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Fantasmas e ilusiones en Montilivi

Consciente de todo lo que tuvo que sufrir para conquistar la élite, el Girona lucha heroicamente contra todos los elementos para mantenerse en Primera División

Hace apenas dos días, Jorge Giner ilustraba la mutación que ha experimentado el Valencia de Marcelino García Toral remarcando que “donde hace poco más de un mes hubo odio, llantos y silbidos, parece que el amor, las sonrisas y los aplausos vuelven a predominar”. Así es el futbol, un deporte en el que el pasado no tiene demasiada importancia cuando el balón echa a rodar. Quizás es precisamente por este motivo que la temporada pasada el Girona, a pesar de no ser más que un recién llegado a la máxima categoría del balompié nacional, incluso pudo permitirse el lujo de llegar a flirtear con las posiciones de Europa League. “Puede que el sueño se haya comido la realidad. Somos los culpables de haber alentado un objetivo tan ambicioso. Hemos sido tan exigentes con nosotros mismos que, ahora que deberíamos estar dando palmas con las orejas, estamos muy jodidos”, admitía Pablo Machín cuando el sueño se convirtió en una utopía inalcanzable al perder contra el Eibar en la antepenúltima jornada.

Porque lo cierto es que, justo antes del inicio de la temporada 17-18, justo antes de que el conjunto del Estadi Municipal de Montilivi maravillara al universo futbolístico con un balompié tan aguerrido e intenso como desacomplejado, todos creíamos que la realidad del Girona sería mucho más parecida a la actual que no a la que la sufridora afición rojiblanca ha podido disfrutar hasta este momento, el más adverso para el cuadro catalán desde que aterrizó en Primera División. “El momento del equipo recuerda aquel prólogo de la película La haine, de Mathieu Kassovitz, en el que se explica que un hombre cae desde un décimo piso y mientras va cayendo se va repitiendo a sí mismo: ‘De momento, todo va bien'”, escribía esta semana Jordi Dorca en L’Esportiu de Catalunya, en un intento de dibujar la contradicción que se escenifica en el conjunto de Eusebio Sacristán, un equipo que, a pesar de haber dado muestras de competir hasta la extenuación en casi todos los partidos, vive inmerso en la que es su peor racha desde la temporada 13-14, con hasta 12 encuentros consecutivos sin conocer la victoria.

Porque lo cierto es que no resulta nada fácil describir la realidad del Girona, un club para el que no existen ni los grises ni los términos medios. Un día te ves golpeándote la cabeza contra el ordenador mientras buscas formas distintas de relatar que el equipo ha caído con la dignidad intacta en la Copa del Rey después de hacer historia al alcanzar por primera vez los cuartos de final, pero al siguiente no hay frase que te represente más que aquel “mucho que decir y poco que contar” con el que Arsenio Iglesias resumió su estado anímico después de aquel fatídico penalti errado por Miroslav Djukic. Esta insondable tristeza que prosigue a la sensación de haber tocado fondo la notaron los aficionados del Girona el pasado domingo, cuando el equipo encajó una clara goleada ante el Eibar (3-0) que alimentó el miedo que todos ellos comparten. El miedo a que la gloria de saberse en la élite sea tristemente efímera.

Y es que las nueve jornadas consecutivas sin conocer la victoria que acumulan los discípulos de Eusebio Sacristán han situado la ciudad a un solo paso de un infierno que hasta la fecha jamás ha conocido: las posiciones de descenso a Segunda. Las causas de la mala racha de resultados son tan conocidas como variadas. Van desde la fragilidad defensiva (a pesar del gran curso que están completando Bono y Bernardo Espinosa, el equipo no deja la portería a cero desde el 11 de noviembre) hasta la excesiva dependencia en el olfato goleador de Cristhian Stuani, autor de hasta 33 de las 73 dianas que el Girona ha celebrado en Primera División (45%); desde el mal estado de forma que atraviesan futbolistas clave como Portu o la escasa aportación de hombres como Seydou Doumbia o Carles Planas hasta la acumulación de encuentros (hasta ocho en este mes de enero) que ha comportado el entregarse al irreal e inesperado cuento de hadas que el Girona ha vivido en la Copa del Rey; desde la plaga de lesiones que ha dejado fuera de combate a una tercera parte de la plantilla durante los últimos meses y al que es el fichaje más caro de la historia del club (Johan Mojica) durante todo el curso hasta las evidentes carencias en el primer equipo que la secretaría técnica que encabeza Quique Cárcel, demasiado condicionada por el estrecho margen salarial, todavía no ha podido corregir.

