Vivimos en una sociedad capitalista, liberal y globalizada en la que el dinero es el origen y el final de todo. En las últimas décadas todo ha sucedido muy deprisa: la globalización, como proceso de integración mundial en los ámbitos político, económico, social, cultural y tecnológico, se ha asentado y ha convertido al mundo en un lugar cada vez más interconectado. Este fenómeno ha sido el resultado de la consolidación del capitalismo, de los principales avances tecnológicos y de la necesidad de expansión del flujo comercial por todo el planeta. Las innovaciones en el campo de las telecomunicaciones, especialmente con internet, han jugado un papel decisivo en la construcción de un mundo globalizado. La ruptura de las fronteras, en términos económicos y de comunicación, ha generado una expansión capitalista en la que es posible llevar a cabo transacciones financieras y expandir los negocios, hasta entonces limitados hacia otros mercados distantes y emergentes.
Esta nueva realidad ha afectado a todos los sectores y ha modificado todas las costumbres de nuestra sociedad. Ha hecho más poderosos a los poderosos y más pobres a los pobres. También en el fútbol. Del mismo modo que hoy en día cualquier producto o servicio se crea y se desarrolla pensando en un mercado global -y no local-, al fútbol le sucede lo mismo. Un deporte que, como tantos otros elementos de la cultura popular, tuvo una razón de ser y un origen social, se ha visto domesticado por el poder de los ‘mercados’. En su origen el fútbol comenzó como un entretenimiento que derivó en una actividad popular en la que se citaban miembros de colectivos locales para enfrentarse a otros miembros de colectivos vecinos. Esto originó las rivalidades, que tenían componentes territoriales, religiosos e incluso políticos, pero siempre con un marcado carácter local. Así fue como nuestro deporte se convirtió en un elemento más de la cultura popular, sirviendo como espejo para conocer a la sociedad: todo equipo representaba a una ciudad, a un pueblo o a un barrio y de cómo jugaba aquel conjunto o de cómo se manifestaba su afición se podían sacar conclusiones de cómo era la gente de aquel lugar. La gente ama a su club porque representa a su gente.
Nos arrancan de nuestros barrios y nos arrancan de nuestros estadios. Pero, ¿nos podrán arrancar nuestros colores?
¿Qué queda de todo eso? Si antes podíamos conocer a las sociedades visitando el estadio del equipo de fútbol de su ciudad, ahora cuesta diferenciarlas; las aficiones y los equipos se parecen entre sí, pues han pasado a basarse en el turismo y en el espectador foráneo. También los centros de las ciudades se parecen entre sí, con comercios globales que han sustituido a los de proximidad. Ahora se pretenden sociedades idénticas, aficiones idénticas y equipos idénticos, fundamentados en el mismo patrón: el consumo. El plan es arrancarle el alma a todo lo que tuvo alma. El capital manda.
La gentrificación es un fenómeno contemporáneo referido al proceso de transformación de los barrios y las ciudades, basado en reedificaciones y cambios que provocan un aumento de los costes de las viviendas y de los locales comerciales. Esto hace que los residentes tradicionales abandonen el barrio -y que se sitúen en espacios más periféricos-, lo que produce que este ‘nuevo’ espacio termine por ser ocupado por personas con mayor capacidad económica -casi siempre extranjeros-. Esta gentrificación también se está produciendo en el fútbol, en los estadios: rediseñados y adaptados para el espectador foráneo que puede pagar el desproporcionado precio de las entradas. Aunque tus abuelos, tus padres y tu mujer sean del mismo barrio, olvídate de vivir ahí: un grupo inversor pagará el triple de lo que tú puedes pagar por una vivienda para hacer un piso turístico que es mucho más rentable que la renta que tú puedas aportar cada mes. Y, aunque el espectador local ha ido al estadio con su padre, con su abuelo y con su hijo, ha llorado con los descensos y ha estado noches sin cenar con las derrotas, a miles de kilómetros se multiplican por cientos los espectadores que compran camisetas y consumen televisión de pago. El capital manda.
La sociedad avanza hacia una suerte de despersonalización en la que impera el consumo voraz, volátil y homogéneo de los elementos de ocio. Todos comemos shushi, vemos Juego de Tronos, tenemos un iPhone, vestimos de Inditex y somos del Barça o del Madrid. Si mi móvil se rompe, me lo cambio. Si mi equipo pierde, me lo cambio. Escribía Ángel Cappa que “también nos robaron el fútbol”. Nos arrancan de nuestros barrios y nos arrancan de nuestros estadios. Pero, ¿nos podrán arrancar nuestros colores? ¿Y si el fútbol le gana la partida al capital? ¿Y si el fútbol lidera la resistencia contra la desalmación? Es cierto que unos pocos equipos son los que pueden fichar a las estrellas que despiertan el interés en países remotos y de ahí sale más dinero para que esos pocos equipos puedan volver a fichar a otras estrellas. Pero este es un círculo virtuoso imparable que solo funciona cuando se gana. Cuando se pierde, los espectadores a miles de kilómetros no dejarán de cenar porque su equipo haya perdido. Simplemente, cambiarán de equipo. El Leganés, un equipo de una ciudad obrera del sur de Madrid, con un presupuesto quince veces inferior al de su rival blanco, apeó, en su domicilio, al Real Madrid de la Copa del Rey. Quizá sea solo sea una excepción de una tendencia irreconducible. Pero quizá también sea la prueba empírica de que con el fútbol no van a poder. Quizá esté todo diseñado para que en esta sociedad siempre ganen los mismos, pero los sentimientos nunca se podrán comprar. Y quizá el fútbol esté siempre ahí para demostrarlo.