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Messi después de Maradona

Se cumplen 11 años del día en el que Lionel Messi imitó lo inimitable. 18 de abril de 2007. Semifinales de Copa. Camp Nou. Barça-Getafe.

El fútbol, sin los apodos, cojearía. Tal es el grado de importancia que les concedemos, de hecho, que por momentos me entra la paranoia de que si no existieran ellos tampoco lo harían los futbolistas a los que representan, y entonces nos quedaríamos sin fiesta los sábados por la tarde, decaídos, obligados a pelar garbanzos o a mancillar nuestra existencia haciendo cualquier otra animalada. El apodo, en el fútbol, es un asunto de vida o muerte, pues marca al jugador durante toda su carrera, desde que esta nace hasta que se deshace. Por eso es tan delicado el proceso de adjudicarlo. Sirva el caso de Renzo Emerzon Benavides para tomarse en serio lo que estoy contando. Resulta que Benavides, delantero peruano que acabaría debutando con Alianza Lima, iba falto de dinero antes de dar el salto al profesionalismo, y en busca de un ingreso extra, decidió reunir varias prendas de ropa ‘prestadas’ y bajó a venderlas al mercadillo del barrio. La historia, agreste y bella como tantas otras, podría haber caído en el olvido. Pero no. Cuando el chico ya había debutado y era figura pública, alguien la encontró tirada en un cajón, y en vez de prenderle fuego, la escupió contra la portada de un periódico. A raíz de aquello, a Benavides se le bautizó como ‘Ropita’. Podría haber sido ‘Ratero’ Benavides, o ‘Canalla’ Benavides, o incluso ‘Comerciante’ Benavides. Pero fue ‘Ropita’ Benavides, y ya lo ven, el chiste sigue respirando.

Los apodos, por otro lado, también nos ayudan a completar el significado de las cosas, al estilo de los adjetivos. Un nombre, por sí mismo, emana soledad y desamparo. Es como un muerto flotando en medio de un pantano. Entonces le buscamos un acompañante que le sirva como valor añadido, ya sea para matizar su definición, para multiplicar su impacto o para revestirle con un tejido emocional superior. Me vienen a la mente ejemplos como los del ‘Torpedo’ Müller o el ‘Matador’ Kempes. ¿Cómo podías sacudirte del miedo si eras defensa y te tocaba enfrentarte a tipos con esa carta de presentación? Probablemente, de haber trascendido solo sus apellidos, ambos jugadores también habrían tenido éxito. Pero me temo que fue el seudónimo el que los hizo inolvidables.

En medio de toda esta espesa teoría, sin embargo, reluce una excepción. Lionel Messi. Con él ha dejado de ser necesario buscar el complemento perfecto, puesto que su propio nombre, al susurrarlo en la oreja de un central o de un portero, ya produce una descarga infinita, descomunal.

Al principio sí se le trató como al resto. ‘La Pulga’, le decían algunos. Pero luego ya no. Basta con darse cuenta; el término cada vez se usa menos. A medida que fue creciendo Messi, y con él la admiración que le profesan en cualquier parte del mundo, nos empezaron a sobrar las palabras que lo rodeaban, como si solamente sus cinco letras ya nos pesaran demasiado en los labios al pronunciarlas.

¿Pero qué pasó exactamente? ¿Cuándo empezamos a olvidarnos de ‘La Pulga’? Déjenme creer que fue aquella noche mágica del 18 de abril de 2007.

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El contexto del encuentro nos lo sabemos de memoria. El Barcelona recibía en el Camp Nou al Getafe en la ida de las semifinales de la Copa del Rey. Casi 54.000 espectadores se juntarían ese día en las gradas del estadio para presenciar un duelo que iba a arbitrar Manuel Enrique Mejuto González, del colegio asturiano.

Ausente Ronaldinho, Frank Rijkaard, técnico de los azulgranas, optó por alinear de inicio a Eidur Gudjohnsen, y cubrir de esta forma el surco que le quedaba en ataque. La gente prefería a Saviola, por guiñarle un ojo al pasado y porque el argentino había resurgido en los partidos anteriores, como una de esas canciones eternas que envejecen pero jamás se apagan, pero entró el islandés, quién además se intercambió la posición con Samuel Eto’o, desplazando al ariete camerunés a la izquierda del tridente.

