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Castolo y diez más

El juego Pro Evolution Soccer 6 marcó a una generación. A todos los que fueron felices jugando al simulador de Konami: ¿echamos un Pro?

Este texto está extraído del interior del #Panenka120, un número que puedes conseguir aquí


 

Me han dado la oportunidad de escribir sobre uno de los capítulos dorados de mi infancia, así que vamos a empezar esto a lo grande:

Todo lo que finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los hombres, no se lo debo a la Liga Master del Pro Evolution Soccer 6.

Pero casi.

Regresar al videojuego que dilapidó mi tiempo libre en 2006 y 2007, y que marcó a toda mi generación, es desplazarse de nuevo a la casilla de salida. Cierro los ojos y veo un montón de imágenes desparramadas como folios sobre una mesa. El salón vacío de casa. Las persianas echadas hasta abajo. El silencio de una noche cualquiera. El chándal Adidas. La bolsa de Cheetos. El mando de la PlayStation 2. Los joysticks pelados.

De aquellos tiempos oscuros, y felices, conservo tres lecciones. Que el Pro era el mejor atajo para descubrir a futbolistas que por la tele no ibas a conocer en la vida. Que la manera idónea de jugarlo era cuando tus padres ya se habían acostado. Y que los tuyos siempre serán los que chutan con el cuadrado, no con el círculo.

En un mundo hostigado por las apariencias, se agradece reconocer rápido al que está de tu lado. Todavía hoy, cuando veo a alguien que está a punto de echarse un FIFA cambiar los controles a Alternativo, me entran ganas de invitarlo a cenar. Qué más da que Konami cayera en desgracia. Qué importa si la gente se pasó a la competencia. Somos las viudas del Pro. Sabemos qué gestos nos identifican. Y no conseguirán jamás acabar del todo con nosotros.

Hay una serie de códigos que nos convierten en una especie de ejército maldito. Me refiero a no hablar de jugadores buenos, sino de jugadores chetados. Me refiero a esa pregunta que nos susurrábamos los unos a los otros en las esquinas del patio del colegio, como si fuéramos agentes de la CIA intercambiando mensajes secretos: “¿Y tú qué? ¿Cómo vas en la Liga Master?”.

 

Todavía hoy, cuando veo a alguien cambiar los controles a Alternativo, me entran ganas de invitarlo a cenar. Qué más da que Konami cayera en desgracia. Somos las viudas del Pro. Sabemos qué gestos nos identifican

 

La Liga Master era la realidad paralela a la que descendíamos los niños con una cierta propensión al vicio. El típico modo de juego en el que elegías a un equipo (Real Sociedad, Saint-Étienne, Fiorentina: mis favoritos) en segunda división y tratabas de conducirlo hasta lo más alto. Aquello era como meter tus noches en una centrifugadora. Podías escoger entre dos formas de competir. O bien con la plantilla real del club o bien con la que la máquina te ofrecía por defecto. En ese segundo caso, eran futbolistas inventados. Tipos que no existían. Que, por lo general, eran malísimos. Pero a los que apreciabas y defendías como si fueran de tu familia.

Algunas noches todavía aparecen en mis sueños. Para cada uno inventé una historia. A Ivarov, el portero, siempre lo vi como un ruso taciturno, que dormía con una botella de Smirnoff debajo de la almohada y que leía novelas sesudas. A Stremer, central aguerrido, nunca le adiviné ninguna mala intención: el típico bobo con más centímetros que reflejos, que cae bien a todo el vestuario y que cada tarde, después de los entrenos, cuida de su madre enferma. A Ximelez, extremo juguetón, le adjudicaba un tío cantaor y muchos veranos de perrerías por las calles de algún pueblo de Andalucía. A Minanda, clásico mediapunta, le suponía un tío más bien frío y misterioso, pulcro en el último pase pero al que era mejor no preguntarle por lo que llevaba en el maletero del coche.

Ninguno, sin embargo, me fascinaba tanto como Castolo.

Castolo era guapo, tenía flow, lucía trenzas en el pelo y jugaba de delantero. Todos los inputs que un niño requiere para construir a un semidiós, vamos. Fíjate si lo quería que ni siquiera le echaba en cara que, pese a jugar arriba, tuviera mala puntería, que es como tener un cigarro pero no un mechero para encenderlo. Peores dramas hemos sorteado. El ‘9’ a la espalda, las muñequeras blancas, la cara de haberse pasado el verano tumbado en una playa de Ibiza y las hostias al banderín para celebrar los goles. Mitazo. Su apellido, mucho más rutinario de lo que en realidad merecía un dandi como él, se asocia rápidamente al éxito que tuvieron esas primeras ediciones del Pro, que también se clavaron en nuestra memoria por su falta de licencias, un despropósito legal que obligaba al fabricante a cambiar el nombre de algunos clubes y jugadores. Esos parches, con el tiempo, no han hecho más que aumentar la fama del juego. Yo no sería el mismo si Roberto Larcos, Gabriel Batustita o Juan Sebastián Revón no se hubieran cruzado en mi camino. Yo no sé dónde habría acabado si London FC (Chelsea), Merseyside Red (Liverpool) o West Midlands Village (Aston Villa) no me hubieran eliminado alguna vez de una competición europea.

 

El ‘9’ a la espalda, las muñequeras blancas, la cara de haberse pasado el verano tumbado en una playa de Ibiza y las hostias al banderín para celebrar los goles. Castolo era un mito

 

A medida que avanzaban las temporadas en la Liga Master, tu equipo se iba perfeccionando. Te deshacías de la vieja guardia (a excepción de Castolo, por supuesto, al que mantenías en el banquillo con 37 palos a modo de amuleto) y salías al mercado a por nuevas incorporaciones. Mi hoja de ruta siempre era la misma. Primero, sin un duro, tiraba de medianías a las que el juego trataba incomprensiblemente bien (Källström, Mathieu, Hélder Postiga) y de alguna que otra promesa surcoreana. Luego, cuando ya había ahorrado un poco, me permitía un atacante con pintas (Djibril Cissé o Quaresma) y un extremo que corriese como si le persiguiera el demonio (Wright-Phillips, querido, jamás podré devolverte todo lo que me diste). Y finalmente, a punto ya de alcanzar la cúspide, echaba el resto por el bicho: no existe ser humano en la Tierra que haya jugado al PES 6 y no sepa cómo le pegaba al balón Adriano Leite Ribeiro con su 99 de potencia de disparo.

Soy consciente de que muchos de esos futbolistas eran mejores en la Play que en la vida real. Caí en la trampa. Pero no me culpo. A todos ellos les cogí un cariño indecente. Quise pensar, cuando ya era un poco mayor, que aquello había sido cosa de niños. Pero luego me vi sentado en la mesa de una facultad soñando con ser periodista deportivo. Tendría que haber abandonado por impostor, pero me callé. Y 15 años después, aquí seguimos.

 


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Ilustración de Ulises Mendicutty.