Los lunes no probaba bocado. Ocho pintas de agua para limpiar el cuerpo y volver a empezar. Cuando amanecía, él ya corría por la playa, después de hacer ejercicios de respiración sobre la arena. Los días de partido, un huevo con leche y polvos de glucosa. Energía y velocidad: entrenar con peso extra en las botas daba sus resultados. Para cenar, un filete con ensalada. El método parecía funcionar; lo del ‘Mago del regate’ no era cosa de brujería.
No hay magia cuando naces en Stoke-on-Trent en plena Primera Guerra Mundial. Solo talento. Y en lugares como este, en momentos como aquel, lo que se entiende por talento se parece bastante al trabajo. Stanley Matthews siempre estuvo más curtido que su propio deporte, aún tierno. Corría por sus venas la tradición del boxeo, un viejo arte reglado como un juego en el que el culto al cuerpo es una forma de supervivencia. Matthews, sin embargo, le dio un giro a esa premisa. Se sacrificaría, sí, pero para vivir. Vivir más. Vivir mejor. Más fuerte, más rápido.
Sabía que el primer defensor al que no conseguiría regatear sería el tiempo. Tras él, vendrían el resto, y entonces todo se habría terminado. Por eso lo convirtió en su único adversario. Si derrotas cada día al único rival que sabes que al final te ganará, no necesitas pelear contra nadie más. Su retirada a los 50 y su Balón de Oro a los 41 continúan siendo un misterio, un asterisco, una simpática anomalía, una nota al pie en la historia del fútbol. Pero hoy la ciencia ya es capaz de intuir un porqué.
Puede que el día en el que se cierre el círculo de Mr. Matthews esté más cerca de lo que creemos. Puede que mientras lees esto acaben de nacer los futbolistas que normalizarán jugar hasta pasados los 40. Mejor preparados. Más rápidos. Más fuertes. Más tiempo. Más posesión de balón de la que nunca ha soñado la humanidad. Imaginarlos es verlos marcar goles entre distopía y distopía. Goles cuando lo contracultural es lo feliz. ‘Viviremos 100 años’, leíamos, optimistas, hace no tanto en las páginas previas a la sección de deportes. Goles para entender que, de aquel viejo titular que nos fascinaba, lo más bello era el verbo.
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Fotografía de Getty Images.