“¿Por qué huir del circo si el mundo está repleto de payasos?”.
Song for Len Shackleton, de Chumbawamba.
Leonard Francis Shackleton fue un futbolista diferente, un elemento profundamente antinatural en medio del frío mundo del balompié. “Fue una mezcla fantástica entre Stanley Matthews y Charles Chaplin”, aseveró en una ocasión un periodista de The Daily Express. “Fue impredecible, brillante, inconsistente, radical, extravagante y travieso. Un tipo que poseyó todos los encantos y atributos propios de un genio del fútbol”, proclamó el propio Matthews en su autobiografía, deslumbrado por la inmarcesible figura de un futbolista que, descarado e irrepetible, honró el balompié entendiéndolo como un simple juego en el que ganar era algo secundario, irrelevante ante el indescriptible placer de divertir al público, de hacerlo disfrutar con su extraordinario e ingente talento mientras bailaba con las defensas contrarias.
El Príncipe Payaso del Fútbol (The Clown Prince of Soccer) vivió el fútbol de una manera tan pura como genuina desde que aterrizó en el mundo en un lejano 3 de mayo de 1922 hasta que cerró los ojos para siempre en un triste 28 de noviembre del 2000, la fecha en la que el balompié se despidió de un artista que se enamoró del deporte rey en las calles de Bradford; las mismas que ejercieron como escenario de sus primeros toques, las mismas que en 1938 le vieron partir hacia el sur del país para incorporarse a las categorías inferiores del Arsenal.
Pero la aventura londinense resultó ser verdaderamente efímera para el imberbe Len, que tan solo un año después sería rechazado por el Arsenal por su corta estatura. “Regresa a Bradford y consigue un trabajo. Nunca llegarás a ser futbolista profesional”, le espetó el entrenador del primer equipo, George Allison. Shackleton, cuya solicitud para servir como voluntario en la Royal Air Force durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue declinada porque el empleo que había conseguido en la industria armamentística era considerado demasiado importante, se vengó del técnico gunner al enrolarse en el Bradford Park Avenue de la segunda división inglesa, el club con el que firmó su primer contrato como profesional (1940).
Len, un atacante que complementaba su insaciable olfato goleador con una espectacular e inusual habilidad para el regate (“Más que algo tan prosaico e insulso como un delantero, era un artista”, pregonaba el obituario que le dedicó The Daily Telegraph), anotó cerca de 170 tantos en los 210 encuentros que disputó con el conjunto de Bradford durante la guerra, una cifra que le sirvió para recibir una oferta del Newcastle, que buscaba potenciar su plantilla para intentar regresar a la máxima categoría del fútbol inglés y que, avanzándose al interés del Sunderland y el Sheffield Wednesday, desembolsó 13.000 libras para convertir a Shackleton, que por aquel entonces ya había dejado varias muestras del carácter excéntrico (e incluso problemático) que haría que unos años más tarde la prensa le definiera como The Clown Prince of Soccer, en el protagonista del segundo traspaso más caro del balompié británico.
“Era capaz de hacer hablar el balón. Siempre prefirió hacer alguna virguería que marcar un gol”
El 5 de octubre de 1946, apenas cuatro días después de oficializarse su fichaje por el Newcastle, el maravilloso atacante de Bradford acalló todas las dudas que podía haber provocado la enorme inversión en su debut con el conjunto norteño. Bajo la atenta mirada de los 52.137 hinchas que abarrotaron las graderías del St. James’ Park, Shackleton anotó hasta seis dianas (tres de ellas en tan solo 155 segundos, celebrando uno de los hat-tricks más rápidos de toda la historia del fútbol) en el incontestable 13-0 con el que el Newcastle avasalló al Newport County; una victoria, adornada con un póquer de Charlie Wayman (“Es muy difícil jugar con Shack. Tiene tanto talento que no siempre es fácil entender lo que quiere”), con un doblete de Jackie Wilburn (“Cuando estaba de humor, era capaz de hacer hablar al balón. Siempre fue un showman, siempre prefirió recibir un aplauso por hacer alguna virguería que marcar un gol”) y con un tanto de Roy Bentley, que 72 años después todavía permanece como una de las goleadas más contundentes que se han producido jamás en las islas británicas.
