Para que le dejara de dar la puñetera tabarra, mi padre accedió, aunque a regañadientes, a firmarme el consentimiento para participar en el sorteo que realizó aquel año el mismo colegio que me hacía dibujar una y otra vez un rosario en la última pregunta de los exámenes de Religión. O, posiblemente, mi progenitor quisiera enmendar el no dejarme ir a la semana blanca de unos meses atrás. En esa situación, le demostré mi disconformidad con una rabieta considerable propia de la edad y que, por otra parte, no sirvió de nada y me quedé en tierra de todos modos.
El premio de la rifa era una entrada para la final de la Copa del Rey que se disputaría en Mestalla entre el Espanyol y el Atlético de Madrid. La escuela, ubicada dentro de la fortaleza que conforman las Torres de Serranos y las de Quart, repartió tres boletos para el partido entre los alumnos que tenían permiso para que su nombre estuviera entre las bolas agraciadas. Se llevó a cabo la tómbola y no tuve ningún rastro de suerte. No me tocó ni el perrito piloto y el algodón de azúcar me sienta mal. Pero el destino tenía algo preparado. Una de las personas que sí tuvo fortuna no podía asistir al enfrentamiento. De ese modo, había otra bolita de papel que sacar para conocer el nuevo propietario de ese asiento en el campo del Valencia.
Éramos pocos los que acudíamos a esa repesca en la sala de profesores. Se agitaban y se removían los trozos de hoja cortados a mano y con los nombres escritos con un bolígrafo al que le tuvieron que insuflar aliento para que hiciera su trabajo. Se cogió un papelito entre los tantos que estaban juntos. Este se separó del resto, se desenrolló, se tapó para no ver lo que contenía, se hizo un silencio y se leyó lo que estaba pintarrajeado en él: mi nombre. Ya era hora de que me tocara algo en esta tumultuosa vida.
El 27 de mayo del año 2000, los niños, que de lunes a viernes llevábamos un horrendo uniforme basado en el granate, color al que le tengo especial animadversión por todas las veces que me tuve que poner ese suéter, nos dirigimos hacia el estadio de la avenida de Suecia. La única cláusula obligatoria que incluía el contrato verbal de las entradas era que un adulto nos acompañase. Esa era la premisa impuesta por la profesora de Educación Física que estaba al frente de todo este tinglado. Esa persona que se hizo cargo de tres fue la misma que me dio permiso pensando que nunca jamás de los jamases me iba a tocar y que una vez me tocó me aulló que por nada del mundo iría.
Cuando entramos en el estadio, el sol enrojecido de la primavera ya se esfumó ese día. El guardia de la puerta nos comentó que con esos billetes teníamos la posibilidad de estar con la afición ‘colchonera’ o con la ‘perica’. “¿En qué lado queréis estar?”, nos preguntó. Y mi razonamiento de un niño de Primaria fue muy simple: “Estamos en España y Espanyol se parece al nombre de España. Pues ahí”. La verdad es que nunca he tenido mucha filosofía para las cuestiones que te hace y te plantea la vida. Eso se lo dejo a las cuentas de Instagram que suben fotos de rostros en blanco y negro con frases entrecomilladas al lado.
Las butacas estaban en la parte alta, muy alta, del estadio valencianista, en las colinas agrestes de Mestalla. No hay que ser muy listo para imaginarse que lugar nos iba a tocar en un sorteo de ese calibre. El partido empezó antes de que llegásemos a nuestros asientos. Hubo mucha rampa que subir y mucha pierna que saltar hasta llegar a nuestras localidades.
Las once piezas que sacó desde el principio Paco Flores en el Espanyol fueron: Cavallero; Cristóbal, Pochettino, Nando, Roger; Toni Velamazán, Sergio, Galca, Arteaga; Martín Posse y Tamudo. “Era un equipo muy elástico, basado en el orden defensivo, con un Pochettino en plenitud, con gente rápida arriba [Tamudo, Benítez, Posse] y un medio del campo con Galca aportando temple, Sergio corriéndolo todo y Arteaga y Velamazán poniendo el toque. Un equipo que vivía el fútbol al contragolpe”, así define a aquel conjunto el periodista y perico de piel, huesos y sangre Carlos Marañón, que por aquel entonces daba sus primeros pasos en el periodismo profesional en Cinemanía y que pudo vivir la final in situ tras viajar desde Madrid.
Por su parte, el Atlético de Madrid, entrenado por Fernando Zambrano, saltó al césped con: Toni; Aguilera, Gaspar, Gamarra, Santi, Capdevila; Baraja, Hugo Leal; Valerón; Hasselbaink y Kiko. Y el andaluz López Nieto fue el encargado de velar por el cumplimiento de la normativa durante la primera final de Copa del Rey del siglo XXI.
En los primeros minutos del encuentro se hicieron palpables los síntomas traumáticos que se sufren tras un descenso. A los dos minutos se acrecentaban la rotura interior y la depresión de los ‘Colchoneros’ con una jugada que ha pasado a ser un recuerdo imborrable de la competición del K.O. Toni, guardameta del Atlético, se anticipó en un centro lateral para hacerse con el esférico tras una contra del adversario. Cuando el catalán, oro olímpico en los Juegos de Barcelona’92, se disponía a poner el balón en acción después de los típicos botes de los porteros, apareció un ‘periquito’ para robarle algo más que la cartera.