Por la derecha arrancaba Messi. Según matizaron algunos periodistas, se dio así porque el entrenador se había plegado a la demanda de la propia estrella de 19 años, emperrada en partir desde esa orilla del campo después de que el domingo anterior “se aburriera” en el costado opuesto, “por más zurdo que sea de nacimiento”. Visto con perspectiva, la suerte es que no se divirtiera. A raíz de entonces, el ’10’ construiría su leyenda marginando a la banda izquierda, reduciéndola a un barrio periférico de su área de máxima influencia.

A todo esto, enfrente esperaba un Getafe liberado. El entusiasmo de los visitantes contrastaba con la rectitud del cuadro catalán, obligado a hacer los deberes; para los primeros, tutearle al Barcelona en unas semifinales de algo ya era motivo suficiente para encargar flores y colocar un par de botellas de champán en el congelador. Probablemente vieron venir la hecatombe, pero les importó un pepino. “Ojalá más despedidas como esta”, musitaron. Al ver el rostro de sus futbolistas durante el calentamiento, resultaba imposible no acordarse de Oscar Wilde cuando, semanas antes de su fallecimiento, hospedado en un hotel mientras arrancaba las últimas páginas de su calendario, concluyó: “Estoy muriendo por encima de mis posibilidades”.

 

Acarició un balón. Luego otro. Luego otro. Y luego otro. Y poco a poco el encuentro fue mudando su aspecto, hasta que llegó un momento en el que este ya se parecía demasiado a la melena del rosarino: lisa y perfecta

 

Solo que el Getafe no murió. No. El Getafe simplemente se lastimó. Las heridas tardaron en cicatrizarse lo mismo que tardó el equipo en convencerse de que la remontada era factible en la vuelta. Y vaya si lo era. Aquella proeza, gestada apenas unos días más tarde, también fue mayúscula, pero no ha cuajado tanto en nuestra memoria. De eso también tiene la culpa Messi.

Pero regresemos al presente, a ese presente en el Camp Nou, y precisemos que Maradona, por aquellas fechas, estaba hospitalizado en su país por una infección hepática debido a sus problemas con el alcohol.

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Hay un hecho que constata que ‘El Pelusa’ fue uno de los más grandes de la historia: su figura se hace más visible (si cabe) en los sitios en los que no está que en los que siempre estuvo. Y así llevamos ya 20 años, desde que se retiró el pibe de oro, descubriendo la sombra de alguno de sus rizos ahora en Buenos Aires, ahora en San Paolo, ahora en la final de una Copa del Mundo. En aquel crepúsculo primaveral en Barcelona, Maradona tampoco faltó a la cita.

Vayamos por partes. El encuentro empezó a entrar en calor con una embestida de Casquero que Jorquera rechazó casi con desgana, como quien se quita del hombro una mosca. Hay guardametas que conciben su oficio como un escaparate, como una oportunidad para lucirse. Otros, en cambio, consideran que bajo los palos de una portería hay que ser rudimentario y dejarse de escenitas: despachar uno por uno a los clientes, bajar la persiana, y hasta la mañana siguiente. Jorquera siempre fue de estos segundos.

Al poco rato de ese primer aviso ‘azulón’, alguien apagó las luces. Nada, dos segundos. El tiempo suficiente para que, al volver a encenderlas, todos nos diéramos cuenta de que Messi ya estaba en el escenario. Apareció más pálido de lo habitual. “¡¿Es un ángel?!”, se oyó que gritaron. Ocupó el centro del espacio, agarró el micro y, con los focos encañonándole, se aclaró la voz. “Hoy toca monólogo”. Acarició un balón. Luego otro. Luego otro. Y luego otro. Y poco a poco el encuentro fue mudando su aspecto, hasta que llegó un momento en el que este ya se parecía demasiado a la melena del rosarino: lisa y perfecta. En el minuto 17, cuando todavía no había necesitado ni aderezarse el flequillo, asistió a Xavi para que el catalán inaugurara el marcador.

El pase de Messi, como el gol de Xavi, o la celebración del público, fueron el preludio de un explosión imprevista, aunque esperada. El fútbol suele emitir este tipo de avisos, que por otra parte nadie entiende como tales. Un partido se construye sobre un montón de anticipos de futuro. Ya no es lo que está pasando; es lo que pasará después de lo que está pasando. Lo complicado es anticiparse. Cuando Messi recibió la pelota arrinconado en uno de los extremos del campo, rozando la media hora de encuentro, lejísimos del arco contrario, a muchos nos entró por un instante el pánico. Algo terrible y hermoso iba a suceder, pero lo difícil era saber el qué. Es la clase de inseguridad que nos atrapa a los tipos como yo cuando vamos a pasar una estupenda mañana de agosto a un camping con piscina, con demasiado sol. No ves el peligro por ningún sitio, y precisamente ese es el peligro.

