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Jugar con fuego

¿Por qué fichar a un jugador cuyo particular modo de entender la vida y el deporte le ha arrastrado hasta el ocaso de su carrera? ¿Por qué apostar por él?

La pretemporada, si te la miras con una cierta metafísica, es una mierda seca. Un baño sin grifos. Un descampado yermo y arenoso al que aplasta un sol que cae a plomo, y en el que ya no hay oxígeno para que florezca la mala hierba. Ni tan siquiera los Peugeots de segunda mano. La pretemporada se acerca peligrosamente a esa familia de cosas que constituyen la nada, o en todo caso solo es eso, la pretemporada. Qué tedio. Pero por esa misma razón, cuando suceden en ella cosas inesperadas, la pretemporada pega un vuelco y amenaza con convertirse en un acontecimiento más arrebatador que la mismísima final de la Copa de Europa. Es excitante. De repente, mientras una lata vacía de cerveza rueda calle abajo, algo abofetea el vacío, y la calma se desmadra. Cualquier detalle vale para detonar el caos. Una frase de De Laurentiis. Unos kilos de más en la tripa de Agüero. O una foto de Valerón recogiendo a Kevin Prince Boateng en el aeropuerto de Gran Canaria.

No hace falta entender mucho para sospechar que la llegada de Boateng a Las Palmas, ruido mediático aparte, contiene una abundante dosis de riesgo. El centrocampista ghanés forma parte de esa estirpe de jugadores que tan ágiles tienen los tobillos como sacudidas las neuronas, y cuyo desarrollo deportivo y vital, siempre en clara pendiente, sigue unas pautas concisas. Al principio parecen buenos y graciosos. Luego se van quedando solo en lo segundo. Y a la postre, magullados por el ir y venir de sus propias excentricidades, se desplazan a un rincón del parque como perros famélicos, procurando pasar inadvertidos. Véase el caso de Mario Balotelli, que hoy deambula por las calles (a saber qué calles) sin una sola oferta en las notificaciones del Iphone, esperando que llegue la hora de encerrarse en el balcón del hotel, tirar la llave, encenderse un pitillo y empezar a pensar en el índice de su futura autobiografía. Sin prisas.

¿Pero por qué un club debería dejar de apostar por ese tipo de futbolistas? ¿Por qué no confiar en Ben Arfa o Boateng, por ejemplo, y en el innegable atractivo que desprenden sus imprevisibles cables cruzados? Hace tiempo que voy puliendo en mi cabeza la teoría de que el fútbol, cuanto menos se asemeja al fútbol, mejor deporte es. Todo está ya demasiado visto. Si la toca el portero es córner. Si una falta para una contra, tarjeta amarilla. Si el árbitro pita algo en tu área, está equivocado. Si la coge Messi, golazo y tres puntos. Estamos matando el misterio, lo ignoto, la sorpresa. Maldita fue la noche en la que decidimos separar el balón de la chaladura o el riesgo, sus primos hermanos. A veces, cuando me acuesto, destino tres minutos a cruzar muy fuerte los dedos, esperando que el nuevo día traiga con él la espantosa imagen de una tumba abierta en el cementerio de Figueres, y que a los pocos minutos, antes de que un vecino llame a la policía, Salvador Dalí reaparezca en la plaza de la ciudad, se desempolve el bigote y proclame: “Vuelvo a declarar, por si a alguien se le ha olvidado, la independencia de la imaginación y el derecho del hombre a su propia locura”. Y que luego, arrastrando los pies, el pintor regrese a su ataúd, se acomode en él, cierre el capote y todo vuelva a la normalidad. Pero no a la normalidad común. A la disparatada normalidad, que es la buena.

Fichar a Boateng, hoy por hoy, es jugar con fuego. Pero qué maravilla de fuego, por dios. Hay hogueras que en verano sobran, pero que aun así conviene mantener encendidas, no vayas a necesitarlas cuando llegue el frío. Y la que aviva el ex del Milan a cada paso que da es una de ellas. Hasta Navidad tendremos diversión asegurada. Lo que no está tan claro, sin embargo, es si esta se desplegará sobre el terreno de juego o fuera de él. Bellísima ignorancia. Nadie sabe cómo se adaptará a la liga española. Qué vinculo forjará en el campo con Momo o Jontathan Viera. Cuánto le aguantará el físico después de estar tantos meses parado. O, sin ir más lejos, de qué narices hablarán con Quique Setién cuando coincidan un instante en el autocar, teniendo en cuenta que el entrenador cántabro, como ya se contó en su día en esta misma revista, es un tipo cauteloso y poco dado a los espíritus ajetreados, amante del ajedrez y de la literatura, de esos placeres quietos e insondables que hacen de la vida un paseo entre las nubes. Pero es mejor así. Es preferible no saber nada, ni siquiera poseer la información que nos invite a suponerlo. A los interrogantes del fútbol, en agosto, hay que abrirles la puerta y estrecharles la mano. Que pasen, que pasen. Que seguro que juntos nos divertiremos.