Hay muchas formas de explicar por qué Shaun Wright-Phillips fue durante un tiempo uno de mis jugadores favoritos, pero tal vez sólo una que sea completamente honesta y transparente: siempre lo fichaba en el Pro y me hacía unas temporadas descomunales. Para algunas personas de mi generación, la PlayStation era la vara con la que medíamos la realidad. Tan unidos nos sentíamos a ella, que en ocasiones era precisamente lo que estaba ahí fuera, el mundo, lo que a nuestros ojos adquiría visos de cuento chino. Wright-Phillips, en la tele del salón de la casa de mis padres, un sábado a las tres de la madrugada, interceptaba un mal pase de la máquina y aceleraba como un demonio. A su paso, los rivales iban claudicando como hojas barridas por el viento. Luego, al llegar a la línea de fondo, hacía un recorte clásico (nada de bicicletas o ruletas, seamos serios), frenaba en seco, como esos coches teledirigidos que de repente se quedan sin pilas, y levantando lo mínimo una pierna que por tamaño parecía la de un niño pequeño, metía un centro delicioso en el área para que lo rematara Gilardino, Adebayor o el cazagoles de turno. No exagero si digo que descubrir la efectividad de esa jugada cambió mi adolescencia. La usé casi tanto como las camisetas Bultaco. Por primera y quizá última vez en mi vida, me creí inmortal, por encima de todo y de todos. Ricardo Piglia cuenta en sus diarios que el cine norteamericano dejó de producir westerns el día que se sustituyó el caballo por el coche; a partir de entonces, se puso a hacer películas de mafiosos. El día que yo conocí a Wright-Phillips, asumí que los únicos extremos que merecerían mi respeto en adelante serían bajitos, huidizos y correrían como si acabaran de atracar un banco. Si se salían de ese molde, no querría saber nada. En su carrera de verdad, el de Greenwich defendió las camisetas del Manchester City y del Chelsea, pero no alcanzó la condición de estrella, y acabo apagándose en clubes menores. Nunca llegó a ser mucho más que un futbolista rápido, que es como si de un médico sólo destacas que tiene buena letra. Pero, por alguna razón, ya fueran sus esprints, sus 165 centímetros de altura o esas maratones en la Liga Master, se quedó grabado en nuestra memoria. Yo, algunas noches, todavía sueño con él. Estamos sentados en las sillas de mimbre de un chiringuito, con dos sombreros de paja, mirando al mar o al cielo o a ninguna parte, y yo, después de aplastar el puro en la arena, me giro y le digo: “¿Qué, nos echamos otro y a la cama?”.
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Fotografía de Getty Images