Messi empezó fintando a Paredes, y ahí la catástrofe ya se convirtió en algo más que una sospecha, pudiéndola tocar con las manos al desdoblar los codos. A medida que fueron cayendo rivales, más gente se sumó al carro de los que advertíamos la proeza. Y al final, cuando ya había pasado todo, y sobre el terreno de juego no se divisaba más que la espesa humareda que prosigue a una batalla campal en el desierto, todos coincidimos en el mismo punto: aquello ya lo imaginábamos, porque aquello ya lo conocíamos. Ciudad de México. 1986. Argentina-Inglaterra.

Barcelona's Leo Messi celebrates a goal against Getafe during their Spanish King Cup first leg soccer match at Nou Camp Stadium in Barcelona

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Siento un respeto desmesurado, casi insano, por aquellos cronistas que, en un momento dado, con un folio entre los dedos, encuentran las fuerzas y el ingenio suficientes para escribir en pocos minutos lo que el resto tardaremos años en digerir. Lo que más me impresiona es la aparente normalidad con la que abordan su cometido. Ni una coma de más, ni un adverbio fuera de sitio. Como si en lugar de ponerle palabras a un hecho histórico en tiempo real estuvieran paseando al perro o tendiendo la colada. Esos nervios de acero solo los poseen los genios.

Ramon Besa, por ejemplo, mientras los hinchas del Barça seguían tirándose de los pelos y gritándole al aire, describió lo que acababan de ver sus ojos de la siguiente manera: “Arrancó Messi desde su campo y en doce segundos eliminó a Paredes y a Nacho, a éste con un caño, recortó a Alexis y a Belenguer, y cruzó la pelota con la derecha hacia el fondo de la portería ante la impotencia de Cortés. Una jugada excepcional por su dificultad en la concepción y facilidad en la expresión. La conducción fue tan solemne como la aceleración por más que la definición resultara de una plasticidad sobrecogedora, imposible para cualquier rival”. Ese día, leer a Ramon era asomarse a una prosa de hielo, temiendo que de pronto sus letras rompieran a tiritar. Todo el texto desprendía la misma sensación de perfecta aridez. Todo, menos el cierre, donde al autor se permitió un leve desmelene: “Viva Messi, viva el tango, viva el fútbol de calle en tiempos de playa”.

No resulta menos divertido detenerse en aquellos tramos de un escrito en los que un reportero se deja ir. Al fin y al cabo, como sostenía Onetti, escribir es un acto de amor. Y en el amor a veces cobra sentido el descontrol. Aquel golazo de Messi también tuvo que explicarlo a toda pastilla Fernando Llamas, antes de enviar la crónica a la redacción de El Mundo. En medio de la pieza, después de dar algunas claves sobre cómo llegaban ambos equipos al duelo y de resumir lo que había acontecido en el 2-0, al periodista se le escapó un “dios, qué gol”. Algo así solo puede salirte de las entrañas tras recibir un impacto demoledor.

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A veces me pregunto qué piensan a día de hoy cada uno de los futbolistas del Getafe que Messi dejó atrás en aquella jugada. Paredes, Nacho, Alexis, Berenguer, Cortés, Luis García. Todos ellos tipos corajudos, currantes de la profesión, que con su talento y sobre todo con su sacrificio a cuestas lograron transformar en realidad lo que para muchos son sueños y colarse por una grieta al fútbol de élite, al fútbol de Primera, inalcanzable para el 99% de los humanos, muchachos que trabajaron su buena suerte y que treparon y treparon hasta alcanzar el más allá, y sobre los que sin embargo jamás se vertió más luz como aquel día, en el que quedaron atrapados como pobres mártires en una obra de arte que no admite ni admitirá un empujón hacia el olvido. ¿Se estarán cagando en el destino? ¿Habrán podido pasar página y borrar lo sucedido de su memoria? ¿Se alegrarán por formar parte de aquella famosa estampa, tal vez?

