El fútbol nació para ser jugado y creció, como fenómeno de masas, cuando se convirtió en una herramienta para representar a una comunidad, a un colectivo. Muy pronto logró atraer a más observadores fuera del campo que practicantes dentro. Hace más de 150 años, en el Reino Unido, nació un divertimento que consistía en que dos equipos se enfrentaban con el objetivo de introducir un balón entre los tres palos del oponente. Enseguida surgió el primer torneo, la FA Cup, que transformó un simple pasatiempo en cultura popular a partir del momento en el que los jugadores representaban a su comunidad, a los suyos. Un torneo singular que permitía que equipos de pequeñas poblaciones del país pudieran derrotar a otros de mayor tamaño. Surgió la afición al fútbol. Una afición que emergía de la voluntad de entretenerse, pero que ganó multitud de adeptos, no por lo bonito/espectacular del juego, sino por el sentimiento/sufrimiento que provocaba que unos tipos -que eran vecinos y amigos- honraran a su barrio, a su pueblo o a su ciudad, dejándose la piel sobre un terreno de juego. El fútbol se erigió como un fenómeno cultural, no por su potencial como espectáculo, sino por la relación identitaria y emocional del público con las personas que lo practicaban.
Al tiempo, aquel fenómeno trascendió a la mera representación colectiva y emergió como una función que podía admirarse por su belleza e inspiración artística. Empezaron a aparecer los primeros espectadores interesados en los partidos, no porque jugaran los suyos, sino porque los que jugaban lo hacían bien. Se profesionalizó. Surgió el negocio. Se jugó por dinero. Creció por dinero. Un devenir que ha llegado hasta nuestros días. El fútbol moderno no es cosa de nuestros tiempos, empezó hace más de 100 años. Acentuado por la globalización, el fútbol primigenio, el original, se ha visto eclipsado y ha tenido que convivir durante décadas con la deriva mercantilista. Algunas veces, resistiendo; muchas otras claudicando. El capitalismo feroz ha ensanchando la brecha entre ricos y pobres, entre grandes y pequeños. Muchos han muerto/desaparecido. Para los dirigentes de clubes y federaciones el aficionado local ha dejado de ser lo más importante, priorizando al aficionado global. Los seguidores transoceánicos se cuentan por millones (y no por centenares) y otorgan mayores beneficios. También los grandes estadios han sustituido a las familias y a los seguidores de proximidad, por extranjeros ávidos de una experience que subir a Instagram. Una tendencia imparable sobre todo en los grandes clubes que en los últimos lustros ha cambiado definitivamente la élite de nuestro deporte. Y si eso se percibe en la cúspide, se sufre todavía mucho más en categorías inferiores.
Es verdad: gracias a esta super profesionalización gozamos de mejores recursos, los futbolistas están más preparados y disfrutamos de un espectáculo preciosista, de nivel excelso y de atractivo evidente. Pero olvidamos que hay otro fútbol ahí abajo. El hecho de poder ver por televisión cualquier partido en directo de cualquier rincón del planeta, permite ser aficionado de un club a miles de kilómetros, que pertenece a una ciudad que -probablemente- jamás visitarás, pero que enamora por su estilo de juego o porque su mediapunta tiene una zurda de seda. Sinceramente, admito que hay motivos para celebrarlo: es muy bonita/sana esa relación a distancia, platónica e idealizada, sustentada en la belleza y en lo racional. Ya hace mucho tiempo que han ido conviviendo estas dos realidades, la del fútbol de élite y la del fútbol semiprofesional o amateur. Y es que son dos deportes casi distintos y deberían ser compatibles. Pero, si queremos sobrevivir al poder de los súper clubes y de las competiciones deslocalizadas y conservar la esencia de este deporte, los aficionados debemos dar un paso al frente y volver a lo esencial: support your local team. Porque el problema es cuando el espectáculo amenaza con devorar lo identitario, y lo identitario a menudo tiene que ver con lo más modesto. El acercamiento a este deporte siempre se ha dado desde lo afectivo, desde lo emocional y sin ese vínculo comunitario y de pertenencia es difícil que el fútbol pueda sobrevivir como mero show televisivo o entretenimiento desalmado.
Por eso siempre hay que ir volviendo al origen. Nunca hay que dejar de volver. Por instinto de supervivencia, cuanto más nos alejamos de la esencia, más nos acercaremos a ella. Es lo que sucede en Oviedo, Gijón, Santander, Vallecas, Zaragoza, Castellón, Sabadell y tantos otros lugares de España. Y quizá algo así es lo que ha sucedido en estas últimas semanas en la Vila de Gràcia de Barcelona: en estos días de pandemia e incertidumbre ha resurgido el equipo de mi barrio, el CE Europa. En una ciudad eclipsada por su transatlántico, el Europa ha sobrevivido siempre a la sombra. Hace muchos años que frecuento las gradas del Nou Sardenya y, salvo excepciones, las he compartido solo con escasos ancianos y algunos chavales de categorías inferiores. Siempre he pensado que un club centenario, que representa a un barrio con un sentido de pertenencia tan especial, debería tener mayor respaldo de sus conciudadanos. Pero es normal: sabemos que el fútbol actual ofrece multitud de atractivos/alicientes lejos de ‘la patada a seguir’ de la tercera división.
El Europa está de celebración, hemos ganado a nuestra gente. En Gràcia, hemos vuelto a lo esencial
Desde hace un mes y medio, a partir del momento en el que la RFEF resolvió que los cuatro primeros clasificados de cada grupo de Tercera se enfrentarían entre ellos para el ascenso, algo ha empezado a cambiar. A partir de ese momento, he vivido con sorpresa y admiración como, día tras día, la Vila se ha ido tiñendo con los colores escapulados: carteles en los comercios, banderas en los balcones, pintadas en las calles, pancartas en las plazas y largas tertulias entre vecinos fabulando con el ascenso. Finalmente, caímos eliminados (1-0) contra el Terrassa, pero el Europa está de celebración. El resultado es lo de menos, estamos de celebración porque hemos ganado a nuestra gente: a la que saluda por la calle, a la de la panadería, a la de la carnicería, a la del centro cívico, a la que comparte colegio con nuestros hijos y a la que aplaudía con nosotros en los balcones… En Gràcia, hemos vuelto a lo esencial.
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Fotografía de portada de Ignasi Trapero i Martínez.