Todas sabíamos que Marta era la mejor pero nadie la había visto nunca jugar. Era la mejor porque ganaba siempre el Balón de Oro y porque era brasileña, y eso significaba que era como Ronaldinho, con el que crecimos, y también porque la llamaban ‘Pelé con falda’, y de éste, todas crecimos escuchando hablar. A cualquiera de nosotras, compañeras de equipo, nos costaba incluso definir exactamente en qué equipo jugaba Marta. Nos daba igual, porque nos la queríamos imaginar vestida de amarillo y verde. Claro, eso le añadía más atractivo al asunto. Pues era exótica, cosa que nos creaba una enorme ilusión de que, lejos de nuestro fútbol amateur (con 14 años ya éramos futbolistas amateurs) las mujeres exóticas eran futbolistas ‘de verdad’.
Posiblemente, también estábamos convencidas de que era la mejor porque era la única futbolista de la cual podíamos hablar con el sexo masculino, de la única que de vez en cuando podíamos leer alguna noticia. Entre aquellos ‘¿qué te crees, que eres Messi?’ o ‘sin miedo, ¡que la rival no es Messi!’, que nos espetaba el entrenador en alguna de sus charlas, alguna vez, aparecía un ‘Marta’ en el lugar del astro argentino. En realidad, estábamos demasiado ocupadas para ser conscientes de ello –en un vestuario de chicas adolescentes se habla de fútbol, pero de muchas otras cosas, también-, pero Marta fue siempre nuestra única referencia. Una referencia endiosada, lejana, casi desconocida. Pero era la mejor y con ello nos hicimos mujeres.
Con los años, el fútbol desencantó a algunas con las que compartí vestuario durante tanto y tanto tiempo. A otras, se las llevaron equipos mejores y hoy juegan en Primera, y después hubo las que nos dimos cuenta de que el fútbol nos gustaba mucho más como para jugarlo solamente. Así que nos enganchamos al fútbol local, al televisado, al escrito, a los debates desenfadados de cualquier parte. Entre tanto, también aprendimos que el mundo del fútbol femenino (el que nosotras empujábamos desde la base) era mucho, mucho más grande que Marta. Ingenuas de nosotras, que habíamos creído que solo existía lo que aparecía en televisión, incorporamos nuevos nombres, clubes y títulos a nuestro vocabulario “futfem”. No obstante, por más que hubiéramos corregido esta tendencia a tiempo para cambiar nuestros referentes, nada podíamos hacer ya contra las convicciones forjadas en la adolescencia. Marta siempre había estado allí. Y, a los 23 años, en Canadá, Marta se hizo real.
Era una calurosa tarde de junio en Montreal. Los aledaños del estadio Olímpico de la ciudad conducían a varios grupos de aficionados hacia el coliseo. El volumen de gente era tímido y avanzaba de manera tranquila hacia el gran umbral que nos recordaba que estábamos en el inicio de una Copa del Mundo. Yo tenía una entrada para ver a España. La primera entrada de la historia de los mundiales en los que participará España. Aunque lo que pasó durante ese partido que disputó la Selección contra Costa Rica es un relato que requeriría un artículo a parte, lo cierto es que a 6.000 km de casa aquel encuentro pareció un mero trámite antes de que empezara el verdadero espectáculo. El árbitro señaló el final del primer partido del grupo y centenares de camisetas amarillas irrumpieron de golpe para llenar un estadio que había estado prácticamente vacío durante las dos horas anteriores. Una auténtica marea amarilla. En unos minutos comenzaría el Brasil-Corea.
Marta saludaba. Saludaba mientras calentaba porque un estadio entero había estado esperándola. Como yo, que, sin saber aún por qué, siempre había sabido que era la mejor. Y la vi. Con mis propios ojos vi a una futbolista que se divertía cada vez que tocaba un balón mientras sus compañeras parecían nerviosas buscando algo, un gol quizá. Ella dirigía al equipo, ella desbordaba con una velocidad innata muy poco común, ella se encargó de transformar sonriendo el penalti de la victoria. Marta fue la única que se planteó que un pase de tacón siempre es mejor que un control-pase de libro si el que lo ejecuta siente que está bailando samba. Yo también sonreía. Pensaba en lo mucho que había tardado en ver aquello. Pero, al fin y al cabo, en aquel vestuario de adolescentes que nunca la habíamos visto jugar, ya le habíamos rendido un merecido homenaje. ¡Siempre habíamos querido ser como ella! Entonces, mientras abandonaba el estadio Olímpico de Montreal, pude ojear una crónica sobre el partido recién acabado. “La principal estrella del conjunto brasileño, Marta, ya con 28 años y empezando a perder facultades, solo pudo marcar de penalti…” decía la pieza. Entonces yo, que aún alucinaba con lo que acababa de ver, me eché a reír y entendí que nadie nunca podrá entender la historia del fútbol femenino sin su nombre. Marta.