre soñador San Paolo, ante 85.000 aficionados. Maradona le dio la pelota a Nápoles, a un sur pobre, deprimido, marginado, maltratado, ninguneado, eternamente despreciado por el rico, próspero, noble, industrializado, refinado, elegante, norte de un país roto, descosido, fragmentado, con dos mitades siempre tan enfrentadas, tan opuestas, como incapaces de vivir la una sin la otra; de un país de contrastes que, desde la Segunda Guerra Mundial, casi ha tenido tantos gobiernos como años han transcurrido; de “un país de países unido por sus diferencias”, como acentuó el antaño presidente de la República Carlo Azeglio Ciampi. A una tierra sin orgullo, en decadencia, Maradona, le dio, en definitiva, un motivo por enorgullecerse, por alzar, enarbolar, una bandera. Cual Robin Hood; el astro argentino, al que, en uno de sus primeros encuentros en Italia, en Verona, le recibió un inequívoco Bienvenido a Italia, casi convirtió el balompié en una lucha de clases, en una pelea entre ricos y pobres, entre el sur y un norte que ha alzado más del 90% de los campeonatos italianos. 

“Cuando la distancia entre la clase alta y la clase baja es infranqueable, el boxeo es una suerte de revancha de los que poco o nada tienen; una forma de civilizar el resentimiento. Es también la vía de llegar, tarde y mal, a cierta ilusión de dignidad”, escribía, según recoge Quique Peinado en ¡A las armas!, el argentino Arturo Seeber Bonorino en el prólogo de su libro de relatos Un paquete para el mánager; con unas palabras que, adaptadas al mundo del balón, sirven para señalar lo que fue el fútbol en aquellos años para los hijos del Vesubio; que, liderados, capitaneados, comandados, por Maradona, se rebelaron contra la casi irrompible tiranía del fútbol transalpino, siempre dominado, al igual que tantos otros ámbitos de la sociedad italiana, por el norte, al celebrar el primer título de la Serie A de toda su historia en aquel eterno, inolvidable, domingo 10 de mayo del 1987.

 

Han pasado casi tres décadas, pero su huella es imborrable, inmarcesible, perenne. Nápoles continúa adorándole, rindiéndole culto, como si fuese un santo. Porque el fútbol es su religión. Y Maradona, su dios

 

Aquel triunfo del Nápoles, de los terroni, como, desde el norte, se llamaba a los habitantes del sur “para etiquetar peyorativamente su presunta pereza e ignorancia”, según explicaba Nacho Pato en estas mismas líneas, trascendió las cuatro líneas del césped, así como las paredes de San Paolo. La pancarta que apareció en las puertas del cementerio napolitano de Poggioreale justo el día después (“E non sanno che se sò perso”; “No saben lo que se han perdido”), así como el Sois los campeones del norte de África o el Napoli campeón, ultraje a la nación, que aparecieron en las paredes de Turín, evidencian la magnitud de aquella victoria, de aquel Scudetto, que, unido al que el propio Napoli lograría en la 89-90, son los dos únicos que tiene el fútbol del sur de Italia, acabó de cimentar el vínculo eterno entre la ciudad y Maradona; todavía presente, omnipresente, casi treinta años más tarde, en cada calle, en cada esquina, de una Nápoles convertida en un santuario repleto de altares, de murales, en honor del Diego.

Han pasado casi tres décadas, pero su huella es imborrable, inmarcesible, perenne. Nápoles continúa adorándole, rindiéndole culto, como si fuese un santo. Porque el fútbol es su religión. Y Maradona, su dios. Un dios humano venerado por todos en una ciudad sin ateos. Venerado incluso por los que no habían nacido cuando el ’10’, que, en sus siete temporadas con la elástica celeste, además, alzó una Copa de Italia (86-87) y una Supercopa (1990), y una Copa de la UEFA (88-89), firmando 115 partidos en unos 250 encuentros, se ganó el amor eterno de una ciudad única, volcánica, visceral, mágica, pasional, viva, eléctrica, irreverente, de sangre caliente, sin término medio; acostumbrada a pasar del cielo al infierno, y viceversa, sin detenerse en el purgatorio; siempre tan contradictoria, tan santa y, a la vez, tan pagana; de mil colores, tal como ya cantaba Pino Daniele en 1977 en la bella Napule è.

Maradona se ganó el amor eterno de una ciudad que sigue latiendo al compás de San Paolo, que respira fútbol. De una ciudad a la que se le continúan iluminando los ojos cuando habla del Diego; del hombre que le dio motivos para divertirse, para soñar; de alguien que nunca fue, que jamás será, un futbolista más. De alguien que es como un familiar más; tal como se constata al huir de los Bershka, los Pull and Bear y los Victoria’s Secret que llenan la Via Toledo para adentrarse en las adoquinadas, caóticas, bulliciosas, inundadas de Piaggio’s conducidas por motoristas, menores muchos de ellos, sin casco, calles de los Quarteri Spagnoli; quizás las más deprimidas, castigadas, humildes, de una ciudad en la que la camiseta más vendida en las plazas continúa siendo la del ’10’.

El decadente estado de las fachadas del barrio es, sin duda, la mejor metáfora para ilustrar la situación de una ciudad, nostálgica de un pasado siempre mejor, siempre más feliz, que sigue viviendo de los recuerdos, del pasado; inmersa en un sueño del que, consciente de que los días más gloriosos quedan ya demasiado lejos, no ha querido despertar para no estrellarse contra la realidad. El decadente estado de las fachadas de los Spagnoli Quartieri es, sin duda, la mejor metáfora para ilustrar la situación de una ciudad anclada en el amanecer de la década de los 90; en el día en el que el Diego, su gran hijo pródigo, la dejó atrás.

 


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