La hinchada del Newcastle se enamoró rápidamente de Shackleton; pero las relaciones del futbolista de Bradford, que cerró el curso con 19 tantos que resultaron ser insuficientes para ayudar al equipo a lograr el ascenso, con el resto de la plantilla y con la directiva de los Magpies se fueron tensando hasta límites insospechados. “Enamorado de sí mismo, pero peleado con la mayoría de sus compañeros, trufó su etapa en St. James’ Park de goles y polémicas. Un sábado firmaba cuatro goles de una tacada y al día siguiente exigía hacer la alineación. Un fin de semana hacía una exhibición en el verde y horas después chantajeaba a sus directivos pidiendo un aumento de sueldo, so pena de quedarse en casa y no acudir a los partidos del equipo. Excéntrico, genial e irremediablemente umbilical, Shack fue su peor enemigo. Puso su ego por delante del colectivo y, a finales de los años 40, el Newcastle perdió la paciencia. El capricho de Len de no asistir, junto a sus compañeros, a presenciar un partido de uno de sus rivales directos fue el detonante de un divorcio sonado”, apuntaba Rubén Uría en Eurosport, relatando las excentricidades de un Shackleton que también quería opinar sobre las alineaciones, los fichajes, los entrenamientos y los viajes.
Finalmente, después de pelearse con el capitán del equipo, Joe Harvey (“Jamás ganaremos nada mientras él esté aquí”), después de anotar 25 goles en 57 encuentros, Len dejó atrás St. James’ Park y se incorporó al eterno rival de los Magpies, el Sunderland. “Siempre me dicen que prefiero el Sunderland, pero en realidad no tengo nada en contra del Newcastle. Me da igual quien les gane”, afirmaría Shackleton, que en febrero de 1948 aterrizó en el Stadium of Light a cambio de 20.050 libras, una cantidad, calificada de obscena, que le convirtió en el futbolista más caro de la historia. El honor, sin embargo, tan solo le duró un par de temporadas, hasta que el Sunderland, el equipo que por fin le permitió alcanzar la First Division, hizo honor a la ostentosa etiqueta con la que se le conocía en aquel momento (Bank of England) al desembolsar 30.000 libras para hacerse con los servicios de Trevor Ford, un prolífico delantero galés que acabaría dejando el club tres años después, harto de discutirse con un Shackleton que pronto se convirtió en uno de los grandes ídolos de la afición de los Black Cats.
El desaparecido Roker Park fue el escenario de los mejores años de Shackleton (“Fichar por el Sunderland fue lo mejor que hice”), autor de 101 tantos en los 348 encuentros que disputó con el equipo entre 1947 y 1957, el año en el que se vio obligado a retirarse del fútbol por culpa de una lesión en el tobillo. Pero antes de hacerlo, The Clown Prince of Soccer protagonizó varios tantos antológicos, de los que pervivieron durante años en la memoria de compañeros que más tarde serían rivales, como Ron Greenwood (“Era un showman, un personaje que trascendió la muerte. Algunas de las cosas que hizo no tenían nada que ver con ganar o perder un partido, pero la multitud lo amaba”) o como Bob Stokoe, que en una ocasión aseguró que, “de haber sido más un jugador de equipo, podría haber sido el mejor futbolista de la historia del país. Enfurecía tanto a sus compañeros y rivales como deleitaba a los aficionados”.