“El gol de barrio de un chaval de Santa Coloma de Gramenet, fútbol de la calle en la élite del fútbol con un estadio a reventar”
En un fogonazo de pillería y astucia, Tamudo, que, según Transfermarkt, disputó 371 partidos y perforó el arco rival en 139 ocasiones con la camiseta blanquiazul, le hurtó el esférico a Toni, desacertado al no mirar hacia atrás. El delantero metió la cabeza antes de que el balón volviese a las manos del arquero y con un cambio de derecha a izquierda se zafó de su contrincante e hizo que el cuero besase la red. Convencido de que es la imagen perfecta para definir al delantero catalán, Marañón comenta sobre esa acción: “El gol de barrio de un chaval de Santa Coloma de Gramenet, fútbol de la calle en la élite del fútbol con un estadio a reventar”.
De este modo, el Espanyol dejaba en el armario y con la puerta cerrada los cadáveres que provocaban pensar en su última final peleada contra el Bayer Leverkusen. En esa ocasión fue en la ya extinta Copa de la UEFA, a doble partido y en la temporada 87/88 y de traumático recuerdo para la entidad catalana. Yo, recién sentado en mi asiento, no entendía tanta algarabía tan pronto en el estadio. Y no fui al único: al ver el resumen del partido por la televisión se nota cómo la jugada de Tamudo pilla desprevenidas a las cámaras. Entretanto, me ahogué en una ola apasionada que provocaron los aficionados espanyolistas que tenía a mi alrededor. Pero el asunto no acababa ahí y la guerra fratricida por el titulo copero continuaba.
La primera parte prosiguió sin muchas más emociones. Ambos conjuntos llegaban a la portería rival, pero sin peligro. El Atlético de Madrid lo intentaba, sobre todo, con Juan Carlos Valerón y Baraja, demostrando el motivo por el cual el Valencia se haría con sus servicios ese mismo verano. Se llegaba al descanso. Tan solo una bella volea con el interior del pie del canario puso en serios apuros al portero argentino del Espanyol, que se lucía con una palomita.
El segundo tiempo discurría de la misma manera. El equipo catalán hacía valer su fortaleza defensiva y, cuando podía, salía velozmente a la contra. Posse intentó sorprender a Toni desde lejos, Hasselbaink reventaba el balón en la valla publicitaria al intentar marcar de tiro directo, un remate de cabeza de Baraja se perdía mansamente por la línea de fondo. Cuando quedaban 15 minutos para el final del partido, Nando agarraba a Valerón en la frontal del área ‘perica’. El mediapunta se iba al suelo por el contacto físico. El árbitro no se lo pensó dos veces y le saco la segunda amarilla al defensor. El Espanyol, que llevaba tatuada en medio de la camiseta su mítica publicidad de la empresa de conservas Dani, se quedaba con una pieza menos.
Pocos minutos después, la contienda se igualaría en el número de adversarios. Santi Denia, ahora seleccionador español sub-19, dejó que la pinza se le fuera, como se dice coloquialmente. El albaceteño llegó tarde a defender un balón y le propició una patada dura por detrás a Manuel Serrano, que había entrado al campo por Tamudo. Después de eso, el ‘Colchonero’ se encaraba con otro contrincante al que empujaba al suelo. López Nieto lo mandó al vestuario antes de tiempo con una roja directa.
Tras varios trompicones en un ataque del Espanyol que el Atlético de Madrid tampoco se aclaraba a alejar de su marco, Hugo Leal no conseguía pasársela a un compañero. El cuero quedaba botando en la frontal del área, algo que Sergio, que estaba haciendo una final brutal, no desaprovechó. Con una volea descomunal, el futbolista ‘perico’ duplicaba la ventaja para el beneficio de su equipo. Para Marañón, aquello fue una “liberación, de la mejor manera, con un zapatazo”. “Llevábamos todo el partido sufriendo con el 1-0 y aquí sí que lo vimos hecho”, remarca y añade: “El Atlético seguía dando miedo a pesar de que ya había descendido”.
De poco o nada sirvió el gol de volea de Hasselbaink tras un mal despeje de Rotchen. El argentino envió el balón al medio, algo que nunca se debe hacer y muchos menos si el holandés pulula por ahí. Por suerte para los espanyolistas, el tiempo ya casi se terminaba. Era el tiempo de descuento. Y el neerlandés ni celebró perforar la portería.
“Llevo más de 300 partidos y no pueden marcarme un gol así. Es injusto”
Después del estruendo del silbato del juez, fue una gran fiesta de los ‘Pericos’ en la primavera. Mestalla, prácticamente en su totalidad teñido de blanquiazul, entraba en júbilo. Ganaban la Copa del Rey el año de su centenario, algo que ha vuelto a repetir otro equipo hace bien poquito. Pero no todo el mundo estaba feliz. Los ‘Colchoneros’ tenían otro trago amargo de una temporada para el suicidio de su equipo. Asimismo, Toni, el protagonista negativo de esta historia, acababa hecho un cisco, pidiendo perdón a su afición. “Llevo más de 300 partidos y no pueden marcarme un gol así. Es injusto”, declaraba el arquero catalán sobre el mismo césped.
La desolación de Toni contrastaba con la felicidad de los campeones. “Una final de Copa [y pude vivir luego la siguiente en el Bernabéu en 2006] es algo que todo hincha merece vivir alguna vez en su vida. Y recuerdo la celebración posterior en el bar en la avenida Suecia, frente a Mestalla, con el gran Tomàs Guasch y otros periodistas y exjugadores del club. Fue muy especial y muy divertido”, explica Marañón.
No me quedé en las celebraciones ni en la larga noche que les esperaba a los aficionados ‘pericos’. Aunque el día siguiente era domingo y no tenía que madrugar. Pero me fui a casa con el pensamiento de haber visto un gran partido y de haber tomado una buena decisión. Mirando al techo, me dormí. No pude luchar contra mi inconsciente y sonreí. Era la medida de miel que mi vida necesitaba por un momento.