Como tantas otras veces, me he bajado en el metro de Pirámides. He subido a la superficie, Paseo de las Acacias. Mis pasos se han encaminado a la glorieta de los dos obeliscos, junto al Puente de Toledo. Veo personas que van a trabajar, otras haciendo deporte, niños pequeños con sus abuelos, los comercios que acaban de abrir sus puertas. Me esfuerzo por encontrar alguna camiseta rojiblanca, algún pantalón con el escudo del Atleti, alguna gorra. No veo nada. Me entristezco.
Y entonces, mi mirada ve con los ojos del recuerdo. Los días de partido, la glorieta y sus alrededores eran un hervidero de hinchas atléticos. Cuántas banderas, bufandas, chándales, gorros, camisas, trompetas. Un universo en rojo y blanco. La semana, el mes, la vida podían ir mejor o peor, pero cuando jugaba el Atleti en casa, en el Calderón, te levantabas con una energía inexplicable sólo porque jugaba tu equipo. Y preparabas el bocadillo y la mochila, y te ponías la camiseta a rayas, y la bufanda al cuello, y te dirigías entusiasmado al metro o al tren con ese destino tan especial: Pirámides.
Hoy, el Paseo de los Melancólicos está medio vacío. Algún transeúnte, algún señor sentado en un banco. Esta vía, que en un tiempo pasado rebosaba luz, esplendor, se halla en la actualidad prácticamente en silencio, en penumbra. Los días de fútbol tenían sensaciones inolvidables, de esas que el corazón guarda, como cuando alzabas la cabeza y, entre todos los hinchas del Atleti que transitaban a tu lado, veías el estadio a lo lejos. Tan mágico: el Calderón. En el colegio, en la fábrica, en la oficina eras “el del Atleti”, porque pocos individuos compartían tu afición, pero los días de partido te sentías dentro de la comunidad rojiblanca, dentro de una hinchada fiel y generosa que hacía del Atleti una manera de estar en el mundo. Te sentías dentro de algo muy grande, y sabías, en esas jornadas de Liga o Copa o encuentro internacional, que había muchos atléticos como tú.
Hoy, voy caminando solo junto a un Calderón vallado, un Calderón al que ya han quitado casi todas sus gradas, un Calderón esquelético donde ya no queda ni resto de las butacas rojas, blancas, azules. Escucho ruidos: los sonidos de grúas, camiones, excavadoras. Y mi corazón vuelve a escuchar los ruidos auténticos, hondos, del momento en que el equipo saltaba al césped. Miles de seguidores y una sola voz: “¡Atleti! ¡Atleti! ¡Atleti! ¡Atleti! ¡Atleti! ¡Atleti!”.
Próximamente tirarán la parte de la tribuna lateral que da al Manzanares, lo único que queda del graderío, mas no podrán destruir la memoria de este gran corazón atlético llamado Vicente Calderón, que nos dio vida a todos. Y en esa memoria, reluciente, las carreras de Paulo por la banda, sus regates, sus centros, sus goles. Para los nacidos en los 70 y la primera mitad de los 80, Futre era un ídolo, un fuera de serie. Mi hermano siempre decía: “Futre es el mejor”. Hacia 1991, 1992, mi hermano Jorge y su amigo Guiller ya animaban desde el Fondo Sur del Calderón. Dos adolescentes alegres que cantaban al Atleti. El Atleti de Futre, Abel, Manolo, Tomás, Schuster, Vizcaíno, Alfredo, Solozábal, un Atleti que entrenaba Luis Aragonés… Mi primer Atleti, pues ya iba a algún partido. Pocos encuentros, ya que era sólo un niño de ocho o nueve años. Iba con Jorge, Guiller, Toño y mi padre. Me costó un poco, pero logré, gracias a ellos, aprender que las derrotas formaban parte del juego y que lo importante no era tanto vencer en un partido o ganar un título, sino estar junto a familiares y amigos en las gradas, arropando a nuestro Atleti.
