El cáncer es la prueba definitiva de que Dios no existe. Solo unos pocos logran escapar de sus garras. Si te ata, te pisotea y estruja hasta el final. Durante ese tiempo, una mano negra invisible te va retorciendo el corazón. Es una paliza en un callejón, huir hacia quién sabe dónde con una mochila llena de orgullo y dolor. Una pérdida es una mancha en el alma que no se va. La podemos pintar de color, pero se corporiza en la silla vacía del comedor. O al intentar recordar su voz y no alcanzar más que un puñado de palabras desordenadas. Es el miedo de ir por la calle y que te asalte su perfume.
Pronto se cumplirá un año del adiós de J. Nunca conocí alguien que con sus historias consiguiera poner pegamento al sofá. Como si, al empezar a contar una anécdota, te trasladara a un teatro. Fondo negro, luces apagadas, un taburete, un foco apuntando sobre su cabeza. Te perdías en el laberinto de sus memorias. Como un atracón de series con el que te fulminas una temporada en una tarde o un libro que no se despega de tus manos.
Mi anécdota preferida fue cuando contaba que viajó de Barcelona a Roma haciendo autostop, como Jack Kerouac. Allí vivió uno de los personajes más carismáticos jamás proyectados en una pantalla: Jep Gambardella, el protagonista de La Grande Bellezza de Paolo Sorrentino. “Yo no quería ser simplemente un mundano. Quería ser el rey de los mundanos. Y lo conseguí”, dijo Jep en un paseo junto al río Tíber. Y quizá el techo de los sueños del hombre de a pie sea ese. Optamos a explicar buenas historias de sobremesa, tener su carisma y ser una de esas personas cuya presencia es capaz de iluminar una habitación.
Uno de los personajes preferidos de J era Pep Guardiola. Cada partido de su Manchester City se ha convertido en una fiesta de los De Bruyne, Cancelo o Rodri en el ático de Jep enfrente del Coliseo. Porque Pep tiene algo de Jep. Para muchos, este City puede ser lo más cercano a La Grande Bellezza. Incluso a pesar de los resultados, de ganar la Premier League en enero. El fútbol del posmodernismo es algo tan vacío que solo mira el marcador. Que Guardiola levante dos, cinco o quince Champions importará a las calculadoras y a quienes se pasan la vida formulando cruzadas entre ismos. Este City es uno de los equipos elegidos que a lo largo de la historia han logrado elevar el fútbol a la categoría artística. Aunque no tendrá tanta literatura; escribir sobre los que ganan es más complicado que hacerlo de las derrotas. Y porque Manchester está cargado de bolsas de un dinero que incomoda.
El fútbol es una de las patas de la mesa de nuestra vida. Para algunos será más larga que para otros. Para J, como para tantos más, el fútbol era un lugar en el que la máscara social se derretía. Allí no había espacio para las formas y las convenciones. A veces pienso que su prematuro adiós le dejó en medio del camino, que nos quedaban horas de sofá, goles por celebrar e insultos al televisor con los que desfogarnos. Su último partido fue también el último de Messi con el Barça, su Barça. Todo quebró. Y cuando se lloraba la marcha de Leo, yo pensaba en J. No se lo hubiese creído. Le necesitaba ahí para maldecirlo todo y desenterrar soluciones.
Dice Gambardella que “la nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro”. Hay una parte de nosotros que decide bajarse en algunas estaciones que dejamos atrás para que cuando miremos al pasado, a lo largo de la vía, sepamos qué recordar. Aquello es la nostalgia, una parte del pasado en la que decidimos quedarnos para siempre. Aunque el balón siga rodando.
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Fotografía de Imago.