Pero si el Girona no se ha derrumbado ante este desolador panorama que se ha presentado ante sí es porque su historia reciente, repleta de dolorosas desilusiones, le ha convertido en un club único. Su extraordinaria competitividad, su inagotable resiliencia, su capacidad para resistir cuando todo parece estar perdido, su admirable e incansable empeño en levantarse después de cada revés, han permitido que un equipo que ha tenido que presentarse a todos los encuentros de esta temporada con al menos un futbolista del filial en la convocatoria (hasta seis en el caso de los partidos de Copa contra el Atlético de Madrid o el Alavés) continúe teniendo motivos para soñar en seguir escribiendo la historia con indeleble tinta rojiblanca.

Valery Fernández, Seung Ho Paik y Àlex Pachón, tres de los futbolistas del Peralada – Girona B que cuentan con la confianza de Eusebio Sacristán.

Nombres como los de Pedro Porro, Valery Fernández, Àlex Pachón, Seung Ho Paik, Kévin Soni, Yhoan Andzouana, Èric Montes, Marc Vito o José Aurelio Suárez, futbolistas que el curso pasado jugaban con el filial o incluso con el juvenil del Girona, se han convertido en habituales en los entrenamientos de Eusebio Sacristán. Todos ellos, especialmente Valery Fernández y un Pedro Porro que ha conseguido lo que parecía imposible al hacer olvidar a Pablo Maffeo, personalizan la valentía de un Girona que, haciendo de la ilusión su bandera, afronta el futuro sin miedo a nada ni a nadie, con el convencimiento de poder remontarle una eliminatoria al Real Madrid, con la sonrisa que le legó Pablo Machín cuando salvó al equipo de un descenso a Segunda B que parecía inevitable, cuando cambió las lágrimas de tristeza por las de alegría.

Porque cuando has vivido toda tu vida observando la cara fea de la moneda, no quieres dejar de admirar los detalles de la bonita justo cuando estás empezando a descubrirla. Porque el vaso a veces puede parecer dolorosamente vacío, pero lo que de verdad importa es que el vaso esté allí, más aún teniendo en cuenta que hace dos décadas el Girona deambulaba desnortado por los infiernos del fútbol catalán, que hubo una época en la que, después de perecer hasta tres veces en apenas cuatro años a un solo paso del éxito, los aficionados rojiblancos se convencieron de que conquistar la élite del balompié español era una epopeya imposible.

“Sacar esto adelante es cosa de todos. Habíamos soñado durante muchos años con estar aquí”, recordaba esta semana Pere Pons, justo antes del trascendental encuentro de este sábado contra el Huesca. “No es una final. Es una oportunidad, una prueba que tenemos que afrontar con personalidad, determinación y valentía, luciendo los valores que nos han conducido hasta aquí: la unión, el esfuerzo, el sacrificio y el orgullo. Tememos que estar preparados para convivir con los momentos difíciles, tenemos que continuar trabajando con humildad para mejorar. Ya sabemos que conseguir el objetivo de la salvación no será nada fácil”, añadía Eusebio en la rueda de prensa previa al partido contra el cuadro aragonés, un encuentro, una final anímica en la lucha por la permanencia en Primera División, en el que el principal rival del Girona serán sus propias inseguridades, sus propios nervios. Sus propios miedos a perder aquello que tanto sudor, tantas lágrimas, le ha costado alcanzar. Sumar los tres puntos para empezar a enterrar sus propios fantasmas, este es el objetivo del Girona.