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¿Egoísta, yo?

Sheringham confesó, sobre la famosa final del Camp Nou, que cuando estaba en el banquillo no quería que su equipo empatara, pues prefería entrar él

El atracón de gloria primaveral que supone conquistar un ‘Triplete’ suscita en aficionados y jugadores un torrente de emociones propias de los pecados capitales. En caso de triple victoria, además, el muy humano e intenso deseo de posesión se ve acentuado por la sucesión de éxitos en un corto espacio de tiempo. Es decir, no es lo mismo alzar tres trofeos a lo largo y ancho del curso que hacerlo de forma consecutiva en esas finales que son un himno a la gula y a la avaricia deportivas, una oda al cara o cruz. Existe, por qué no decirlo, cierta lujuria irreflexiva en el acto de coleccionar una copa tras otra, por lo que el “amor a la carne” muta en genuina pasión por el metal. Póngame otra, gritamos al destino.

Cada mes de mayo es hoy un carrusel de recuerdos alimentado por la cultura del consumo editorial que han instalado las redes sociales. Entre un #OnThisDay y otro, este año me llamó la atención una confesión profunda y genuina de Sheringham, actor principal del treble del Manchester United en 1999. Refiriéndose a la dramática final del Camp Nou, Teddy confesó que “desde el banquillo no quería que empatásemos” ya que un gol de los ‘Diablos Rojos’ podría haber supuesto no pisar el campo. Quería marcarlo él. El ariete reveló la promesa que le hizo Ferguson en el descanso, cuando el escocés le instó a estar preparado para jugar si se mantenía el 1-0 en los primeros 15 minutos del segundo acto.

Como desconocía la reflexión y me resultó sincera, la compartí con amigos y en Twitter (que no siempre es lo mismo). Me sentí identificado con las palabras secretly hoping con las que artículos recientes o de la época describen cómo se sintió el delantero inglés durante los minutos que precedieron su entrada al campo, a la postre decisiva. En la lujuria irreflexiva del momento —quizá anticipando ya la futura ira hipotética de no haber podido alterar el curso de la historia—, Sheringham anhelaba en secreto que los suyos no marcaran. ¿Hay algo más pecaminoso? Lo fácil hubiera sido asegurar que se moría de ganas de ayudar a sus compañeros, que remaba desde fuera y bla, bla. En cambio, Teddy dijo la verdad.

Como era de esperar, recibí respuestas que oscilaban entre la incredulidad y la indignación; y aunque esperaba vestiduras rasgadas, necesitaba confrontar mi empatía con la percepción generalizada que se tiene del futbolista. Es cierto que rima con egoísta, pero también aficionado lo hace con apresurado. Tendemos a tildar a los jugadores de individualistas desde la comodidad del sofá o el teclado. La etiqueta es a menudo superficial y perezosa, un estereotipo de manual, ya que condenar su momentánea o aparente avaricia sin analizar the big picture es, cómo decirlo, soberbio por nuestra parte. Así que lo admito: como Sheringham, en el banquillo hubiera sentido idéntico e inmoderado amor propio.

 

Lo fácil hubiera sido asegurar que se moría de ganas de ayudar a sus compañeros, que remaba desde fuera y bla, bla. En cambio, Teddy dijo la verdad

 

Porque desde fuera la vida siempre parece tener arreglo. Como vaya yo y lo encuentre, le decía Teddy al partido. Cuando Sir Alex introdujo al delantero, días antes protagonista de la final de la FA Cup con gol y asistencia ante el Newcastle, puso el voraz individualismo del ‘10’ al servicio colectivo de un club gigante. Ahora repítelo ante el Bayern, pareció susurrarle el técnico al empujarle a escribir la historia desde dentro, donde el tiempo vuela: “no me di cuenta de que el partido se estaba acabando hasta que vi a Schmeichel subiendo a rematar el córner”. Los goles de aquella teatral remontada tuvieron aroma a patio de colegio, a caos transitorio y locura organizada. Lujuria in extra time. Triplete.

El tiempo, el gol del empate y la memorable asistencia a Solskjaer acabaron dando la razón al ‘egoísta’ Teddy, quien nunca dijo que hubiese preferido perder la agónica final en el campo a haberla ganado sin participar. Al contrario, admitió con infrecuente honestidad desear desde la barrera que el marcador no se moviese para erigirse en héroe. Y es que en la tormenta nerviosa de uñas y tics de un banquillo conviven emociones capitales como la pereza ante el juego que por momentos sentimos ajeno, la ira contra el míster que incomprensiblemente nos para los pies, la envidia insana hacia los titulares y —por suerte para el United aquella noche— la avaricia del individuo al servicio inconsciente del colectivo.

El éxtasis de vencer en el descuento o de conquistar la ansiada triple corona tiene algo de zumo de naranja concentrado: se consume en el acto para que no se esfumen las vitaminas. Querer ganar no es ningún pecado capital. Reclamar un hueco en la historia con interés desmedido, tampoco. Cada bocado de eternidad en forma de gol o de título aumenta nuestra gula adrenalínica y suspende para siempre a futbolistas y espectadores en un trance agonístico que rememoramos ahora desde el púlpito nostálgico del futuro. Entre un #OnThisDay y otro, ejercicios de sinceridad pecaminosa como el de Sheringham reconfortan y equilibran la sana soberbia de la memoria selectiva de los triunfadores.