El otro día un colega escritor criticaba mi filiación irracional con el fútbol y mi expectación por el Mundial que acaba de inaugurarse, porque le parecía criminal que fuese a llevarse a cabo un evento deportivo tan grande en un país como ese. Y yo le dije que sí, que tenía razón, pero que no tenía ningún derecho a postularme como el portavoz de un boicot contra mi propia voluntad, para hacerle frente al juego que me ha acompañado toda mi vida y que ha forjado, para bien y para mal, mi educación sentimental, mi formación intelectual y mi percepción geográfica. Que si alguien debía hacerlo, le dije, eran los dueños del negocio, los encargados de pervertir nuestros lugares y espacios de siempre. ¿Por qué yo, un simple mortal que debate día a día entre ponerle o no leche al café, habría de abanderar un movimiento de tales características?
Le dije que era consciente de que Catar es un monarquía ultraconservadora y que había leído con interés y amargura varios de los reportes periodísticos occidentales que sacaron a la superficie todos los atropellos y crímenes del sistema de trabajo semiesclavista que permitió que tuvieran listos estadios en tiempo récord, pero que, de igual manera, eso no me confería la licencia para levantarme en armas contra el fútbol. Y le dije, también, que Oriente Medio era una zona que me interesaba especialmente en términos geopolíticos y que he hecho todo lo que está en mis manos para entender la dimensión real de todas sus guerras sectarias, pero también para maravillarme con su historia, literatura y cultura inabarcable. Que me parecía un milagro que un país de pescadores y recolectores de perlas se haya convertido en medio siglo en uno de los lugares con mayor bonanza económica de todo el mundo. Y que por supuesto estaba en desacuerdo absoluto con el hecho de organizar un Mundial de fútbol en una sede casi artificial, con tantas denuncias de corrupción y sobornos a cuestas y que promueve abiertamente la negación sistemática de los derechos humanos fundamentales hacía las mujeres y los homosexuales.
También le dije, después de tomar aire, que el fútbol que a mí me interesa no tiene nada que ver con eso. Que a mí el backstage del fútbol me provoca repulsión. Que el patio trasero del fútbol me parecía despreciable. Que el fútbol que a mí me conmueve es el que sucede en una cancha durante 90 minutos. Que el fútbol que a mí me moviliza es el que le pertenece a la gente. Que el fútbol que defiendo no tiene una pureza virginal, pero tampoco está tan corrompido y envenenado. Es el gran defecto del fútbol, le dije. Es tan global y democrático que imanta todo lo bueno y lo malo de la sociedad. Y como a la sociedad se la está llevando el carajo, era de esperarse que al fútbol también se lo llevara el carajo.
Que el fútbol que a mí me conmueve es el que sucede en una cancha durante 90 minutos. Que el fútbol que a mí me moviliza es el que le pertenece a la gente. Que el fútbol que defiendo no tiene una pureza virginal, pero tampoco está tan corrompido y envenenado
Por último le dije que, con todo el respeto que le tenía, me parecía muy injusto que me obligara a darle la espalda a un Mundial de fútbol, la unidad de medida que ha marcado mis 33 años de existencia. Que mi infancia comenzó el día que Roberto Baggio tiró el penalti por encima del poste superior en el Rose Bowl de Los Angeles. Que la irrupción de Ronaldo Nazário en Saint-Denis fue el primer suceso realmente importante de mi vida. Que la derrota frente a Estados Unidos en Jeonju es el recuerdo más nebuloso de mi preadolescencia. Que me hice mayor padeciendo la volea de Maxi Rodríguez en Leipzig. Que la gesta de la España más coral en Johannesburgo fue mi primera toma de conciencia con el mundo real. Que la exhibición de Arjen Robben ante México en Fortaleza me deslumbró y atormentó a partes iguales. Que un Argentina-Nigeria en San Petersburgo me reconcilió con el juego y mi pasión.
Tras escuchar la perorata, mi colega arqueó las cejas, me dio una palmada en la espalda y se marchó. Al otro día me mandó un mensaje de WhatsApp para decirme que había reflexionando sobre nuestra charla. No voy a romper una amistad por esto, me dijo, pero no hablemos hasta mediados de diciembre. Cuando todo haya pasado.
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Fotografía de Getty Images.