Cubría el trayecto de la calle Leiva un camión de recogida urbana, de los de basura, vamos; ya saben, esos nuevos, silenciosos, demasiado, quizás; eléctricos, renovables, el paradigma del Green washing de los de Medi Ambient, pero, entre nosotros, igualmente olorosos y altamente inflamables. Pues bien, llegó, entonces, el vehículo de limpieza al cruce de dicha vía urbana con la calle Moianès. Giró de cuello hacía la derecha, y vista del conductor hacia el norte, como solía. Y allí estaba: una melena larga, oscura, con destellos azules, como salida de un comic de Marvel. Y tras esa cabellera se escondía un rostro, aparentemente tímido, risueño, bonachón, con un toque casi juvenil, simpático, enmarcado, eso sí, en una barba albina discordante.
– ¡Moraño! -exclamó una voz desde dentro de la cabina del camión municipal. ‘Mierda, otro que me identificado, debió pensar el cómico’-.
– ¿Llevas en la prensa los desperdicios del Camp Nou? -dijo Fernando Moraño mientras se apoyaba en la puerta del copiloto.
Sí, efectivamente, era él, pensó quién había iniciado la conversación: un productor y guionista genuino y original, una rara avis en un universo dominado por influencers sin sentido del humor y con casa en el Principado. Allí mismo también creyó ver al tipo de barrio que vivía a caballo (de hierro) entre Sants y Vallecas, de clase obrera y cercano. Y, lo más importante, siempre desde la visión de quien había bajado la ventanilla para dirigirse al susodicho: un ‘perico’ como él. En efecto, se reconocieron por su filiación deportiva. Sin embargo, había algo extraño e inquietante en aquel encuentro, se dijo el basurero. No porque fuera domingo y como operario de servicios básicos tuviera que trabajar: eso, por suerte o por desgracia, más bien lo segundo, era lo habitual. Tampoco era cuestión de que fuera el día del Señor y al mismo tiempo la Revetlla de Sant Joan, o que aquella misma tarde, a las seis y media, el RCD Espanyol de Barcelona se jugara el ascenso a Primera División con el Real Oviedo. No, no era eso. Era todo eso y más, Moraño incluido, al que, por un momento, confundió con una suerte de ente imaginario de los que sólo aparecen en los sueños; una creación del subconsciente que, o bien es una fusión de muchas personas, o bien va sufriendo una metamorfosis a medida que uno se adentra en el reino de Morfeo. Pero ahí seguía, postrado tranquilamente, sin pestañear, observando al trabajador anónimo que había reclamado su atención.
– Hoy nos lo jugamos todo, Fernando.
Intentó estar a la altura de Moraño, fracasó estrepitosamente con un comentario de cuñado.
– Sí, y justamente no podré ir al campo; he dejado mi carnet de socio y me he quedado sin entrada.
Un grande, había vuelto a hacerlo, pensó el conductor, incluso cuando estaba hablando en serio parecía que bromeaba.
– Idem, mi hermano intentó conseguirlas y nada. Todo parece estar en contra, Moraño, pero hay que sacarlo como sea.
Otra intervención casposa, pero al fin y al cabo estaba hablando de fútbol.
– Bueno, mira, lo que me gusta es que estamos unidos. Es lo que percibo estos días con todos los pericos que me paran por la calle.
Mensaje motivacional de Moraño, de los de La Grada Radio, ya olía al césped de Cornellà-El Prat (el gestor de residuos prefirió llamarlo así, antes que Stage Front Stadium).
– Pues sí.
– Joder, muchacho, que fuerte llevas el aire acondicionado, ¡baja eso!
