Domingo, cinco menos diez. Jugaba el Madrid, el rival no importa. Adolfo y yo compramos una entrada de gallinero por mil pelas, entramos en el Bernabéu e hicimos el truco habitual: subimos las escaleras y, al llegar al segundo anfiteatro, entramos como si fuese ese nuestro lugar. Nadie pedía la entrada. Caminamos un poco, saltamos una verja, bajamos unas escaleras y listo: ya estábamos en el primer anfiteatro de lateral, la mejor entrada del campo. Habíamos pagado mil y estábamos sentados en un asiento de cinco mil.
Llevábamos varios partidos haciendo lo mismo. Como el estadio no se llenaba, veíamos la primera mitad más cerca del fondo Norte y la segunda más cerca del Sur, para seguir de cerca los ataques del Madrid.
Ver el fútbol en el gallinero era toda una experiencia: alcohol, muchas drogas blandas y alguna dura, montones de gente que sabía una burrada de fútbol y animación constante. Pero nosotros éramos muy vagos y nos gustaba sentarnos, así que empezamos a colarnos en entradas cada vez más caras, hasta que encontramos el camino al primer anfiteatro.
Como lugar noble, la sección estaba llena de señores con puro, mucha opinión y enorme nostalgia del pasado. Todos hablaban de Di Stéfano como si fuese de la familia, se quejaban de cualquiera que fuese el entrenador y pensaban que todos los chavales del filial eran unos paquetes, porque ya no eran de la Quinta. Pero tenían en la cabeza cómo tenía que jugar el Madrid, y en eso el estadio era unánime: rápido, directo, entretenido, vibrante.
Al ver el nombre de Redondo en la alineación, don Joaquín suelta: “Vaya, otro día que jugaremos con el freno de mano echao”. Adolfo y yo nos miramos, Fernando Carlos Redondo Neri era nuestro Dios. Nunca hablábamos con los socios viejos, pero esto era una señora provocación
Pensábamos que, visto un socio viejo, vistos todos, hasta que ese día nos sentamos al lado de don Joaquín. Nos miró con desprecio, sabía que nos habíamos colado. Después del anuncio del restaurante erótico La Olla Caliente, la alineación apareció en el marcador. Al ver el nombre de Fernando Redondo, don Joaquín suelta: “Vaya, otro día que jugaremos con el freno de mano echao”.
Adolfo y yo nos miramos, Fernando Carlos Redondo Neri era nuestro Dios. Nunca hablábamos con los socios viejos, pero esto era una señora provocación. “¿No le gusta Redondo?”, pregunté incrédulo. “No se trata de gustar, chaval. Posturitas aparte es un jugadorazo. Pero en este equipo quien la tiene que tener es Laudrup, que da el último pase. Redondo no lo entiende y la retiene, la pasa atrás, se coloca el pelo, se sube las medias… Milla es mucho peor, pero el equipo funciona porque se la da a Laudrup a la primera”.
Empezó el partido. Redondo tocó hacia atrás las cinco primeras pelotas, a pesar de que en tres tenía a Laudrup disponible. Don Joaquín no se jactó de su acierto, estaba pendiente de Hierro. “Está lento hoy, le pasa algo”. Miré a Adolfo con cara de no entender nada. Unos minutos después, todavía en la primera parte, Hierro pidió el cambio.
En la última jugada antes del descanso, Amavisca perdió la pelota en la derecha. Me quejo en alto: “¿Qué haces fuera de sitio?”. Don Joaquín me corrige bajito: “Chaval, [Valdano] le ha cambiado de banda hace cinco minutos. Su lateral izquierdo es lentísimo”.
Después de una breve deliberación, decidimos no ir hacia al fondo Sur en la segunda parte para seguir escuchando a este personaje. En el minuto cinco del segundo tiempo Amavisca, por la derecha, destroza al mencionado lateral en velocidad y asiste a Zamorano, que marca. Don Joaquín sigue sin presumir, concentrado: “Si entra Milla los matamos, pero como éste [Valdano] viene con los cambios hechos de casa, pondrá a Sandro”.
Vimos a Redondo aprender a soltarla rápido, sufrimos, nos quejamos y vibramos con el equipo, y disfrutamos de clases quincenales sobre el juego con un socio castizo de los de antes
En la banda comienzan a calentar Sandro y Milla. Valdano sorprende a don Joaquín y mete al segundo. Con el contrario abierto intentando empatar, Milla se cansa de encontrar a Laudrup con espacio, y el Madrid mete tres más a la contra. Al final del partido, Don Joaquín se levanta y nos da la mano. “No tenéis ni puta idea, pero dais suerte. Volved cuando queráis, estos asientos están libres”.
Y volvimos. Durante varias temporadas, ir a buscar a don Joaquín se convirtió en la rutina más placentera de nuestros domingos en el Bernabéu. Llegábamos a ver el calentamiento (“Hay que ver cómo están los chicos”, decía) y nos quedábamos después, debatiendo partido y calendario. Vimos a Redondo aprender a soltarla rápido, sufrimos, nos quejamos y vibramos con el equipo, y disfrutamos de clases quincenales sobre el juego con un socio castizo de los de antes.
Después de las semifinales de la Copa de Europa del 98, el club cerró el acceso clandestino al primer anfiteatro, y por tanto nuestro camino a don Joaquín. Nos quedamos sin celebrar con él el título que llevaba más de 30 años esperando, pero me gusta pensar que tengo algo suyo cuando veo fútbol, algo que comparto feliz cuando estoy en el estadio y se sienta cerca un chaval que no tiene ni puta idea.
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Fotografía de Getty Images.