El año pasado fracasaron 31 equipos en la Champions. ¿Que no? Solo se salvó de la quema el Chelsea. El City fracasó en la final. El Real Madrid y el PSG fracasaron en las semifinales. El Liverpool, el Bayern… fracasaron en cuartos. Y así hasta el último de los participantes que no terminó con un selfie con la ‘Orejona’. Esta competición es diabólica. Mejor dicho: es diabólica la manera como la observamos, la deseamos y la sufrimos.
‘Por historia este club debe estar entre los mejores ocho equipos de Europa’, razonamos con ligereza. Como si aspirar a los títulos fuera un derecho adquirido. Pero cuando se cuela un outsider en la fase decisiva sacamos el violín y cantamos odas a la heroicidad. Un Benfica-Ajax en octavos, qué maravilla -seis Copas de Europa entre ambos pero son outsiders, ok-. Hasta que recordamos que si uno de los dos estará en cuartos es porque un histórico lo ha permitido. Con su rotundo y sonoro fracaso, claro.
Somos unos cínicos. O unos cachondos. Celebramos que este torneo siga siendo el adalid de la democracia pero con un tufo clasista exigimos responsabilidades a las víctimas que provocan estos ‘accidentes’. Alabamos al equipo revelación mientras castigamos al conjunto dimitido. Cuando los cruces son entre pesos pesados la escena es todavía más siniestra. El Real Madrid no eliminó al PSG: el PSG fracasó ante el Real Madrid. El Inter no perdió ante el Liverpool: el campeón italiano fracasó ante el Liverpool. El favoritismo y los clichés, elevados a la expresión más dramática para sonrojo de unos futbolistas que viven todo esto de una forma bien distinta.
No hay una sola razón por la que valga la pena sufrir por el fútbol, así como no hay una sola razón por la que querríamos dejar de hacerlo
Hace unos años entrevisté a Clarence Seedorf. El holandés, ya retirado, me confesó que había sido un jugador de pocas lágrimas. Concretamente, me dijo que en la final de la Liga de Campeones de 2005, en Estambul, y después de que su equipo, el Milan, desperdiciara un resultado a favor de 3-0 y perdiera ante el Liverpool, no fue capaz de llorar. Le pregunté el motivo. “Racionalmente, no merecimos estar en aquella final. En las ‘semis’ el PSV fue mejor. Por lo tanto, la sensación de perder aquel título no fue tan fuerte”, argumentó. Esta respuesta nunca apareció publicada a petición de su entorno, pues me vino a decir algo así como que la afición ‘rossonera’ podría molestarse con sus palabras. Ya lo ven: allí abajo, en el césped, los jugadores tienen más sentido común que muchos de nosotros.
Por eso deberíamos ser capaces de encajar los golpes con deportividad, relativizar las derrotas y aprender de ellas, valorar lo conseguido y asumir que la no victoria, o la casi victoria, o la victoria que se esfuma cuando se da por hecha, forma parte del deporte. Pero eso se lo está diciendo un tipo que vive atormentado desde que el Barça de Messi cayó por 4-0 en Anfield, alguien que no consigue despegarse de la sensación de haber presenciado el mayor fracaso de todos los tiempos. Así que no me hagan mucho caso.
No es fácil salir de esta perversa espiral repleta de minas y contradicciones. No hay una sola razón por la que valga la pena sufrir por el fútbol, así como no hay una sola razón por la que querríamos dejar de hacerlo. Quizá es la propia sociedad la que nos empuja a la histeria. Hoy las cuentas de los clubes ‘padrean’ con cada gol, los vencidos se ajustician con memes y el ensañamiento se conjura en todos los idiomas posibles, hashtag global incluido. Que se lo pregunten al PSG. Arde París con la actitud de los jugadores pero sus estrellas apenas sienten que lo ocurrido en la eliminación ante el Madrid fue una cuestión futbolística. Dos realidades antagónicas, que a veces no conviene contrastar para que la visión tan magnificente de este torneo no se resienta. Entre todos nos hemos cargado la escala de grises. Y si no, háganse esta reflexión: ¿por qué creen que luchan el Atlético de Simeone y el United de Cristiano esta noche: por ganar o para evitar el fracaso?
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Fotografía de Imago.