¡Clic! Es en ese instante cuando uno debería despertar, se dijo a si mismo, justo cuando oyes unas voces lejanas, de ultratumba, pero que justamente no provienen del inframundo, sino de tierra firme, del mundo real. Lo normal es que te liberes de las fuerzas que te atan a la ensoñación y dejes paso al despertar. Pero no, eso no sucedió, y justo después, la conversación terminó, se desearon suerte mutuamente y el artista siguió su camino, dirección hacia la Magòria, muy lentamente, casi levitando, mientras el obrero seguía las coordenadas marcadas por el GPS reincorporado su camión a la ruta fijada. Pasaron las horas, sin más, y la jornada laboral del hombre que habló con Fernando Moraño dejó paso al resto de la ficción dominical. Eran las dos y media de la tarde. El otrora operario pasaba a ser un transeúnte más, desprovisto de la ropa de alta visibilidad, ya cerca de su casa, cuando vio, de lejos, a su amigo de infancia, el bueno de Lluís; pelo castaño casi oscuro, patillas largas y con un afeitado de pocos días que le daba un aspecto que acentuaba sus facciones prominentes pero canónicas. Vestía un polo con media cremallera de punto, probablemente de los 80, pantalones cortos de lino, una especie de espardenyes, y cómo no, sus características gafas redondas. Fumaba distraído en la terraza de La Oficina.
– ¡Lluís! no esperaba encontrarte en La Oficina… Un domingo.
– ¿Qué dices, Pere? Pues, ya ves, aquí estoy. Siéntate, anda, que hace por lo menos un año que no quedamos.
– Hostia, sí, como pasa el tiempo. ¿Un año?
– Oye, por cierto, hoy juega el Espanyol, ¿no?
Y, de repente, final: locura, emoción, liberación, voces rotas y lágrimas entre los que estaban en el campo y los que lo siguieron desde casa. Pocas horas después, cuando hubo pasado todo, Pere lo comprendió: ese domingo de verbena con un Espanyol jugándose el ascenso no había sido un sueño
Sí, lo habrán adivinado, Lluís y Pere, ambos de familia catalanoparlante, comunicándose en castellano. Algo tan natural entre ellos que no podrían cambiarlo, pese a que ambos hablan en catalán con sus respectivos hermanos y con los hermanos del otro: pero se conocieron de muy pequeños en castellano, en el idioma que reinaba en su aula de P3. Bilingües, en todo caso, uno ‘culé’ y el otro ‘perico’. No siempre fue así, a Pere, de pequeño no le gustaba demasiado el fútbol, pero decía ser del Barça, como su amigo Lluís y muchos otros. El padre de Pere, su tocayo, sin embargo, era del Espanyol, en contra de todo el resto de la familia, fieles barcelonistas de cuna. En algún momento durante el centenario de ambos clubes, entre 1999 y 2000, Pere se hizo definitivamente del Espanyol. Primero, simplemente para apoyar a su padre ante los preocupantes resultados de su equipo (que consultaba en el mítico teletexto) y, sobre todo, porque cuando los niños de su clase se dividían entre ‘culés’ y ‘merengues,’ él no se sentía identificado ni con unos ni con otros. Luego llegaría la época de Tamudo, De la Peña, de Luís García, el tridente mágico; los últimos años de Pochettino, de Lopo, el añorado Jarque, Zabaleta, el gol de Coro, el Tamudazo, y el niño diferente de la clase pasaría de…
– Pere, tío, ¡te estoy hablando! ¿En que estás pensando?
– Perdona, es que he madrugado mucho. Estaba empanado.
– Ya veo, ya. ¿Quieres una mediana?
– Sí, venga.
¿Y ahora que?, pensó Pere. Si la visión de Moraño cerca de Hostafrancs le había parecido una realidad kafkiana, lo de su amigo Lluís se empezaba a parecer a los spots de Estrella Damm de cada verano. Pero eso quedaba descartado, ya que el cielo estaba plomizo y hacía un día más bien feo, lejos del azul celeste de los escenarios de dichos anuncios.
– ¿Y esta tarde, qué? -el camarero, un migrante probablemente procedente de Qingtian o de la vecina Wenzhou, que desde años respondía al nombre de Jordi, abrió las botellas de cerveza con el sonido del profesional que ha servido cientos de ellas-. ¿Crees que vais a subir, Pere?, dijo un Lluís medio tapado por el brazo extendido del barman.
