Mónaco y Oporto acababan de verse las caras en la final de la Champions. El Valencia de Benítez le había birlado una Liga al Madrid de los ‘galácticos’. El Barça cerraba otra temporada en blanco, 1.825 días seguidos sin oler títulos. Demasiadas señales como para no haber intuido que la Eurocopa de aquel año, celebrada en Portugal, iba a destrozar pronósticos.
Y eso que al torneo de selecciones más importante de Europa llegaban equipos consolidados, empezando por la vigente subcampeona del mundo, Alemania, y terminando por la anfitriona, que sumaba un jovencísimo Cristiano Ronaldo a la vieja guardia formada por Carvalho, Figo o Deco. Solo un oráculo podría haber pronosticado lo que ocurrió después: el partido inaugural iba a enfrentar a los mismos equipos que el último. Con idéntico signo, además. Grecia se impuso 1-2 a los lusos en la fase de grupos e hizo lo mismo pero por 0-1 en la gran final disputada en Lisboa.
2004 es el refugio al que acudimos cuando necesitamos coger aire ante la previsibilidad futbolística de nuestros días. Este deporte nos gusta, en parte, porque no tiene lógica
Un torneo capicúa que siempre será recordado por la inesperada gesta helena (que se pagaba a 150 euros por euro apostado); pero también por encumbrar a Milan Baros, con dos tantos en toda la temporada con el Liverpool, como máximo goleador; o por confirmar al veterano Zagorakis, que tras la final fichó por el Bolonia, como MVP absoluto.
Pero por encima de todo, este fue el torneo que elevó a Angelos Charisteas a la categoría de deidad griega, al ser el responsable de la tragedia lusa con el gol de la victoria. Y eso que el delantero venía de lograr un ‘doblete’ en Alemania con el Werder Bremen. Nadie vio venir que aquel podía ser su año. Como nadie predijo que Éder, un delantero del montón, vengaría a Portugal 12 años después con la misma medicina: haciendo llorar a un anfitrión. Pero esta es otra historia.
2004 es el refugio al que acudimos cuando necesitamos coger aire ante la previsibilidad futbolística de nuestros días. Este deporte nos gusta, en parte, porque no tiene lógica.
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Fotografía de Getty Images e ilustración de Alexis Bukowski.