Quentin Tarantino empezó a ganarse sus primeros dólares en un videoclub de Los Angeles. Fue en un pequeño local de Manhattan Beach desde donde comenzó a convivir con el cine. Allí, escribió sus primeros guiones. No estudió cine, vivió en él. En centenares de universos al alcance de su mano. Miles de kilómetros al este y varios años después, terminando la primera década de este siglo, otras grandes ideas empezaron a brotar en una pequeña habitación. Imágenes particulares que, como las de Tarantino, abrían un nuevo escenario. En el sótano del Camp Nou se gestó el fútbol de autor de Pep Guardiola.
Un par de días antes de cada encuentro, Guardiola se encerraba en las catacumbas del estadio para empezar a ganar los partidos. Le bastaba con ver algunos vídeos del rival para saber por dónde entrarle, en qué zonas sus jugadores podían generar superioridades. De allí brotó una llamada a Leo Messi a altas horas de la madrugada pocos días antes de un clásico. El del 2-6. Dice Tarantino que “los grandes artistas roban, no hacen homenajes”. Y Guardiola, fiel seguidor de la prosa de Johan Cruyff, perpetuó su mensaje.
Antes de las primeras veces, sin embargo, Pep tomó algunas de las decisiones más rocambolescas; y, al mismo tiempo, positivas. Como si hubiese escrito su particular guion de Reservoir Dogs, Pep creó un clima de destrucción que desembocó con el adiós de los nombres que años antes habían despertado un Barcelona dormido desde el siglo pasado. Ni Deco, ni Ronaldinho, ni, un año más tarde, Eto’o. Un primer paso arriesgado, la apuesta por cambiar de lienzo y partir de cero, por no sentir vértigo ante la página en blanco.
Desde que Xavi levantó la última Champions en Berlín, el eterno retorno al calor del verano del 2008 se ha instalado en el subconsciente blaugrana. Y tras canjear la derrota en París por la histórica remontada ante el PSG en la vuelta y comprar Turín, Roma y Anfield como tropiezos más casuales que causales, Lisboa y el Bayern desmantelaron los pobres guiones que el Barça se empeña en seguir escribiendo. Ni tan solo Leo, con actuaciones cada vez más agónicas, es capaz ya de encubrir los problemas estructurales, siendo preso de planos secuencias que terminan con el argentino con la cabeza gacha, las manos en las rodillas y la mirada perdida.
El Bayern, con ‘Los odiosos ocho, cerró la tumba y un ciclo que, en realidad, finalizó hace años. A cada gol bávaro, un golpe de nostalgia, de realidad y crudeza
Cuando no había espacio ni tiempo para pensamientos derrotistas, el Barça de Guardiola empezó a bailar al ritmo de Vincent Vega y Mia Wallace en Pulp Fiction, ese pegadizo You can never tell. Entre Cadillacs, batidos y la desfachatez de presentarse al concurso de baile y no ver rival capaz de igualar tales movimientos. Y en los momentos más crudos, ahí estaban Messi, Xavi o Iniesta, disfrazados del señor Lobo para solventar problemas. Liderando, leyendo y proponiendo nuevos y distintos caminos.
Y así, durante los días de Pep Guardiola y Tito Vilanova en el banquillo del Camp Nou, aquel Barça protegió su estilo de juego tanto como Vincent y Jules Winnfield lo hicieron con el maletín. Sagrado, intocable, paradigmático e incuestionable. Fue el camino hacia la victoria y, al mismo tiempo, la única forma posible de morir. Porque puedes perder, pero si lo haces sin respeto a la esencia, después ya nada permanece.
Y tras un cameo del Tata Martino y una economía que empezó a temblar con el fichaje de Neymar, al más estilo Jackie Brown, el Barça cambió de género con la brusquedad de Luis Enrique. De la pausa a la aceleración, al descontrol como forma de control. Porque el Barça tenía la mayor arma de Europa, la espada de Hattori Hanzo en Kill Bill personificada en Messi, Luis Suárez y Neymar. Como Tarantino, el Barça de Luis Enrique cambió de género.
Xavi, Iniesta y Dani Alves se apagaron, Neymar dejó de creer y el paso de los años proyectaron una imagen más lenta, pesada e incapaz. El cuerpo ya no alcanzaba los ritmos de Chuck Berry, la arritmia aletargó al Barcelona. El primero en entenderlo fue Ernesto Valverde, que llegó en medio de una crisis de producción. El ‘Txingurri ‘se marchó evidenciando la poca importancia que se le concedían en el club los títulos nacionales, a los que solo el tiempo volverá a reconocer el valor. Como en la primera escena de Malditos Bastardos, el Barça se escondió -de sí mismo- y vivió en la mentira de saberse capaz, sin la voluntad de hacer un diagnóstico. Solo quedaba la huida.
Y de Lisboa a Los Ángeles. En el Hollywood balompédico, el Barça enterró al Manchester United de sir Alex Ferguson para llamar a las puertas del cielo. Hasta que el Bayern, con Los odiosos ocho, cerró la tumba y un ciclo que, en realidad, finalizó hace años. A cada gol bávaro, un golpe de nostalgia, de realidad y crudeza. Ahogando un equipo decrépito en su propio letargo, que ha obviado y ha terminado por sentenciarlo.
El Barça se reencarnó en Leonardo Di Caprio y Brad Pitt en Érase una vez en Hollywood, en el alma de unos segundones a los que la industria engulló e hizo desaparecer. Insistió en pasear con el Cadillac, preso del pasado, aun sabiendo que los tiempos cambian y que el fútbol sigue avanzando. Porque construir tras la derrota es más fácil que hacerlo después de ganar. Y al Barça le faltó valentía para hacerlo. Ya nada queda. Solo el exilio, la destrucción total. Ni finales djanguescos ni lanzallamas salvadores.
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Fotografía de Getty Images.