“Era un showman, un personaje que trascendió la muerte”
En una ocasión, en un partido contra el Arsenal, el equipo que le había repudiado cuando daba sus primeros pasos hacia el fútbol profesional, en el que el Sunderland ganaba por un ajustado 2-1 cuando faltaban cinco minutos para el final, Shackleton recibió el balón y regateó a dos defensas con una facilidad insultante, quedándose solo ante el arquero. Pero, en lugar de definir para intentar sentenciar el partido, “plantó la pelota en el punto de penalti y colocó sus posaderas sobre ella. La estupefacción de rivales, compañeros de equipo y aficionados fue mayúscula, pero todavía fue mayor cuando comenzó a gesticular con las manos, tocándose el pelo, haciendo como que se peinaba mientras se miraba la muñeca como si llevara un reloj. Era su pintoresca manera de pedirle la hora al árbitro”, era su manera de vengarse del conjunto de Highbury, rememoraba Rubén Uría en el citado artículo en Eurosport, un texto en el que también recordaba que, “esa misma temporada, cuenta la leyenda que un aficionado le lanzó un albaricoque desde la grada. Shack lo vio venir, paró la fruta con el pecho, la elevó con un movimiento de rodilla y se la colocó en la boca. En otra ocasión, con el césped del Roker Park helado agarró la pelota y se dirigió al banderín de córner. Allí, cercado por un par de contrarios, se dedicó a tirar paredes con el banderín”.
Al excéntrico Shackleton le encantaba deleitar al público, aunque muchas veces fuera a costa de ridiculizar a rivales como el arquero gunner George Swindin. “En una victoria por 4-1 contra el Arsenal, Billy Bingham le robó el balón a Swindin y se lo cedió a Shackleton para que finalizara la jugada. Cuando estaba sobre la línea de gol, puso el pie encima de la pelota y le dijo: ‘Vamos, George. Todavía no está dentro’. Sacudiéndose el barro, Swindin hizo un intento desesperado de coger el balón, pero Shackleton se la devolvió a Bingham para que marcara”, narraba un texto de ESPN sobre la singular figura del atacante de Bradford.
Sus controvertidos gestos, penaltis lanzados con el tacón incluidos, ensombrecieron su carrera deportiva hasta el punto de que, a pesar de ser considerado uno de los futbolistas ingleses más habilidosos de la época, apenas defendió la elástica de la selección en cinco ocasiones, una realidad que, en parte, también se explica por su particular estilo futbolístico, radicalmente opuesto al balompié arcaico que históricamente ha predominado en las islas británicas. “Nosotros jugamos en Wembley, no el London Palladium”, respondió en una ocasión un miembro del cuerpo técnico de los Pross, cansado de ser cuestionado una vez tras otra por la decisión de no incluir a la estrella del Sunderland en las convocatorias. “Regateaba a un jugador y luego se daba la vuelta para volver a driblarlo. Cuando tenía la posibilidad de dar un pase fácil, prefería adornarse intentando virguerías”, lamentaba el seleccionador, un Walter Winterbottom que, a pesar de alabar el talento de Shackleton en repetidas ocasiones, jamás fue capaz de domar el áspero carácter de un futbolista que siempre jugó para el público.
Finalmente, en 1955, el atacante de Bradford, frustrado, reconoció que ya no deseaba volver a ser citado por los Pross. Dos años después, a los 33, colgaría las botas definitivamente, cansado de las prácticas de los directivos, a quienes les dedicó un capítulo del libro que publicó en 1956 (Len Shackleton. Clown Prince of Football). Shackleton, que se convirtió en uno de los primeros futbolistas en editar una autobiografía y que más tarde ejercería como columnista en el Daily Express y en el Sunday People, dedicó el capítulo nueve de la obra al Conocimiento medio sobre fútbol de los directivos, un pasaje que consistía en una página completamente en blanco.
La falta de títulos (dos semifinales de la FA Cup y un tercer y un cuarto puesto en la First Division representan sus logros más importantes) también pudo ensombrecer el recuerdo de Len Shackleton. Pero 18 años después de su muerte, The Clown Prince of Soccer continúa siendo The Clown Prince of Soccer, continúa siendo aquel atacante genial, autor de goles imposibles, que sublimó el arte de esclavizar el balón y que ahora, después de toda una vida nadando a contracorriente, reposa en el salón de la fama del balompié inglés, un merecido reconocimiento para un hombre que es una auténtica leyenda del Sunderland. Y es que, como enfatizaba el periodista Peter Morris en 1964: “Len Shackleton no debería haber sido futbolista, pero el fútbol hubiera sido menos sin Len Shackleton. Es inmortal”.