Hace unas semanas, cuando todo esto comenzaba, me crucé con un tweet del que, sinceramente, no recuerdo ni el autor ni sus palabras textuales. El fondo, sí, se me quedó grabado. Venía a decir algo así como que uno de los daños colaterales de la situación en la que nos encontramos era que nos estaban robando partidos de Leo Messi. Partidos que ya no volverán. Que nunca existirán. Goles inconcebibles, indescifrables, incomprensibles; de falta, ajustadita al palo largo, de pillo, de ‘nueve’, de ‘diez’, apareciendo por dentro, sorprendiendo por fuera; de todas las maneras, de todos los colores. Y todos tienen algo en común. Solo serán fruto de nuestro imaginario, solo los disfrutarán nuestros sueños, nunca serán reales, el césped nunca los podrá narrar.
A diferencia de estos, hay centenares a los que todos podremos acceder, que el mundo entero podrá recordar. Aunque desgraciadamente, la lista de sus goles, pese a parecer interminable, cada día se acerca más al punto final, al abismo, al día que ningún barcelonista desea tachar en el calendario. Como escribió David García Cames, “es un día que nos duele solo de pensarlo”. Por lo que tanto dolor en el fin solo explica la alegría del camino, de un camino que arrancó un 1 de mayo de 2005.
Aquella fecha nunca será un día más en la historia del barcelonismo. No lo será porque, aunque a priori se tratase de un obstáculo más hacia el triunfo, acabó no siéndolo. Porque el Albacete se le atragantó más de lo debido a un Barcelona que necesitaba la victoria para mantener seis puntos de ventaja sobre un eterno rival que seguía pisándole los talones en la lucha por la Liga. Porque Samuel Eto’o demostró como tantas otras veces que no era solo el socio de Ronaldinho en el ataque, sino que era parte del corazón, el coraje y el ímpetu que el club había ido perdiendo en el lustro anterior. Porque fue la primera vez que el Camp Nou descubrió que aquel menudo de nombre Leo Messi, además de driblar como un demonio a todo rival que se entrometiera en su camino, también sabía marcar goles. Y porque hasta para él un día resultó extraño, inaudito, novedoso, que más de 90.000 personas corearan al unísono las cinco letras de su apellido.
Corría el minuto 87 cuando Frank Rijkaard decidió darle algo de aire fresco a su delantera. El ’30’ relevaba al ‘9’, Samuel Eto’o, al hombre que había dirigido a su equipo a la necesitada victoria abriendo la lata a los 66 minutos de juego. Era la novena ocasión en la que Leo Messi defendía la camiseta del primer equipo y apenas podría disfrutar de unos minutos. Tres. Más lo que Velasco Carballo creyese oportuno. Qué poco, no. Pues para Messi aquel día fue más que suficiente. En la primera que tocó se llevó un ‘palo’. En la segunda, comenzaba su historia. Tras una cuchara de Ronaldinho surfeando las cabezas de toda la línea defensiva del Albacete, controló el balón y, con una delicada caricia al cuero, superó a Valbuena de vaselina. Pero el banderín del linier negó cualquier recompensa. 60 segundos después, como si quisieran explicarle con sus pies a Velasco Carballo que aquello debía darse ese día, y de esa manera, aparecieron de nuevo Ronaldinho y Messi. El mismo patrón. Idéntico. Cuchara del ’10’, vaselina del futuro ’10’. Esa ya no se la robaron.
Para rematarlo, por si la acción no había sido lo suficiente hermosa, que sí, Ronaldinho le ofreció sus lomos a Leo Messi para presentarlo en sociedad. Aupándole a los cielos del Camp Nou, adelantó al barcelonismo quién sería su nuevo rey.
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Fotografía de Getty Images.