Delanteros que muerden. Delanteros que insultan. Delanteros que se cabrean. Delanteros que sufren. Delanteros que asustan. Delanteros que duermen bajo la cama de los niños. Delanteros que incluso lloran. Delanteros taciturnos y egoístas y tristes. La felicidad de todos los arietes depende de si consiguen meter la pelota en la portería. Como el del poeta, el oficio del goleador es funesto: sonríen, como mucho, una vez al día si escriben un buen verso. Al minuto vuelven a estar cabreados o deprimidos. Son insaciables; eso les da la vida, eso se la quita. En el ecosistema malhumorado que conforman los delanteros, hay un rara avis que disfruta. Parece vivir alejado del ansia competitiva de los killers, a los que siempre les rugen las tripas. Es Firmino, el delantero que en el campo no usa los dientes para devorar, sino para sonreír. Tan importante es su sonrisa que, tal y como contó Diego Torres en El País, ‘Bobby’ decidió hace un tiempo esmaltarse los incisivos, los molares y los colmillos con un blanco que parecía reservado a los anuncios de Colgate. Se cepillaba los dientes, uno a uno, antes y después de cada entrenamiento con una pasta especial.
El brasileño es un delantero atípico. Cuando está en el área, pasa más que chuta, como si le hubieran cambiado los botones del mando de la play. Apareció cuando el falso nueve era una moda, igual que las patillas o las riñoneras, complementos que solo quedan bien a unos elegidos. Lo mismo sucede con esa posición: pocos son los privilegiados que podían ocuparla. El falso nueve, como el adjetivo, cuando no da la vida, mata. Ese recurso ya casi se ha ido y Firmino todavía está aquí. Capaz de regatear en un sello postal, de hilvanar taconazos que abrirían cajas fuertes, de fabricar disparos que son pedidas de mano. Firmino confirma que lo que diferencia a los artistas del resto es su repertorio. Flota como una mariposa y pica como una avispa. Cuando encara, se invierte el orden de limpieza: los defensas entran al área como si estuviera recién fregada y después él lo pone todo perdido. Aún de vez en cuando firma jugadas para las que hay que darse de alta en Only Fans.
En un equipo ‘red’ que jugaba con prisa, como si le persiguiera el fin del mundo, Firmino miraba a un lado y a otro para cruzar los pasos de cebra
Era el delantero centro de un tridente de época con Salah y Mané. Pero cogió las maletas y emigró del punto de penalti. Firmino se convirtió en un futbolista nómada, siempre buscando el mejor lugar para ganarse la vida. En el rock and roll que era ese Liverpool de Klopp, el brasileño era la pausa. El silencio antes del estribillo. Él pensaba, los demás ejecutaban. Complementaba su inteligencia con el altruismo de los desmarques y el sacrificio defensivo. Firmino ganaría todas las batallas de gallos porque sus pases siempre rimaban. En un equipo ‘red’ que jugaba con prisa, como si le persiguiera el fin del mundo, Firmino miraba a un lado y a otro para cruzar los pasos de cebra.
Klopp sabe lo importante que es: “La forma en la que jugamos en los últimos años solo fue posible gracias a ‘Bobby’”, dijo hace poco el entrenador del Liverpool, consciente de que el brasileño, que termina contrato, no está por la labor de renovar. Escapará del Liverpool como escapa de los rivales y como escapó de los radares de los grandes clubes. Su primer equipo europeo, el Hoffenheim, lo fichó porque su ojeador lo descubrió a través del Football Manager. Lesionado, se perderá los próximos partidos y apenas le quedarán citas para despedirse. Quizás ya ha marcado su último gol con el Liverpool. Si fuera otro tipo de delantero, en Anfield ya nunca más le verían sonreír. Pero, por suerte, Firmino sonríe aunque no marque. Veremos a qué equipo ilumina el brillo de sus dientes.
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Fotografía de Getty Images.