“Esos recuerdos son indestructibles. No hay máquina que pueda acabar con ellos. El Calderón pervivirá en cada uno de los corazones atléticos: los de la Tierra y los del universo”
En el inicio de los 90, no acudía tanta gente al Calderón, aunque quizá se animase más al equipo. Había zonas con tablones de cemento, barro en las áreas, las nieblas procedentes del río. En los exteriores del estadio había numerosas jardineras y pilares rojos y blancos (pasaría tiempo hasta que instalaran las cristaleras). Recuerdo que vi por la televisión (Jorge y Guiller fueron al estadio) la goleada al Manchester United, con un Futre portentoso, en el otoño de 1991; y recuerdo, esta vez en el Fondo Norte, la victoria liguera 2-0 contra el Madrid, en enero de 1992, con goles de Vizcaíno y Manolo, en una Liga que se nos escapó de los dedos en mayo, en el Bernabéu, unas semanas antes de que lográsemos ganar la Copa en ese mismo estadio y contra nuestro eterno rival, un triunfo al que asistieron Guiller y Jorge y tantos jóvenes del Atleti que luego se bañaron dichosos en Neptuno.
Crecimos con el Atleti, vivimos con el Atleti. El Calderón era nuestra segunda casa. El partido que más recuerdo de toda mi vida fue una derrota. El 19 de marzo de 1997, frente al Ajax. Nunca he visto al Atleti jugar tan bien como aquella noche. Pero perdimos. Por entonces, ya aceptaba las derrotas en el deporte, y sabía que la victoria más verdadera era ir al Calderón con mi hermano, mi padre, Toño y Guiller. Unos años más tarde, el Atleti bajó a Segunda, y precisamente en Segunda, en 2001, con 18 años, me aboné al Atleti con mi amigo Diego (una mañana veraniega, cogimos el autobús a las 6.00 en nuestro pueblo, Carabaña, y esperamos en el estadio cerca de siete horas para que nos diesen nuestros anhelados carnets). Y luego se fueron abonando más amigos, amigos atléticos que valen más que cualquier Champions: Carlos, Sergi, Nacho, Dieguito, Roberto, Lucía, Andrea, Rafa, Pancho, Luisito, Luis… Alegrías y tristezas en el Calderón, pero siempre juntos, siempre unidos. Puerta 40. Las escaleras. “Vamos rápido, que ya sale el equipo”.
Tengo 36 años, la mitad de mi vida abonado al Atleti, y toda mi existencia con latidos en rojo y blanco. Hoy, un día de enero de 2020, escribo este texto frente al Calderón, en una cafetería de la Avenida del Manzanares. Dentro de pocos meses, no habrá nada del estadio. Nada que se pueda observar. No obstante, el Calderón seguirá en pie en la memoria de todos los atléticos que vivimos y crecimos en sus gradas. A nivel emocional, el Calderón es eterno. No se puede borrar lo que nos dio la vida.
Primavera de 1996. Faltan diez minutos para terminar un partido contra el Salamanca. La Liga en juego. El marcador es de 1-1. En el Fondo Sur, estoy con mi hermano Jorge y Guiller. Mi hermano me dice: “Javier, si marca el Atleti te abrazas a mí, recuérdalo, si marca te abrazas”. Y entonces, en la frontal del área del Fondo Norte, Kiko controla el balón, y en una hábil maniobra se gira y conecta un disparo raso y colocado que se cuela en la portería junto al poste. Y me abrazo a Jorge. Yo, un niño; y él, tan alto y tan fuerte. Abrazados bajamos en una avalancha de felicidad al grito de “¡Gooooool!”. Ocurrió en el Calderón. Esos recuerdos son indestructibles. No hay máquina que pueda acabar con ellos. El Calderón pervivirá en cada uno de los corazones atléticos: los de la Tierra y los del universo.
Gracias, hermano.
Gracias, papá.
Gracias, Elsa, Toño y Guiller.
Gracias, amigos atléticos.
Gracias, Paulo Jorge dos Santos Futre.
Gracias, Atleti.
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Fotografía de Getty Images.