No fueron los únicos que quedaron marcados por aquel trueno futbolístico, en cualquier caso. También pienso en los seguidores que estaban en el estadio, en los minuciosos relatos que habrán construido para compartir esa vivencia con sus familiares y amigos; qué tiempo hacía, qué habían cenado, si es que ya habían cenado, qué calcetines llevaban puestos, cómo volvieron a casa. O en los propios compañeros de Messi. Eto’o y Deco, cuando el balón se estrelló contra la red, se cubrieron la cabeza con las manos, como si estuviera a punto de estallarles. Xavi, más avispado, se apresuró a reivindicar la autoría de la asistencia. “Me ha dicho que en todos los grandes goles se habla mucho del gol y que en cambio él me dio el pase y nadie dice nada”, desveló el argentino más tarde, escondiéndose tras una tímida sonrisa.

 

“Hace ya medio siglo otro muchacho rosarino, Ernesto Guevara, dijo que cuando lo extraordinario se vuelve cotidiano, es la revolución. Vivimos tiempos leves; ahora, cuando lo extraordinario se vuelve cotidiano, debe ser Leo Messi”

 

Messi concede algunos gestos de modo recurrente, como ese de reírse sin acabar de reírse del todo, que en el fondo suponen una trampa, pues tienden a la banalidad. En numerosas ocasiones hemos cometido el error de creernos que este chico discreto y ligeramente apagado era tan natural como la vida misma, hasta que los acontecimientos nos han conducido hasta un nuevo desengaño. Algo parecido nos ha pasado con sus mejores actuaciones. Acumulamos tantas en el recuerdo que hemos acabado por trivializarlas. Nos hemos acostumbrado al caviar. Martín Caparrós lo confirmó por escrito después de que el ’10’ firmara otro golazo en una final copera contra el Athletic: “Hace ya medio siglo otro muchacho rosarino, Ernesto Guevara, dijo que cuando lo extraordinario se vuelve cotidiano, es la revolución. Vivimos tiempos leves; ahora, cuando lo extraordinario se vuelve cotidiano, debe ser Leo Messi”.

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Durante el partido pasaron muchas más cosas. Messi metió el tercero tras enlazar con Deco. Güiza recortó distancias. Nacho batió a Jorquera dentro del área y puso el miedo en el cuerpo de los culés. Gudjhonsen reabrió la brecha a la salida de un córner. Eto’o definió por bajo para cerrar la goleada. De hecho, podrían haber sucedido muchas más, y nada habría cambiado. El encuentro se puso alegre, colorado, excediéndose en su oferta, tanto estética como emocionalmente, pero aun así jamás logró sacarse de encima la sensación de que ya estaba muerto. Después del Gol, todo cobró otra dimensión. Cualquier hecho, por destacado que fuera, se hundía en la más absoluta de las intrascendencias.

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A lo largo de esta última década, se ha hablado mucho de aquella jugada, como por otra parte era lógico que ocurriera, y se ha vuelto a recuperar un millón de veces el tema de su misteriosa semejanza con el tanto que encumbró a Diego en México’86.

Besa, en su momento, se decantó por declarar que lo que había logrado Messi era “actualizar” la milagrosa hazaña de su compatriota. Un tiempo después también ofrecería su opinión al respecto Juan Villoro, autor de Dios es redondo, quién prefirió utilizar el verbo “calcar” para unir ambas acciones, añadiendo que, al igual que Pierre Menard, el personaje de Borges, Messi “hizo de la copia un arte”. El periodista y escritor argentino Juan Sasturain incluso se atrevió a ir un paso más allá, y expuso que para él lo extraordinario del caso era que Messi no había marcado un gol parecido, ni lo había copiado, ni imitado, ni traducido: “simplemente, increíblemente, lo hizo otra vez”.

Seguro que a medida que pasen los años y se amplíe la perspectiva, irán apareciendo nuevas interpretaciones sobre lo que logró el futbolista del Barcelona aquel 18 de abril ante el Getafe. Las habrá para todos los gustos. Yo, personalmente, ya sé con cuál de ellas me quedaré. Mi apoyo irá para esa versión que insinúe que Messi, más que como un excelente copista, esa noche se destapó como un perfecto impostor, haciéndonos creer que había venido a este mundo a imitar al inimitable, cuando en realidad lo que pretendía era alejarse de él. Me gusta este planteamiento. Pensar en el plagio como punto de partida de una trayectoria tan monumental que hoy ya no admite comparación alguna. Barajar la idea de que la única forma de deshacerse de las sombras de los mitos sea acercándose tanto a ellos que apenas se puedan percibir las diferencias. Defender que Messi, aparte de liquidar a ‘La Pulga’, ese día también mató al Maradona que llevaba dentro.