Son muy pocos los futbolistas que pasan a la historia después de proponérselo. La vida suele tener para ti los planes que tú no tenías reservados para ella. Y viceversa. O lo que es lo mismo: la senda más rápida y probable para encontrar el éxito es, irremediablemente, la que te obliga primero a dejar de buscarlo.
Cada día es más sencillo tenerlo claro.
Origi es un delantero del Liverpool de nombre espectacular, Divock, que este año partía con la misión de dar minutos de descanso a los tres delanteros titulares de su equipo: Mané, Salah y Firmino. Probablemente, en agosto, cuando por la temporada corría esa brisa tan propia de los amaneceres, el único deseo que poseía este belga de 24 años era el de acumular el máximo de minutos posibles las tardes en las que el senegalés, el egipcio o el brasileño no estuvieran en condiciones de saltar al campo. Un propósito más bien modesto, podrían pensar los aficionados ‘reds’, teniendo en cuenta que cuando el club lo firmó en 2014 ya había marcado en una Copa del Mundo y era uno de los arietes jóvenes con mejor pinta del continente.
Pero a Origi le sucedió lo que a la larga nos termina ocurriendo a todos. Que el tiempo adelantó a sus expectativas, y una clase de gris plomizo empezó a teñir lo que antes parecía de oro. Acumuló cesiones, se cayó de convocatorias, falló goles cantados y fue trazando paso a paso, con una disciplina de hierro, esa amarga línea que lleva a un jugador que prometía acabar en lo más alto a descorchar un curso con la única idea de ser un buen suplente en un conjunto potente.
Pero abandonar los sueños grandes, como decíamos, tiene sus ventajas.
Origi no va a robarle el puesto a sus compañeros. Ni lo ha hecho esta campaña ni lo va a hacer en la siguiente. Lo sabe él y lo sabemos nosotros. Pero Origi, ese mismo Origi que ya damos por supuesto que no será el que en su momento creímos, pasará a la historia de la Champions después de haberle metido dos al Barcelona en unas semifinales frenéticas y otro más al Tottenham en el partido definitivo por el título.
Y esta es la lección que nos regala el fútbol. Que una cosa no se entiende sin la otra.