– Sí, tengo buenas sensaciones. No sé, Lluís, me gusta el ambiente de épica, de gran tarde de fútbol, de todo o nada.
– Ya, te entiendo. Es que os la jugáis de verdad, ¿eh?; mira Málaga, Zaragoza o el Deportivo. Y encima el Barça B, que podría subir.
– Sí, sí. Jugar este año con el Andorra de Piqué ya ha sido humillante. Y, precisamente, cuando vosotros estáis en vuestro peor momento aparece el Girona ganando derbis catalanes y metiéndose en Champions.
– Ya, Pere, pero el Girona, no me negarás que ha hecho las cosas muy bien dirigido por el tándem Quique Cárcel y Míchel.
– Que sí, eso no te lo niego. ¿Pero cómo? Con los millones que ha metido el emporio del jeque árabe y el germà d’en Pep. Por no hablar de todo el aparato mediático en torno al senyor Roures. No sé, sinceramente, a mí todo lo que hay alrededor me asquea, la verdad, Lluís. Ya no hablemos del VAR y de la federación.
– ¿Pero y vosotros qué, con Mr. Chen? ¿Qué diferencia hay?
– ¿Y te crees que a mí me representa ese modelo de club? No, en absoluto. El Espanyol debería refundarse con accionariado ‘perico’, como antes.
– Pero si eso fue precisamente lo que os llevó a la ruina.
– Bueno, en fin. No tardaré en marcharme, que quiero echarme un rato y luego ver el partido.
A continuación, ambos amigos entraron en La Oficina sorteando a los habituales clientes VIP que habitaban en tierra de nadie, a medio camino entre el espacio que separaba la máquina recreativa de la del tabaco, dispuestos, en cualquier caso, a pagar las consumiciones.
Salieron fuera del establecimiento, el cielo seguía nublado. Ahí finalizó el encuentro, se dieron un abrazo y prometieron verse pronto. No hablaron más de fútbol. Pere, de pronto, sintió como si el reencuentro con Lluís fuera irreal. Seguía sin comprender por qué se sentía así. Cayó la tarde, y el ‘perico’ sin entradas para ir el estadio comió, leyó un rato y se conectó a Orange TV para sintonizar el canal de LA LIGA HYPERMOTION (ese término sÍ que había calado en su imaginario). Primeras imágenes, estadio a petar, himno oficial, aplauso emotivo a Diego Orejuela, pulso acelerado y nervios a flor de piel en pocos minutos. No había hecho más que empezar, el principio del fin, el fin de algo, lo que fuera. Y todo paso muy rápido y al mismo tiempo fue eterno, como el final de la noche, con los goles de Puado y todo lo que vino después, las dos piernas ambidiestras de Cazorla que infundían temor hasta cuando el veterano astur estaba visiblemente rígido, calentando en la banda. Y, de repente, final: locura, emoción, liberación, voces rotas y lágrimas entre los que estaban en el campo y los que lo siguieron desde casa.
Pocas horas después, cuando hubo pasado todo, Pere lo comprendió: ese domingo de verbena con un Espanyol jugándose el ascenso no había sido un sueño, había sido real. Realmente conoció a Fernando Moraño y se reencontró con Lluís Inarejos, redactor de Panenka y Rondo Blaugrana, un año después, justo el tiempo en el que había estado sumido en un estado de aletargamiento parecido a un sueño, repleto de tardes de fútbol estéril y de una temporada amarga en Segunda División. Pero todo había terminado, la larga noche llegaba a su fin y el mismo día en que se conmemora el solsticio de verano, fue la ocasión ideal para rendir culto al sol entre amigos y enemigos; como siempre ha sido, en Primera, desde los tiempos Hans Gamper y de Ángel Rodríguez Ruiz. Y, cómo no, era la ocasión perfecta para que todo terminara con Estadio Azteca de Andrés Calamaro.
SUSCRÍBETE A LA REVISTA PANENKA
Imagen de rcdespanyol.com.